Stemple Pass: el cine como diorama

María Negroni

(Rosario, Argentina, 1951). Su libro más reciente es Oratorio (Vaso Roto, 2021).

En 2007, James Benning, cineasta de la vanguardia norteamericana, construyó en California una copia exacta de la cabaña que el escritor Henry David Thoreau se había fabricado en las inmediaciones de Walden. Al año siguiente, construyó una segunda cabaña en pleno bosque de Montana, idéntica a la primera, y postuló que Theodore Kaczynski, filósofo, matemático, exalumno de Harvard y ferviente admirador de Joseph Conrad, más conocido como el Unabomber, se había escondido en ella entre 1978 y 1995, sin luz ni agua corriente, antes de empezar a enviar sus famosas cartas letales a científicos universitarios y otros miembros de la «clase técnica».

Finalmente, puso ante la segunda cabaña una cámara inmóvil y filmó cuatro tomas fijas del bosque durante la primavera, el otoño, el invierno y el verano. El resultado es Stemple Pass, un film impiadoso y sobrecogedor que, a la contemplación meditativa del paisaje, superpone la lectura de fragmentos en off de los diarios y diatribas del terrorista, incluyendo su manifiesto «La sociedad industrial y su futuro» (1995) y sus declaraciones desde la cárcel, publicadas por el New York Times en 2001. De más está decir que el contraste entre el tono desapegado y neutro de la voz de Benning (que lee los textos) y el recuento de los actos homicidas planificados (y perpetrados) por Kaczynski no hace más que subrayar la disonancia interna de un personaje que es capaz, simultáneamente, de amar la naturaleza, odiar la tecnología, sentir clemencia por un zorro, comer el feto de una ardilla, fabricar artefactos explosivos, frustrarse ante el error y destruir con un hacha la propiedad de los vecinos (porque hacen ruido con las motos).

Todo eso, mientras pulsa detrás, como recordatorio inconsciente, la figura entrañable de Henry D. Thoreau, uno de los emblemas indiscutidos de la mejor conciencia norteamericana. Los puntos en común son muchos, no se puede negar. No sólo comparten la idea de la cabaña como hábitat; también la política del aislamiento, la frugalidad, la seducción del bosque, el desprecio por lo frívolo, la tendencia al anarquismo y el llamado al disenso como derecho inalienable del individuo.

Se diría que un sistema implícito de reversos y espejos deformantes articula el film, lo hace avanzar en su obsesión minimalista, volviendo asombrosamente pertinentes (e incómodos) los paralelos entre esas dos figuras icónicas. Y que, en ese diálogo, tan elocuentemente mudo como su película, Benning revela una ecuación inspirada y acaba triangulando y encriptando su propia posición, su propio manifiesto subrepticio de filosofía y estética.

El resultado es, cuanto menos, perturbador. Cuestiones de responsabilidad, de equilibrio mental, de riesgos inherentes a la autodeterminación, de giros atroces que pueden tomar las causas bienintencionadas, surgen imperceptibles dentro de la irrealidad de la pantalla y obligan a recordar que los textos fílmicos, como los literarios, son también palimpsestos, variaciones sobre variaciones, dioramas donde las capas de sentido saturan la pantalla, no importa cuán fijos sean los planos, cuán despojada la trama, cuán decisiva la ausencia de música.

Hay cosas, ideas, difíciles de comprender, de habitar, que sólo el arte puede advertir. Cosas que, fuera de su esfera, se volverían encerronas, posiciones fácilmente neutralizables desde lo políticamente correcto. El artista conoce esos territorios muy bien, los conoce incluso antes de aventurarse en ellos, porque algo en la materia del asunto lo ha interpelado ya, antes de empezar, tocando algunas de sus fibras más íntimas, empujándolo a una suerte de identificación incómoda, del todo indefendible. (Se recordará que el propio Benning estudió matemáticas y que descifró él mismo los diarios escritos en clave númerica por Kaczynski). Y ante esa identificación, poco puede hacer. A lo sumo, abandonarse al imán que lo encandila en la confianza de que, cuando salga de la obra, habrá entendido, no qué quiso decir sino qué pudo pensar, incluso en contra de sí mismo.

El crítico argentino Javier Porta Fouz calificó con sagacidad a este film de «subyugante thriller político». Yo agregaría que es también un alegato a favor de la impertinencia y una apuesta contundente a la siempre esquiva libertad.

Comparte este texto: