Documental peruano reciente

Hugo Hernández Valdivia

(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del ITESO, colaborador de la revista Magis.

En la introducción de El cine peruano en tiempos digitales (2016), un libro fundamental para entender el presente de la cinematografía de Perú, el critico y docente Ricardo Bedoya apunta que «desde 1996 se produjeron más películas peruanas de mediana y larga duración que en los noventa años anteriores de la historia del cine en el Perú». El título anuncia un elemento fundamental para explicar este paisaje: la tecnología digital. A él se suman otros factores no menos importantes para el repunte cuantitativo en los últimos veinticinco años de las producciones locales: la suma de legislaciones propicias, el aumento de las salas de exhibición y la producción fuera de Lima. Los realizadores muestran la voluntad de hacerse cargo del pasado y del statu quo, lo cual despierta el interés del público y se refleja en la taquilla. Del buen momento del cine peruano da cuenta, además, la participación de numerosas cintas en diversos festivales internacionales. Si bien es cierto que la ficción acapara una buena parte de la producción y de la atención, el documental no sólo no ha sido ajeno a este fenómeno, sino que ha contribuido de buena forma a la bonanza. Un breve recuento permite confirmarlo.

Muchos cineastas peruanos han privilegiado la no ficción para revisar asuntos relacionados con la historia o la identidad. El afán de revisar etapas o épocas en específico coincide con la voluntad de explorar la percepción de sí mismos (una sección del libro de Bedoya lleva por título «Las identidades frente al espejo»). Algunos documentales, cortos y largos, son proyectos personales; a menudo echan mano de estrategias intimistas y son narrados en primera persona. Es el caso de tres propuestas realizadas por mujeres: Felipe, vuelve (2012), en el que la realizadora Malena Martínez hace la narración de su viaje a Cusco para ubicar a un personaje que fue importante en su niñez, un indígena que trabajaba en la hacienda de su abuela; algo similar sucede con Cuéntame de Bía (2013), en el que Andrea Franco revisa la vida y obra de su abuelo, el cineasta Bernardo Batievsky, por medio de entrevistas con la esposa de él. En el cortometraje Querido caporal (2014), Alejandra Puente realiza una especie de carta a su padre en la que le manifiesta su intención de acercamiento, y que cobra sentido alrededor de un festival de danzas folclóricas.

La identidad es el tema que da coherencia al largometraje Reminiscencias (2010), de Juan Daniel F. Molero, que recoge las grabaciones que un hombre hizo después de que su hijo perdiera la memoria en un accidente. Es, también, el caso de dos cortometrajes en los que oficios distintos y distantes resultan importantes en la definición de los personajes: Vivir es una obra maestra (2007), de Gabriela Yepes, recoge las conversaciones de la realizadora con el artista Jorge Eduardo Eielson, quien lo mismo incursionó en diferentes géneros literarios que en las artes visuales; en Viajero (2012), Manuel Eyzaguirre sigue las vicisitudes de un hombre que ha trabajado por treinta años como chofer interprovincial y cuya vida está marcada por malas decisiones.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación contribuyó a desenterrar los fantasmas y los cadáveres que el terrorismo regó entre 1980 y 2000. Algunos cineastas peruanos se dieron a la tarea de revisar asuntos que los invlucraban en mayor o menor medida. En este terreno también se han presentado acercamientos, en primera persona, de realizadores que tuvieron nexos familiares con los terroristas. Alias Alejandro (2005) sigue la búsqueda que su autor, Alejandro Cárdenas-Amelio, lleva a cabo con el objetivo de comprender a su padre, Peter Cárdenas Shulte, un militante de la organización mrta (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) que fue encarcelado por terrorismo. En Sibila (2012), Teresa Arredondo relata el acercamiento que tuvo con su tía, quien fue militante de Sendero Luminoso y estuvo presa por quince años. En Tempestad en los Andes (2014), Mikael Wiström acompaña a la sueca Josefin en su viaje a Perú, adonde va para descubrir la verdad sobre su tía, quien fundó Sendero Luminoso con su esposo, Abimael Guzmán. Lucanamarca (2008), de Héctor Gálvez y Carlos Cárdenas, registra las diligencias de la Comisión de la Verdad, que llegó a la comunidad epónima y abrió las tumbas de los asesinados en una matanza de 1983. Camino barbarie (2005), de Javier Becerra Heraud, regresa, con un ánimo experimental y a partir de diversos materiales de archivo, a la masacre que ocurrió en el penal de El Frontón en 1986, en la que murió más de un centerar de subversivos amotinados. La cantuta: en la boca del diablo (2011) da cuenta de la investigación que llevó a cabo un periodista y que contribuyó al encarcelamiento del expresidente Alberto Fujimori.

En la última década se han producido los documentales más vistos en la historia de Perú. La mayoría pasó por la cartelera comercial con éxito; su presencia en sitios de «distribución alternativa» por internet contribuyó a darle al documental una relevancia nunca antes vista. A la cabeza aparece La revolución y la tierra (2019), de Gonzalo Benavente, que gira alrededor de la reforma agraria que llevó a cabo Juan Velasco Alvarado, quien llegó a la presidencia en 1968, después de un golpe de Estado, y fue derrocado por otro golpe militar en 1975. La cinta fue proyectada en una veintena de salas y sumó alrededor de cien mil espectadores. Benavente comentó en abril de 2021 que, en respuesta a la decisión de reprogramar su difusión por la televisión estatal (con el pretexto de las elecciones), el documental circuló por otras vías, y en un solo día tuvo el mismo número de visualizaciones en YouTube que las que consiguió en su exhibición comercial. El segundo lugar de los documentales más visto lo ocupa Blanquiazul, el sentir de una nación (2015), de Luis Alberto Castro Serrano, que da seguimiento por diferentes zonas del país a un grupo de fanáticos del equipo de futbol Alianza Lima. En la tercera posición aparece Sigo siendo (2013), en el que Javier Corcuera y Ana de Prada muestran cómo sobreviven expresiones musicales autóctonas en diferentes regiones del país: zona andina, selva y costa. El cuarto sitio es ocupado por Pacificum; el retorno al océano (2017), en el que Héctor Gálvez y Mariana Tschudi acompañan por cielo, mar y tierra a un grupo de científicos en sus viajes por la costa del Pacífico; la experiencia deja en claro el valor que el mar y sus criaturas han tenido en la conformación actual del país.

Como ha sucedido en el cine mexicano, el documental peruano ha llenado huecos temáticos y ha concebido acercamientos necesarios a la realidad que a la ficción —a menudo frívola y ávida de capturar a los grandes públicos— le interesan poco o de plano no le interesan. El incremento cuantitativo de la producción también ha empujado un crecimiento cualitativo, así como el afán de explorar nuevas narrativas o estilos experimentales. Acaso es pronto para hablar de la consolidación de la industria (porque, como en México, aún no es posible hablar de una verdadera industria); sin embargo, se han puesto firmes cimientos para que la actividad cinematográfica siga prosperando. Y mientras la realidad provea pretextos, a menudo trágicos —que ni aquí ni allá faltan—, la necesidad de expresión y reflexión seguirá empujando al cine documental.

Comparte este texto: