Esa chica buena onda

Yara Nakahanda Monteiro

(Angola, 1979). Éste es un fragmento de la novela «Esa chica buena onda» (Elefanta Editorial, 2023).

EL AVIÓN SOBREVUELA LUANDA. El cielo está gris y con nubes de lluvia. Son las seis de la mañana. Desde que salí de Malveira, todavía no he podido dormir. Tengo los labios resecos. La mandíbula, sin que yo lo espere, vuelve a contraerse. El camino que escojo es lo que necesito.

No soporto más el hambre que tengo que mi madre. No puedo renunciar a ella. Incluso así, esa certeza no me quita el miedo. Lo siento en los pies. Otra vez están dormidos. Tienen miedo de caminar. Son pies con miedo de hacer su destino. Esta gente ruidosa me molesta. Y los chiquillos que no paran de llorar, también.

Allá abajo se aglomeran casas que parecen haber sido soltadas en carpet bombing. Cayeron alineadas en grupos. Chocaron contra la tierra con tanta violencia que quedaron cubiertas de polvo. Desmanteladas, se compusieron a ciegas, formando un esqueleto desastrado con barro rojo, madera vieja y chapas de zinc. Sobreviven en el enmarañado de la nueva tierra. Se contraen y se expanden. Acomodan las paredes para ganar espacio. Las casas existen en varios tamaños. Subsisten sin revoque y sin pintura, permeables al bien y al mal. Juntas, crean un gigante retazo monocromático rasgado por callejuelas que atraviesan la ciudad en todas direcciones. Son corredores que llevan a ningún lugar. Avenidas groseramente excavadas en la tierra y que terminan en las carreteras oficiales. El cemento es la frontera imaginaria. El límite de la existencia que le es permitido tener y ser.

Surge entonces una mancha mayor: gris, ancha y alta. Las ventanas de los apartamentos son como nidos de pájaros en troncos de hormigón. La mancha se estira, tratando de llegar al cielo y al agua, alterando la escritura de la tierra.

Siento que el corazón se acelera. El paisaje que me espera es crudo y áspero. Entro en un útero de polvo y cemento. Aguardo por el caos.

Comienza a llover. La ciudad se entristece. Con la lluvia llega el viento. La turbulencia dificulta el aterrizaje. Salimos del avión enrollados en nuestros cuerpos. Ensopados, nos amontonamos dentro del ómnibus que nos lleva al edificio principal. El aire es asfixiante, y todo a mi alrededor parece cubierto por una humedad pegajosa. Evito sin éxito tocar a las personas y los pasamanos.

Las puertas se abren. Los pasajeros se atropellan. Cruzan caminos para entrar en la fila de su categoría. Leo la placa extranjeros y me dirijo hacia ella.

En esta fila son muchos los hombres blancos. Se agarran a la valija o a los tirantes de la mochila que llevan a la espalda. Con los ojos muy abiertos, parece que digitalizan imágenes. Lo hacen de derecha a izquierda y viceversa. La mayoría camina con los hombros contraídos y ligeramente encorvados. Revisan los documentos incontables veces. Sin ninguna turbación, algunos colocan dinero entre las páginas del pasaporte. Quedo con la duda de si deberé hacer lo mismo.

Es la primera vez que estoy allí. Me falta la espontaneidad de quien regresa a su patria.

La línea avanza. Llega mi turno. Traspongo la línea amarilla. El funcionario de la aduana no sonríe. Se endereza en la silla y gana estatura. Con una sonrisa tímida, le doy los buenos días. Mis palabras no encuentran eco. Por su mirada, siento que me acerco demasiado. Retrocedo. Él se acomoda una vez más en la silla. Apoya el codo del brazo derecho en la mesa, cual punto fijo que sostiene su antebrazo. El brazo se mueve en mi dirección.

La mano abierta y estirada me pide el pasaporte. Cuando lo tiene, con la mano lo arrastra hacia sí. Sin soltarlo, vuelve a apoyar el codo en la mesa.

Quedo en suspenso.

La otra mano, antes inerte y distante, se mueve y se acerca para agarrar el pasaporte. El funcionario le siente el peso. Despacio, recorre, una a una, todas las páginas. Después, mira hacia mí y hacia la fotografía de mi pasaporte. Sus labios no se mueven. Sólo sus ojos se movilizan. Juegan al juego de las diferencias. Deduzco que a propósito esté creando dudas sobre mi identidad.

Por fin, pregunta si no tengo nada para él. Respondo que no. Irritado, retrocede con la silla y mira hacia fuera del cubículo donde está. Parece buscar a alguien que no encuentra. Desiste. Me lanza una última mirada, sella dos veces con fuerza y ordena:

—Pasa.

En mi pasaporte queda grabada la fecha del veinte de junio de dos mil tres.

La lluvia hizo al área de las llegadas demasiado pequeña para tanta gente. Una multitud espera a la salida. Se empujan unos a otros para quedar al frente y ser vistos. El sudor comienza a correrme por la frente. En la tentativa de leer mi nombre en una de las hojas que se agitan al aire, aflojo la marcha. Un error, advierto. La autoridad uniformada ordena que continúe adelante.

En medio de la confusión, una mujer rompe la barrera humana y se cuelga en el separador de metal. Sin ceremonias, Romena Cambissa grita mi nombre. Le hago una seña. Romena atropella a quienes se encuentran entre nosotros. Llega a mí y me da un fuerte abrazo.

—Estaba que se me salía el corazón por la boca —se desahoga, incluso antes de decirme «hola».

La amiga de la tía Isaltina es una mujer de sus cincuenta y muchos años. El cinto dorado que le estrangula la cintura y divide el vestido verde en dos partes acentúa su cuerpo voluminoso y en forma de ampolleta. A pesar del peso y de los tacones altos, Romena se mueve con la delicadeza y la agilidad de una mariposa.

Los hombros rectos y anchos sostienen la autoridad que le permite exigir que la multitud abra camino para que pasemos. Obedecen sin chistar. Llegamos a la salida. A la señal de un dedo de Romena, se me acerca un muchacho. De inmediato, recibe la maleta. La pone en su cabeza y nos sigue.

Sin parar, la lluvia golpetea el suelo y los techos de los carros. Mi cabello queda ensopado y se enreda de inmediato. La peluca de hilos lisos y rubios de Romena parece ser impenetrable. Entramos apresuradas en su Range Rover. Romena extrae un billete de la cartera y despacha al cargador de equipajes.

Enciende el carro y, con un pañuelo, se limpia el rostro redondo. El agua le corre por la doble barbilla.

No necesito hablar. Romena habla por las dos. Ora protesta de la lluvia, ora del maquillaje corrido o del desorden del aeropuerto. Con la mano amplia y voluminosa, limpia el vidrio empañado. Los anillos que usa le estrangulan los dedos. El sonido de las uñas largas y pintadas de rosado oscuro tocando en el vidrio acompaña el tintinear de las pulseras de madera. El ritmo creado me apacigua los temores. Siento el cuerpo que se descontrae y los pies que pierden el hormigueo.

Perezosamente, salimos del estacionamiento del aeropuerto. La ciudad está anestesiada y en silencio. La lluvia ya se había adueñado de las carreteras y de los paseos. Cuando pasan, los carros producen pequeñas olas. Basura, recipientes, juguetes y hasta un quitasol de colores flotan en el agua fangosa. Debajo de los portales hay gente protegiendo lo que parecen ser artículos para la venta. En casas miserables, jóvenes y viejas usan baldes o recipientes para retirar el agua que les entra por el patio. En las calles es posible distinguir a las mujeres que no desisten y hacen frente a la intemperie, de las que ya ni el sufrimiento sienten. Las primeras llevan los zapatos en la mano, la cartera metida dentro de la blusa y la cabeza protegida por un saco de plástico; las otras andan como si no notaran las fuertes gotas de lluvia que se les prenden a la piel. Continúan todas con el destino que la vida les lanzó aquel día. Para ellas, sol y lluvia son la misma cosa. No veo hombres. Me pregunto si habrán huido de la lluvia.

—Esta ciudad, con lluvia, es un caos —explica Romena.

—¿Siempre llueve así?

—Aquí no ocurre nada a la mitad —ironiza con una carcajada. Y continúa—: Si es para que caiga agua del cielo, entonces lo que cae es un diluvio.

Como una carabela, avanzamos por la carretera.

Romena no avanza en línea recta.

—Estas calles son campos minados.

—¡Jesús! ¿En la ciudad hay minas? —pregunto asustada.

—Calma, hija. Son huecos en la carretera. Con las lluvias, se vuelven cráteres. ¿M’estás entendiendo?

—Perfectamente.

Considerando que el viaje demoraría más de lo previsto, Romena me presenta a la ciudad:

—Allí es Prenda. Cuidado con estos tipos —y señala hacia las camionetas de color azul y blanco estacionadas a la orilla de los paseos—. No saben conducir —advierte—. Sólo estorban.

—¿Son miniautobuses?

—Aquí se llaman candongueiros. Es un tipo de taxi colectivo. Nunca te subas a uno.

—¿Por qué?

—Son del pueblo —aclara Romena, diferenciándonos de él.

—¿Es peligroso?

—¡¡Lo-du-das!!

La lluvia va amainando, y el silencio es sustituido por la beatbox de Luanda. Son bocinazos en tono grave, sirenas, conversaciones, carcajadas y motores en sonidos agudos. Es la ciudad improvisando las rimas del día a día. «Aeropuerto, Aeropuerto», «Mutamba, Mutamba», «São Paulo, São Paulo» lanzan en estilo libre los mc de los candongueiros. La intensidad muda. Lo cotidiano es velozmente narrado en los decibeles de los kuduros que compiten entre sí. Se produce la metaforización del cuerpo urbano: abandona la somnolencia, vibra agresivamente y va hacia la lucha por la supervivencia.

Es como si una ofensiva de personas y carros surgiera por brechas en las paredes o fisuras en el suelo, para de inmediato propagarse por los paseos repletos de huecos y carreteras llenas de barro por la lluvia.

Con niños cargados a la espalda, llegan mujeres armadas de canastas rellenas con el colorido de frutas, legumbres y latas de bebidas. Extienden el paño en el suelo, improvisan el puesto de ventas y venden lo que tienen con la esperanza de conquistar el día. A lo largo de la carretera, hileras de hombres comienzan a pegarse a la fila de carros. Venden la parafernalia que se puede encontrar en una tienda de chinos. La cadencia de su marcha militar está marcada por la lentitud del tránsito.

—¿Tu puerta tiene seguro? —indaga Romena.

—Ahora sí —aseguro, después de verificar que la puerta de mi lado está bien cerrada.

—¡Mira, socia! Estos tipos son una plaga. No abras mucho la ventanilla.

Asustada, evito mirarlos. No quiero llamar la atención.

En la carretera, los todoterrenos, con sus ruedas altas y estructura maciza, contrastan con las chatarras que allí circulan. El derecho de paso proviene del orden de las castas sociales o de la insistencia de los empujones para romper el régimen de circulación vial.

Es entonces que casi chocamos. Con el susto, me encojo y protejo la cara con un brazo. Romena no logra evitarlo y dice, bromeando:

—¡Calma! Aquí nadie se toca. Es tipo baile, ¿no lo estás viendo?

—Pero asusta —me justifico.

—Te vas a acostumbrar.

Romena no se intimida y no deja de hacer maniobras peligrosas.

Me contengo observando alrededor. Los edificios son antiguos y con semblante caído. Suspendidas en sus ventanas, hay precarias cajas de aire acondicionado y antenas parabólicas. Sus portones y balcones enrejados me parecen imposibles de traspasar. Se vive dentro de casa, con miedo de lo que existe del lado de fuera.

Veo a dos niños sólo con calzones revolviendo una poza de agua donde flota basura, la maldición de la ciudad.

Observando mi expresión desfigurada por la agonía y la tristeza, Romena se solidariza:

—Duele, ¿¡eh!? ¿Y qué le vamos a hacer? Ver muchas veces lo mismo acostumbra al ojo y cierra el corazón.

—Un horror.

—Tienes que aligerar el sentimiento —me alerta.

—¿Cómo?

—No mirar. No pensar en eso. Si vas por esos caminos aquí en Luanda, te vas a deprimir.

—Fingir que no veo.

—Eso. No eres tú la que va a resolver el problema de ellos.

—Podríamos intentarlo —sugiero.

Desistiendo de intentar convencerme, Romena trata de animarme cambiando de asunto:

—¿Conoces la historia de nuestra reina Ginga? —me pregunta.

Mi silencio le da la respuesta.

—Sólo las Marías de tu Portugal —ironiza Romena después de una risotada.

—Fue lo que estudié en la escuela —trato de justificarme tontamente.

—Vamos a pasar por la Baixa para que veas la linda bahía de Luanda.

Hasta la bahía de Luanda son varios los limosneros que se acercan con la mano estirada. La mayoría son jóvenes mutilados. Romena los ignora, es como si no estuvieran allí. Yo hago lo mismo y continúo mirando hacia adelante, sintiéndome incapaz de cualquier reacción.

En la Baixa de Luanda, como en el resto de la ciudad, son varios los edificios con las paredes por remendar. Romena aclara que muchos de los huecos fueron hechos por los tiros de las balas del noventa y dos.

—La pasamos mal. ¡Mucho miedo! —recuerda Romena, sacudiendo la mano y aprovechando para encender un cigarro.

Romena está en lo cierto. En medio del caos, la Marginal de la bahía de Luanda es la vitrina de la ciudad. Entramos en una calle por detrás de la Marginal. Romena señala hacia un edificio alto de ocho pisos, indicando que es allí donde vive. Añade que, del otro lado del paseo, está el edificio de las Naciones Unidas.

—¿Cuál es el nombre de la calle?

—Direita.

EL TODOTERRENO DE ROMENA todavía no estacionó y ya la vendedora, que lleva la vasija llena de pescado a la cabeza, agita el paso de chanclas en nuestra dirección. En la espalda, y prendido por un paño con cornucopias coloridas, va un niño. La mujer se abre paso por la calzada agujereada y llena de pozas de agua con la ligereza de quien no está cargada con responsabilidades.

Salimos del carro, y Romena dispara sin grandes miramientos:

—Domingas, ¿otro hijo más? —regaña con aire de reprobación, señalando hacia la t-shirt blanca del World Food Programme que la vendedora trae puesta.

—Sí, doña Romena —confirma Domingas con aire avergonzado.

—¿Más hijos? ‘stá fácil la vida de zungueira. —Toninho quiere.

—¿Ya trabaja?

—Todavía.

Romena sacude la cabeza y murmura palabras que no logro entender.

El niño que Domingas tiene a la espalda no se mueve. Es como si se hubiera roto el cuello y estuviera muerto con los ojos abiertos.

Oigo que abren el maletero del todoterreno. Un hombre ya anciano, con pelo blanco y barba rala, saca del todoterreno mi maleta y me pregunta:

—Mamá, ¿tiene más cosas que subir?

—No sé —respondo.

Romena deja de hablar con Domingas y se acerca al hombre.

—Es todo, señor Timóteo. Ya vamos a subir.

Romena dirige el trayecto. Sigo con Domingas y con el señor Timóteo.

A la puerta de la entrada del edificio están dos zungueiras más.

Cada una con su cesta de su «pan nuestro de cada día».

Es un edificio deteriorado, que aparenta nunca haber recibido mantenimiento. Las paredes tienen una capa de suciedad arraigada, pero el suelo acababan de limpiarlo. Siento el fuerte olor a creolina.

Vamos en dirección a las escaleras. Advierto que donde probablemente estaría el elevador hay una puerta de metal cerrada con candado.

Ya subimos más de diez descansos de escaleras. La construcción del edificio permite que el aire entre y circule con facilidad por su interior, con lo que se rompe la densidad morfológica del cuerpo arquitectónico debilitado. Cada piso se divide en un pasillo para la derecha y otro para la izquierda, enrejados en la misma entrada. Portones, rejas, puertas, candados limitan el acceso a los apartamentos. Son espacios vueltos impenetrables, que contrastan con las galerías que existen entre los pisos del edificio, donde los niños juegan libremente.

Las áreas individuales y exteriores de los apartamentos, al contrario de los espacios comunes del edificio, están pintadas, limpias y organizadas. Una reja, plantas o sillas dividen los espacios comunes de los privados.

El señor Timóteo se detiene. Está cansado. Le ofrezco ayuda. La rechaza.

Domingas nos pasa y continúa la subida con Romena. Se mueve con tranquilidad y seguridad. Tiene la osamenta y los músculos perfectamente alineados. Es como si una línea vertical la elevara y a todo lo que sostiene. No existen tensiones ni rigidez. La cabeza va derecha, sin estar demasiado baja o alta. Domingas sube las escaleras con porte de reina. No deja que el peso de la vida le deforme la dignidad con escoliosis o cifosis. Cuando planta cada pie, lo hace para que el suelo conozca su fuerza. Domingas no le debe nada a nadie. Dios y el Diablo se lo deben todo. Tienen que desviarse de ella.

EL SEÑOR TIMÓTEO Y YO RECUPERAMOS EL ALIENTO. Llegamos al piso de Romena. El señor Timóteo pone en el suelo la maleta. De la frente le corre el sudor pesado de la maleta transportada. Yo pongo en el suelo la vergüenza de mis quejas.

En la puerta de casa, Romena escoge con cuidado el pescado de la palangana. Deja para pagar mañana. No tiene la cantidad exacta y Domingas no tiene cambio. La propina de Timóteo también queda para después.

Entramos en casa. Romena me pide que la espere en la sala y me dice:

—Haz de cuenta que estás en tu casa. Aquí no tienes que andar con ceremonias.

«Haz de cuenta que estás en tu casa» es una formalidad de la buena educación que intenta poner cómoda a la persona invitada. Es bienintencionada, pero es falsa. O, por lo menos, supone que los hábitos en nuestra casa son los mismos de quien nos recibe. Por norma no es lo mismo. No hacer de cuenta que estamos en nuestra casa es medio camino andado para garantizar una buena convivencia cuando se es visita. Fue la abuela Elisa quien me lo enseñó.

El espacio está fresco, en silencio y perfectamente ordenado. El interior del apartamento contrasta con la degradación y el abandono del edificio, de la calle y de la ciudad. El design de los muebles le imprime una apariencia europea. El aposento es estridente por la exageración de la decoración plateada. «De gustos no se discute», me redimo de mi pensamiento, pero sin conseguir detener la crítica decorativa. El sofá de madera maciza y piel castaña desentona del resto. Me pregunto cuántos hombres habrán sido necesarios para transportar aquel monstruo hasta allí.

La mesa del desayuno está servida. Encima de un mantel blanco con pequeñas flores rojas, un frasco con té, otro con café, azúcar, pan, mantequilla, queso, fiambre y un pastel casero. Todo lo que me apetece es una papilla Nestum de miel. Si estuviera en mi casa, es lo que comería. Bastaba con ir a la despensa, y allá estarían por lo menos dos cajas. Una abierta y otra cerrada. La abuela Elisa tiene siempre como mínimo dos unidades de cada producto, sea el que sea. «Trauma de la guerra», la disculpa la tía Isaltina. Otro efecto de la guerra es guardar lo innecesario. Raramente algo va a la basura. Aparatos inutilizados, ropas viejas, mobiliario, revistas, papeles, cordones, frascos y tantas otras cosas son guardados porque, quizás, «pueden llegar a ser necesarias». Va todo para un antiguo establo transformado en almacén. Me parece que en la casa de Romena no se guarda nada.

Romena Cambissa aparece en la sala acompañada de dos mujeres negras. Las presenta como Josefa y Mariela. Son madre e hija. Ambas bajas y esqueléticas. El aire abatido se les acentúa por los párpados superiores caídos. Con dificultad, intento verles los ojos. Allá los veo. Son negros con esclerótica amarillenta. Se me antoja que ambas puedan desmayarse en cualquier momento.

Cada cual usa una bata gris. Prendido a la bata y alrededor de la cintura, un delantal blanco. El traje es una copia modesta de los uniformes de las empleadas domésticas de las familias chics de las telenovelas brasileñas. Ambas están descalzas. Tienen los pequeños pies gruesos y anchos. La textura de la piel es dura. Tal vez se haya convertido en caparazón para protegerlos. Tienen el pelo encrespado, corto y desaliñado. Sólo los cabellos blancos las diferencian. Josefa cocina y Mariela limpia. La historia de la madre Josefa es ya la vida de la hija Mariela

Traducción del portugués de Rodolfo Alpízar.

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