Entre cajas / Natalia Zito

Tengo que bajar las latas de pintura del cuartito de cachivaches, sacar fotos para vender la bordeadora, el gazebo de cuando hicimos la fiesta de su empresa con cincuenta desconocidos, y la bicicleta vieja que me regaló mi excuñada. Tengo que desinstalar todos los artefactos de luz, descolgar el tender, bajar las cortinas, meter los zapatos en cajas, poner mi ropa en valijas, vaciar el placard de Jonathan, tirar o regalar las mamaderas que escondí cuando no sabía cómo hacer con esa historia, la misma época en la que me parecía lindo que el nombre de mi hijo fuera casi un recuerdo de su familia. Hacer una caja con tuppers, embalar las copas de vino, empaquetar los jarrones de la entrada, sacar el espejo de mi dormitorio, tirar la mesita de luz de él, comer toda la comida del freezer, tirar revistas y diarios que guardo hace cinco años, quedarme con los que quiero, con algunas noticias me quiero quedar. Cuando veo todo junto, me da ganas de prenderlo fuego.
     Esta casa era la promesa de una vida que no engordara. Tengo un kilo de más por cada año de matrimonio. Doce kilos que parecen catorce o dieciocho. Siete años acá, luego de cinco en el departamento. Me pesa el tiempo que me va a costar sacármelos de encima. Íbamos a salir a correr, nadar tres veces por semana antes de ir a trabajar, comer más verdura. Íbamos a tener una vida equilibrada con la armonía de saber cómo iban a ser los próximos veinticinco o treinta años. Saber cómo va a ser el futuro engorda.
Estoy con las botas marrones de taco chino. La gente que embala cosas para mudarse no usa tacos, pero el taco chino es un taco recatado. En un rato viene la Kumi. Me va a mirar las botas. Le voy a decir que son cómodas. Viene a ayudarme. Tengo que pensar qué le voy a pedir que haga. Pedir no es fácil. Me da culpa o vergüenza, o ambas. Mientras tanto sigo como si no estuviera esperando su visita.
     El desayunador tiene tres cajones. Yo lo diseñé así: el cajón de las galletitas, el de él y el mío. Una vida con galletitas es una vida feliz. Quedan mi cajón y las galletitas. En el de él, sus cosas ya no están, pero el cajón tiene su ausencia y ahora es la figura masculina de la casa. Compré una pinza, un destornillador común mediano, uno chiquito para las tapas de los juguetes que llevan pilas, un Phillips, una pico de loro que era de él y la escondí, una cinta métrica y un tubo de 40w que se olvidó o dejó como donación. Todo es mío en ese cajón de él. Voy a seguir comiendo galletitas hasta último momento. Decido empezar a vaciar mi cajón. Busco una bolsa para tirar la mayoría de las cosas que si no me mudara serían imprescindibles. Tiro una batería vieja de celular, un pedazo de goma, un llavero del Vaticano que me trajo mi mamá del viaje en el que volvieron con un compañero en una urna, cuando dijeron que una muerte tan cerca los había hecho recapacitar, que se iban a separar y luego no lo hicieron. Dudo con un folio con recortes de revistas, son recetas que iba a cocinar alguna vez. Me pregunto si alguna vez todavía existe. Las dejo a un costado, saco una cajita de bombones que está llena de monedas. Él no usaba monedas. Me las daba a mí. Yo nunca llegaba a usar todas. Quiero que vengan mis amigas pero no sé qué cosas podrían hacer por mí. Mi vieja no pedía, te hacía notar que estaba harta, entonces sentías que deberías haberte dado cuenta antes, de que ella necesitaba ayuda. Cuando sucedía ya era tarde para remediar su cansancio y tu culpa. Ibas a crecer con culpa porque los buenos hijos están en otro lado o son tus hermanos.
     A él no le gustaba el desayunador, lo usaba para deshacerse de lo que tuviera en la mano apenas llegaba a casa. Para desayunar se sentaba en la mesa del comedor, del otro lado de los cajones. La cocina estaba integrada. La cocina sí. Él se sentaba a la mesa del comedor y para llevarle galletitas, su queso untable y la taza, había que dar toda la vuelta. Las tazas tenían que tener la boca ancha, lo suficiente como para que las galletitas de agua entraran untadas con queso y se sumergieran en el café. Era necesario que se hundieran completamente, si no tenía que escuchar el argumento, demostración incluida, acerca de la ineficacia de la taza. El desayuno lo preparaba yo. Él nunca. Nunca es una sola vez en doce años.
     Tal vez sea un recuerdo embustero, tal vez esté mejorando los hechos en mi cabeza. Llevábamos seis meses de novios, nos habíamos ido diez días a Villa Carlos Paz. Abrí los ojos y me topé con rosas blancas en una especie de desayunador que tenía la cabaña. Seis rosas, una por cada mes. Es probable que le haya dado un beso con los ojos humedecidos. Calculo que estaría el café preparado o tal vez acepté hacerlo como lo mínimo que podía hacer. Cuando llegamos a vivir en esta casa, la división de roles era irreversible. Los matrimonios que fracasan, o los que deberían fracasar pero no lo hacen, son una división de roles estricta. Él se sacaba los zapatos en el living y los dejaba tirados debajo de la mesita. Al día siguiente me gritaba desde el dormitorio porque no los encontraba. Para evitarlo, más noches de las que quiero recordar, subía sus zapatos antes de acostarme. Se los dejaba listos al lado de la cama. Usaba los mismos durante meses, los llamaba zapatos zapatilla. Eran de ésos de cuero marrón o negro, a veces gamuza, que no son ni una cosa ni la otra. Para mí eran zapatillas. Él los usaba con los pantalones de vestir. Decía que le quedaban cómodos. Luego, se compraba unos nuevos y no se ocupaba de deshacerse de los anteriores. Yo era la encargada de los residuos.
     Si no llegaba a ducharme, vestirme, maquillarme, darle la leche a Jonathan, cambiarlo, armar el bolso de él y el mío, él no tenía problema, no se enojaba si tenía que irse sin desayunar. Yo no puedo comenzar el día si no tomo un café con leche. Él lo sabía.
     En el fondo del cajón encuentro folletos de rotiserías a las que ya no voy a pedir y un batidor para taza que está sucio. Lo tiro junto con todos los cafés que le preparé con leche batida y chocolate espolvoreado. Encuentro una caja de preservativos. Son de ahora. Antes no los necesitaba, no cogíamos en la cocina. No sé qué hacer con unos tornillos y pedazos de tergopor que termino poniendo en el cajón de él. Saco unos cassettes chiquitos. Son videos de la luna de miel. Allá cogimos poco, casi nada, pero no quise que eso fuera un motivo para replantearme mi matrimonio.
     Suena el timbre. La Kumi entra con unos borceguíes azules. No es la primera vez que se los miro. Es un azul eléctrico al que no le importa nada, un azul que camina entre las llamas, que se quema pero igual sigue. No dice nada de mis botas. Vine a ayudarte, me dice y mira alrededor como quien mide la distancia para tirar una granada. Saco una bolsa de galletitas dulces, quedan las que Joni no come. A él le gustan las de chocolate. Yo como y comparto el resto. Pongo la pava para preparar café. La Kumi insiste en que no quiere nada, que se va a poner a trabajar, que no me doy cuenta de que quedan pocos días para tener el camión de la mudanza en la puerta. Ve la caja de preservativos sobre la mesada, se ríe y me dice que tenga cuidado de no guardarlos en el cajón de las galletitas. Se me viene una imagen con uno de los tipos que traje a casa. La Kumi lo apodó el cardionero. Es cardiólogo pero en la cama es un camionero. En la imagen estoy sentada sobre la mesada de la cocina, con el pantalón desabrochado y la cara del cardionero entre las tetas, gimiendo y tomando nota al mismo tiempo que con él, con mi ex, no habíamos cogido nunca en esa cocina, ni en la del departamento, ni casi en ningún lugar que no fuera una cama. Excepto por aquella vez en la pileta de un hotel, pero ésa casi no cuenta. Ahí, con la cara del cardionero entre las tetas, me propuse coger en todos los lugares de la casa. A la Kumi todavía le dura la sonrisa por los preservativos, se la lleva arriba junto con la granada. No pide permiso. Sube. Permiso piden los inseguros, piensa ella. Si no quieren que pase que me frenen, dice a veces. Yo sigo sin pedirle nada. Termino de prepararme un café y siento culpa. Muchas veces que no sé qué hacer tomo café. La escucho caminar desde mi dormitorio hacia el de Joni, pero se detiene en el del medio. Este dormitorio es un quilombo, me grita. Me como una galletita de las feas, las que tienen mermelada dura. El dormitorio para el segundo hijo que no tuvimos fue útil para guardar lo que ya no íbamos a usar, pero que tampoco podíamos tirar. Ahora hay unas treinta o cuarenta cajas de zapatos arrumbadas en un rincón. Ninguna tiene la tapa puesta. Es un volcán de huesos. Antes de eso, eran cuatro pilas de cajas vacías. Nunca tiro las cajas de los zapatos. Las cajas vacías son puro deseo. Hace dos días vino uno de mis hermanos a ayudarme con la mudanza. Estuvo un rato caminando por la casa, igual que está haciendo la Kumi ahora, hasta que en un momento empecé a escuchar ruido y la voz de mi hermano que repetía Tomá, tomá, ahí tenés. Se dedicó a patear las cajas durante un rato. Le gusta destruir cuando puede, cuando está legitimado, cuando es ridículo decirle que es un violento, cuando podría responder que esas cajas no sirven, que es absurda la necesidad de orden cuando no guardan nada, cuando me miraría decidido a asesinar cualquier metáfora. Hasta hace poco no me resultaba absurdo ordenar la nada.
     Tengo en la cabeza la imagen de cómo tiene que quedar el trabajo: pilas de ocho cajas, cada una con su etiqueta, atadas con un hilo para cargarlas todas juntas. Los zapatos rojos de taco aguja ya tienen etiqueta, los del casamiento también. Las puse en la mudanza anterior y en estos siete años sólo abrí la de los rojos para ver los tacos. Eran tan altos como los recordaba. Los traje de la casa de mis viejos. Me casé con zapatos blancos de taco medio, ni altos ni bajos. Medio. Un taco que no dice nada, que no molesta ni realza, un taco tibio que disimula su presencia. Él se puso un traje color mostaza, de saco largo, chaleco con incrustaciones de strass. Zapatos haciendo juego. Mi vestido era blanco, con los tacos tibios debajo y medias con portaligas. En la noche de bodas había que coger. Eso decían sus amigos. Hay que cumplir, decían. Coger sin ganas no me parecía nada del otro mundo siendo que me estaba casando. Los portaligas me los saqué sola porque a él le costaba.
     Pienso que la Kumi podría ayudarme a embalar los zapatos. Es posible que ella sepa mejor que yo cuáles son los que ya no me calzan. No me animo a pedirle. Pienso que podría darle asco. Los pies son la parte más fea del cuerpo. Amoratados dentro de un envoltorio de cuero o tela, o librados a la mugre del suelo en las sandalias, siempre cercanos al mal olor. Me dan asco las sandalias. Muchas veces miro los pies de mujeres que las usan apenas la temperatura sube tres grados por encima de la media de otoño. A las tres de la tarde ya tienen los talones sucios y resecos. Los costados de los dedos blanquecinos, llenos de piel muerta. Si tienen las uñas pintadas se les pega la mugre en el esmalte. De lejos parecen lindos, pero si miras de cerca, son repugnantes. Cuando trabajaba en el banco, viajaba todos los días en subte y clasificaba a la gente por sus zapatos. En los surcos del calzado está el modo de apoyar los pies en el suelo, los pasos con culpa o las ganas de patear. Hay quienes lo intuyen y descartan los pares antes de que éstos puedan decir algo sobre ellos. Gente de zapatos sin grietas que creen que su mamá nunca engañó a su papá. En aquellos años en subte tenía mi estadística de colores. El marrón y el negro eran mayoría. Casi nadie usa colores en los pies.
     Te voy a embalar los zapatos, me grita la Kumi desde arriba. La imagino dominando el suelo con sus borceguíes azules. No espera que le responda. Imagino que le va a llevar mucho tiempo y no sé si subir y detenerla o esperar. Me quedo haciendo un inventario en la cabeza. Las botas verde oliva de taco bajo, las que siempre me saco apenas me las pongo, las negras que nunca elijo, los zapatos de casamiento, las guillerminas bordó de cuando recién nos fuimos a vivir juntos, las sandalias de taco chino altísimo que me compré cuando pensaba que tal vez me iba a separar, las botas grises de gamuza que compré la primera vez que salí luego de perder a mi primer bebé, el que hubiera sido el hermano mayor de Joni, las zapatillas rosas que me regaló él, las de correr que compré cuando todavía tenía a Jonathan en la panza, para bajar los treinta kilos que había acumulado junto con el miedo y el matrimonio que ya no funcionaba. Para qué tenés tantos zapatos, me grita la Kumi desde arriba. No sabía que eran tantos, pienso. Me siento culpable por no subir a ayudarla. Ahora voy, le digo. No puedo poner todo eso en cajas. En qué momento te ponías estos zapatitos rosas, me pregunta riéndose. Y éstos con hebillita, estas botas verdes no te las vi nunca, tenés zapatillas rojas, nunca me dijiste. Me sonrío pero creo que no le digo nada y vuelvo al cajón del desayunador. Los pies de colores son pies de gente que tiene cosas para decir. Mientras me meto otra galletita de las feas en la boca, me miro las botas marrones. Cuando las compré venía de una época de taco bajo y zapatillas. Me miré en el espejo, vi la hebilla dorada a mitad de la pierna y pensé que tal vez iba a tener una vida mejor. Ahora, el cuero ha perdido un poco de color y necesitarían pomada en la punta.
La Kumi sigue haciendo ruido con las cajas y con las cosas que dice y con su risa que me gustaría que fuera mía.

 

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