Fiódor Dostoyevski: el Cristo ruso del siglo XIX

César Arístides

(Ciudad de México, 1967). Su último libro es El rapto de Proserpina (ICE, 2021). 

a Daniel Trujano

¿Por qué leer a Dostoyevski después de doscientos años de su nacimiento? ¿Por qué regresar a las páginas de ese desventurado epiléptico, bribón, ludópata, amante frustrado, subversivo sin rebelión, moral condenado o converso tembloroso? Quizá porque es el gran demonio de la literatura rusa, un atormentado místico con diversos calvarios, emblema del escritor asediado, obnubilado por sus ninfas, mártires y fantasmas, el símbolo del creador cuyas obras narrativas dejan al lector la herida ardiente de la nieve y la melancolía, el golpe brutal e invisible del desamor y la infamia, la sangre del iluso, del harapiento, de Dios extraviado en la fiebre perpetua.

Se cumple en 2021 el bicentenario del nacimiento de Fiódor Dostoyevski y sus personajes aún azotan desde sus abismos pasionales, turban con sus delirios y arroban con sus tragedias existenciales. Por el traductor de toda su obra, Rafael Cansinos Asséns, sabemos que fue huérfano y cuando era adolescente su padre murió asesinado por sus trabajadores; estudió con su hermano el bachillerato, donde al principio quiso ser ingeniero para después tomar el camino de las letras. Hombre común, de carácter impresionable, su vida está relacionada con sus escritos; amó desesperado, vio morir a su primera esposa, tuvo amantes y en lugar de ofrecerles el tálamo y la dicha concedió la culpa y su angustia; soportó la muerte de una hija pequeña, entró a la enfermedad taimado y conoció desde la raíz la desgracia económica y espiritual. Los golpes de fortuna fueron más amargos que leales, y fiel a su condición de hombre acongojado, hizo de la desgracia oratorio y fogata, exorcismo y melancolía.

Justo es decirlo: desde sus primeras obras que tanto alabó Bielinski —el crítico y verdugo de su tiempo—, Dostoyevski mostró sus cartas con candor o fervor y ensueño decisivo; inolvidables para quienes descubrimos en libros viejos Pobres gentes y Las noches blancas, por ejemplo, de sus primeros trabajos. La primera, su debut como novelista, nos mostró el inútil sacrificio del hombre viejo enamorado de una jovencita delicada que debe aceptar el ofrecimiento de casarse con un individuo adinerado, y aunque ella no lo ama y sepa que su amigo y confidente siente por ella una gran pasión, elegirá el compromiso matrimonial para no vivir en la miseria.

En Las noches blancas —tan luminosas, estrelladas y llenas de promesas, como establece Tolstói en algún pasaje de Anna Karénina—, el dolor amoroso no es menor, un hombre descubre a una mujer sollozante en un puente y llama su atención verla desconsolada: su amado la abandonó y en ese desdén se le va la vida. Él se acerca a ella y logra ser su confidente; se enamora y después de varios encuentros le confesará su pasión… Ella hará un esfuerzo por corresponderle, querrá amarlo, levantarse de los escombros sentimentales, pero su amante regresa…

En ambas novelas breves el amor ingenuo y la pasión exacerbada mezclan sus licores en vasos de pobreza y nieve, y como se sabe, Dostoyevski otorga los primeros pasos de esa propensión al amor trágico, al horror que deja el abandono. En ese abatimiento se instala un corazón torpe y débil, dispuesto siempre al sacrificio de sus deseos, que se acomodará en toda la obra del novelista ruso; esa voluntad ardiente en la heladura desea rescatar a los espíritus doloridos, rotos; pero los esfuerzos serán inútiles, pues la realidad es un escenario de carencia y derrota del ser humano.

Estas condiciones serán una constante en la obra de Dostoyevski: retratos de mujeres y hombres marcados por la ruptura, la pobreza y la degradación. Dostoyevski se las ingenia para elevar ilusiones, actos de nobleza, amoríos proféticos o patéticos, reyertas necias para mantener la idealización amorosa, un pardo erotismo descrito en los desmayos de las mujeres pálidas y enfermizas al leer los recados del amante que llegan a sus manos de forma subrepticia. Estos elementos se encuentran en Humillados y ofendidos, donde amor y sordidez, perdición y amargura, marcarán el sendero de los personajes; ni los niños se salvan de la desgracia, y en esta novela, una pequeña, hambrienta y enfermiza, vive el ardor y las vilezas de los seres humanos.

La mezcla de sensualismo y amargura se revela intensa en Los hermanos Karamázov, donde la mujer anhelada por el padre y el hijo es una cúspide del deseo y la tragedia, de la voluptuosidad y la degradación, del amor elevado o malhadado entre juergas, brindis y erotismo sórdido.

La potencia amorosa no es la gran preocupación de Fiódor Dostoyevski, sino la condición humana y sus zonas oscuras, la actitud de los hombres ante la deshonra, el amor fatal, la infancia maldita, la desigualdad social, la hipocresía de la realeza pretenciosa, la ruina del individuo por su propia mano, las razones de la mujer suicida. Puedo hablar de numerosos personajes, pero elijo de forma súbita a ese gran cabrón que es Smerdiakov, diabólico, iluminado por el resentimiento, individuo al que los resplandores de la malicia, la ira, lo convierten en un ser despreciable e inolvidable; un Zajar más ruin, rencoroso y abusivo que el miserable criado embustero de Oblomov, otro personaje inmortal, este último de Goncharov.

Y más allá de saber quién es el asesino del patriarca, los hijos del difunto Karamázov representan, valga la definición, una santísima trinidad puesta a prueba en las llamas del amor, de la misericordia, del honor y la honestidad; los hermanos tendrán el cielo amoroso según lo conciban: en el arrebato carnal, el misticismo o la consolidación económica; en el ateísmo, la voluptuosidad o el nihilismo salvaje, siempre bajo la tentación del diablo, pues con Dostoyevski nunca el demonio se había quejado de la inútil bondad de Cristo como en el celebrado episodio «El gran inquisidor», donde el mal vestido de representante de la Iglesia acude a la celda del ungido para cuestionar sus preceptos. Con sólo este episodio, Dostoyevski tiene un sitio de honor entre los escritores sombríos de la literatura universal, sin importar su raro misticismo, sus yerros humanos; no en balde, Cansinos Asséns afirmó con filosa certeza que «Dostoyevski era un cliente obligado del psicoanálisis».

No olvidemos que esta tortura existencial es también suprema en Crimen y castigo, y es ahora la mujer, Anna, la pareja desgarrada de Raskólnikov, el cayado y la luz tenue en ese verano sórdido y sofocante de Rusia, donde el hombre se convierte en emblema de fatal sublevación del bien y del estrépito, pues se yergue del delito para asumir sus actos y la condena. Anna es ese espíritu sencillo con más tragedia que vida, una mujer sin rumbo que ve en Raskólnikov a su semejante, al hombre poseído por la pobreza y la tristeza, con los problemas comunes de una familia de bajos recursos, con prejuicios, amarguras y limitaciones; esta pareja de amantes, una suerte de Adán y Eva que jamás tuvieron paraíso y, bajo la mirada helada de Dios, aceptan su sino para creer que es posible otra vida aun en la soledad o el presidio.

Hay, en Historia trágica de la literatura, de Walter Muschg, trazos vitales sobre Dostoyevski que caben sin duda en estos apuntes por su develamiento en cuanto al pensamiento y talante de nuestro escritor: «El terrorífico éxtasis de dolor se graba en su rostro de una manera tan extraña que parece tanto un criminal como un santo. De la prisión militar siberiana regresó epiléptico, y bendijo esta dolencia a pesar de que arrasó su vida; veía en ella la garantía visible de su vocación profética. También bendijo los años en Siberia, en que estaba a merced de los caprichos de un comandante sádico, cuando vivió entre la hez de la humanidad como uno de ellos y pudo conocer el poder primigenio de la maldad. “¡Oh, qué gran suerte fue para mí Siberia y la Katorga! Únicamente allí vivía una vida sana y feliz, allí me comprendí —comprendí a Cristo—, comprendí al hombre ruso y sentí que yo era ruso, que era un hombre del pueblo ruso. Mis mejores pensamientos me vinieron allí; hoy sólo retornan, sin la misma claridad de entonces”. Estaba convencido de que sin aquel martirio se hubiese vuelto loco, de que tuvo que ser “enterrado en un ataúd” para encontrarse. Ahora creía que inconscientemente había añorado aquel aniquilamiento, el cual desde entonces se repetía bajo el látigo de su enfermedad sagrada. El sufrimiento se convirtió para él en la esencia de la vida y la comprensión».

Por eso las novelas de Dostoyevski están escritas por la luz de la desgracia, por el sufrimiento espiritual y físico, por la presencia o ausencia de Dios, terrible y bondadoso, dolorido y huraño, de Dios que afila en cada acto y en cada gesto su tormento; el narrador lleva a sus páginas sus experiencias de vida, su nerviosismo exasperante, sus pasiones celestiales o lodosas, su misticismo siniestro y hondo.

Armado con esa noción cristiana marcada por el sufrimiento, el novelista se retrata en muchas de sus obras y expone sin piedad sus experiencias, sabe del fracaso amoroso porque lo vivió: enamoró a una de sus alumnas, pero, consciente de «su pecado», mantuvo la relación desde «la castidad», no fue capaz de seguir su fogosidad, se extravió en la contemplación y en la soledad de sus traumas y manías.

Conoce el destino predecible del apostador terco y cegado: así lo revela El jugador, pues él perdió de forma estúpida miles de rublos en tugurios y salones fastuosos; en esa apuesta avariciosa de obtener más dinero en poco tiempo sucumbió el hombre tonto, y el autor no matiza la idiotez de su jugador, su delirio de fracasado a quien no salva ni el amor, menos el dinero porque volverá a perderlo.

Sabe del encierro carcelario, pues fue condenado a muerte con algunos jóvenes revolucionarios, y aunque salvó la vida escasos minutos antes de ser ejecutado, estuvo preso algunos años en Siberia, acompañado de asesinos, ladrones, estafadores y de sus ataques epilépticos. A nosotros han llegado por sus biógrafos los datos de que allí inició su epilepsia y de allí salió iluminado por una ética compleja, compasiva, de místico vapuleado que le permitió narrar el suplicio carcelario en La casa muerta, en Los demonios, y aunque nunca fue un auténtico revolucionario, su anhelo de escapar a su medianía lo llevó a ser asiduo de las tertulias de nihilistas y subversivos, decepcionado porque sus trabajos primero alabados fueron despreciados por quien le cedió por algunos momentos la cumbre literaria. Lo importante es que el novelista mantuvo su apuesta y aun con sus conversiones escribió, tradujo obras francesas al ruso, soñó con lograr novelas determinantes para el panorama literario de su época.

Autor de epifanías y sucesos inolvidables, llegan a mi mente el sueño del caballo apaleado por un borracho ante los ojos llenos de lágrimas y angustia de un niño que mira morir al animal entre risotadas y maldiciones, en la novela Crimen y castigo, o la conmovedora despedida del presidio a esta alma cuarteada por parte de barbajanes, homicidas, borrachos, quienes, regocijados y sentimentales, parecen seguir un luminoso ritual lleno de ternura cuando le quitan los grilletes al preso, en La casa muerta: inolvidable Dostoyevski con esa escritura trémula, a veces retorcida, asfixiante y gélida, escritor de obras por entregas y editor sin fortuna, demonio vitalista que dibuja como pocos los rasgos más profundos de la condición humana.

Maestro de Chéjov, tierno bárbaro; de Isaac Bashevis Singer, Aharon Appelfeld y, obvio, de Bohumil Hrabal, José Revueltas, Coetzee y tantos otros escritores en la literatura universal; leído con respeto por su par Lev Tolstói —gracias a latraducción y edición de Selma Ancira sabemos que en la nota final de Diarios 1895-1910 del autor de Guerra y paz, éste pide a su hija, para su último viaje y como adiós definitivo al hogar, que le mande el segundo tomo de Los hermanos Karamázov, entre otros libros—; aliento y motivo de Andreyev, Los siete ahorcados replica la angustia y el rencor soterrado del insurrecto dostoyevskiano, lo mismo en esa vida dedicada al saqueo y la rebeldía social de Sascha Yegulev.

Contemporáneo y tal vez mayor que Flaubert, Zola, Maupassant y Turgueniev, Dostoyevski llevó su existencia al límite y deslumbró aún en sus momentos más turbios, descoyuntados. Para muestra, un par de novelas: La mansa y Natasha Nezvanova. En la primera, aunque las resoluciones son distintas, existe un reflejo con La sonata a Kreutzer, de Tolstói, pero en el trabajo de Dostoyevski la mujer detiene la ignominia, decide que no haya más abyección ni dinero y opta por un acto concluyente. En Natasha Nezvanova, la protagonista lleva desde la infancia la condena de vivir, hija de un músico mediocre, borracho, y una madre enferma; su padre la abandona en plena calle bajo una nevada minutos después de la muerte de su esposa, luego de una agonía cruel; la atmósfera está cargada de un sufrimiento grotesco por la actitud del padre y por su embriaguez, que acentúan la desventura de la niña y su madre moribunda. La pequeña será recogida por una pareja que, al entrar a la adolescencia, la echará a la calle por un equívoco amoroso que encubre un adulterio.

Las novelas están escritas por un hombre enfermo, neurótico, depresivo; se perciben su fiebre y su desenfreno, su voluptuosidad agria, su obcecación cotidiana y su violencia espiritual. Si La mansa tiene un reflejo con la novela de Tolstói citada, Natasha tiene otro destello en el relato del autor de Guerra y paz, «El músico Alberto»: ambos protagonistas avanzan en las historias sumidos en el abandono alcohólico, ambos resultan patéticos y son un fracaso artístico, perdidos en la pudrición de sus pretensiones musicales, al tiempo que elevan su histeria miserable.

El delirio de Dostoyevski tiene matices graciosos en otras entregas donde la sorpresa y lo irreal mezclan sus esencias para ofrecer discursos fantásticos y divertidos; así lo confirman «El cocodrilo» o «Bobok», donde el recurso de la burla, la ironía y la ridiculización de las celebridades contrasta con el Dostoyevski trágico. Estas cualidades las desmenuzó el autor con mayor detalle en El doble o La mujer ajena y el hombre debajo de la cama: equívocos, disparates, sarcasmo, sirven al novelista para hablar de las crisis de identidad, el amor prohibido, la simpleza del hombre y la mujer agobiados por chismes y premoniciones. Las narraciones son experiencias cómicas que se desplazan en la pobreza, el hambre, para asentarse en lo ridículo, con la ironía y el humor negro como grandes vencedores.

Queda claro, al leer a Dostoyevski, que enfrentamos el arte de un ser paradójico, autodestructivo, miserable y también noble, ferviente, contradictorio; el novelista William Somerset Maugham lo leyó con atención y escribió páginas implacables sobre su vida y su obra; así lo define: «era vanidoso, envidioso, suspicaz, rastrero, egoísta, jactancioso, informal, desconsiderado, mezquino e intolerante. Poseía, en suma, un carácter odioso. […] Mientras estaba en la cárcel aprendió que los hombres podían cometer horribles crímenes y, sin embargo, mostrarse confiados, generosos y amables con el prójimo. Era caritativo. Jamás negó dinero a un mendigo o a un amigo. Aun estando sin un centavo, siempre se las arreglaba para reunir algo que dar a su cuñada, a la amante de su hermano, a su despreciable hijastro y al inútil y borracho Andrés, su hermano menor».

Vuelvo a la pregunta inicial e intento responder: ¿por qué leer a Fiódor Dostoyevski, supremo exponente de la novela psicológica? Que alguien niegue que no sintió delirio de persecución después de encarnar a Raskólnikov o no vivió el contagio juvenil que la conjura por un hombre nuevo o al menos con mayor dignidad en una vida miserable devoró con sus espejismos a los protagonistas de Demonios. Discípulo de Balzac y su traductor, borracho y ludópata, sensualista atormentado, la respuesta es simple: Dostoyevski es uno de los monstruos más complejos y apasionados de la literatura universal, quizá quien mejor transmita las temperaturas de la condición humana, los rasgos extremos del individuo, tiernos o irascibles, ridículos o tragicómicos, violentos, religiosos, apenados, rencorosos, ilusos…

No es difícil volver a conmovernos con Natasha Nezvanova, La mansa o El ladrón honrado, aun con su sordidez, la bruma asfixiante y el peculiar estilo titubeante del novelista ruso. A nuestro gusto, se imponen La casa de los muertos, Los demonios, Crimen y castigo, Humillados y ofendidos o Los hermanos Karamázov: en ellos no sólo está el alma rusa como pretendían los eslavófilos, en toda la obra de Dostoyevski late el corazón del hombre rebelde, torturado, extraviado, encarcelado, esquivo, cruel, hipócrita, tramposo, vicioso, orgulloso, pusilánime, quebrado… de nuestro país, de Rusia o de cualquier ciudad y pueblo del mundo: en las páginas de Dostoyevski late el corazón ardiente, leal, helado, amoroso y resentido del ser humano humillado u ofendido, el corazón débil, el ladrón deshonrado, una mujer ajena.

Se cumplen en 2021 doscientos años del nacimiento de Fiódor Dostoyevski, uno de los pocos grandes demonios de la literatura universal, pero también, en palabras de Muschg, «el Cristo ruso del siglo xix» que exhibe su ser descarnado, enjundioso y violento desde su reino gélido y ardoroso, desde su rencor y mansedumbre, desde su esencia piadosa o excitable, allí donde la casa es el presidio y el gran salón el burdel de perdición; donde brillan el candor de la niña huérfana, el fervor del artista en busca de sentido, la penuria del mujik o el patetismo de la mal amada.

¿Por qué leer a Dostoyevski?, insisto. Y el autor de Servidumbre humana me da una respuesta puntual al hablar de los personajes de Los hermanos Karamazov: «Es una pandilla terrible. Pero son extraordinariamente interesantes. En ellos palpita la vida». Cabe señalar que Somerset Maugham hizo una lectura severa de Dostoyevski y señaló los que consideró sus tropiezos y fracasos; aun así, su desdén es elogio.

Leer a Dostoyevski con todo su desgarro e iluminaciones confirma que donde resplandecen el odio, el sacrificio, el amor trágico, la fe moribunda, la ciega busca de Dios, la venganza… el ser humano se eleva purificado o abyecto con sus paradojas.

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