Ochos / Yair Magrino

Algunos meses después de que murió tío Beto tuvimos que internar a Gretel en un geriátrico de la avenida Directorio. De su casa sólo recuerdo una botella de Hesperidina, una peluca y un masajeador. El resto, sus muebles, su cama, los objetos que formaron parte de su cotidianidad, están cubiertos por el barro espeso de los años. No queda nada. Ni siquiera tengo presente el día en que Gretel abandonó su departamento de Independencia y Maza. Según el Mago y mamá, yo formé parte de la comitiva de familiares que colaboró con la mudanza. Pienso, ahora, en la tristeza de Gretel, una tristeza que tendría demasiadas aristas o variables para entenderla cabalmente. Imagino que para ella, emancipada de joven del yugo matrimonial —que obligaba a la mayoría de sus amigas a dedicarse a la limpieza de la casa y la crianza de los hijos—, no poder valerse por sus propios medios, encerrarse en un caserón en el que su única función útil sería la de no morir, debe de haber sido pesado. Sin acceso a la cocina, ni a tender su cama, Gretel tuvo que limitar sus funciones a respirar, tragar, de manera religiosa, las pastillas para la presión y aceptar las nebulizaciones con ventolín que le ofrecían cada mañana. Porque era al levantarse cuando la humedad y el frío de la noche se le hacían presentes en los pulmones. Un amigo me contó, años más tarde, que el asma tenía, en la mayoría de los casos, un componente psicológico. Según él, diferentes situaciones podían desencadenar esos episodios asmáticos. Esa vez, recuerdo haber pensado que el frío, para Gretel, no venía de la noche ni de las sombras, sino del lado vacío de su cama. Para salir del geriátrico, alguna vez me contó Gretel, debía pedir autorizaciones al Mago, mi viejo, porque Beto, su hijo, había muerto y el resto de los familiares, después de cargarle dos o tres cajas a un camión que nadie supo bien adónde fue, decidieron olvidarla. Me parecía extraño, de todas maneras, que el Mago negara de modo sistemático la firma necesaria para que mi tía abuela pudiese volver, por una horas, a las confiterías donde había pasado gran parte de sus tardes desde su viudez. Pienso que juzgaría suficiente con el pago de la cuota del geriátrico, el cobro de su jubilación y las visitas quincenales, como para tener que sumarse un potencial cargo de conciencia si a Gretel llegara a ocurrirle algo en la calle.
     Y Gretel no salió más. A veces me acuerdo de ella y le doy vueltas a un mismo pensamiento, sin llegar, claro, a ningún lugar: cuál habrá sido su último recuerdo de la calle; qué podría querer grabar a fuego en su mente de sospechar que aquel domingo, del que no tengo memoria, daría sus últimos pasos sobre la avenida Independencia.
Cada quince días el Mago nos obligaba a visitarla. A mi hermana y a mí nos resultaba deprimente. Y más deprimente nos parecía la alegría exagerada de Gretel al vernos. Nos esperaba pintada y con el mismo vestido de flores marrones, ancho, lo suficientemente suelto como para preservar su creciente obesidad. Usaba un perfume espeso que me hacía pensar en París, un París antiguo, en blanco y negro, en el que la torre Eiffel estuviese aún en construcción. Me acuerdo que, al reírse, el maquillaje cedía y dejaba ver las grietas de sus arrugas. Era, pensaba, la obscenidad de la vejez.
     Me acuerdo del primer año que estuvo internada mejor que otros. Quizás porque durante ese período yo me mostraba más dispuesto a escuchar y ella a conversar. Gretel tenía una batería de anécdotas que repetía e hilvanaba entre las constantes quejas sobre la comida o sus compañeras de cuarto. Me hablaba siempre de San Juan y Boedo, de un local que había estado en una de las esquinas, al que solía ir a bailar el tango con su marido, mi tío abuelo Justo. Me contaba del olor a tabaco negro que se le impregnaba en los dedos, de Leopoldo Federico, de Troilo o Goyeneche. Ella decía haberlos visto a todos. Hubo una noche en la que Troilo la había cabeceado para bailarse unos tangos. A veces cambiaba y el que daba el cabezazo era Angelito Vargas o el Polaco. Gretel juraba que su respuesta había sido una sonrisa —siempre intentaba imitar esa mueca del pasado— y en voz baja, bien pegada al oído de Troilo (o Vargas o el Polaco), había aclarado que los ochos los tiraba con aquel morocho, y decía que lo había señalado a Justo, que fumaba, nervioso tal vez, esperándola, sentado en una de las mesas de adelante. Para mí, decía Gretel, el paraíso era pegarle la oreja al corazón de Justo, sentirle la camisa transpirada y oír el modo en el que el corazón daba respingos. La anécdota casi siempre terminaba con Gretel revolviendo una cajita que guardaba bajo la cama para mostrarme una foto de Justo. No lo conociste, me decía, pero se hubiesen llevado bien. Todos los muertos de mi familia, me decían siempre, se hubiesen llevado bien conmigo. Nunca pude distinguir si esa frase que me soltaban casi todos mis parientes se debía, sobre todo, a una buena predisposición interpersonal mía, o si ellos intuían en mí un final trágico que me habría de reunir pronto con todos esos muertos.
     Gretel me contaba también de la noche que Justo hizo saltar la banca del casino de Mar del Plata. Según el Mago, esa noche nunca existió. La leyenda familiar dice que murió de un paro cardíaco antes de que la bola cayera sobre su número favorito, el diecinueve. Las pocas veces que intenté buscar alguna confirmación de la historia con el primo Félix, él se encargaba de sembrar una nueva hipótesis, que Justo había muerto en un piringundín cerca del puerto. Pero Gretel, reafirmando su mentira, contaba que Justo apareció de madrugada, borracho, un poco más que de costumbre, y antes de que ella pudiese plantarse de frente a pedir explicaciones, él empezó a sacar fajos de guita de los bolsillos. Los tiraba para arriba, decía Gretel, como si fuese papel picado que no vale nada. Los billetes caían. Parecía una escena de otoño, decía, cuando el viento sopla y arranca las hojas viejas, y antes de caer se toman su tiempo, como si no les importara morir definitivamente. Antes de revolver su cajita de madera, me preguntaba cómo pensaba yo que ella pagaba el geriátrico. En ese momento, la historia siempre se diluía, porque yo había oído muchas veces las peleas entre el Mago y mamá sobre el pago de la cuota del geriátrico.
     Con el tiempo, esas dos historias, la de Troilo y la del casino, fueron las únicas que Gretel podía o quería contar. De lo que nunca se olvidó era de darme dos o tres billetes arrugados para que le llevara cigarrillos de contrabando. No había una norma que especificara que los internos no podían fumar, pero, de la misma manera que Gretel creía en los millones ganados por Justo en el Casino, se aferraba a la idea de esa prohibición. Yo los entraba escondidos en el elástico de mi pantalón, y no era hasta el momento en que ella cerraba con llave la puerta de la habitación que se los entregaba. Yo los dejaba sobre la cama. Ella abría un paquete y los olía. En aquel gesto, Gretel parecía querer evocar a Justo, aunque los cigarrillos fueran rubios. Tal vez lo importante haya sido, para ella, el acto, el rito que volvía a traer del pasado los olores de su marido muerto. Después los ponía bajo la almohada. A veces, para aumentar su fantasía, yo le chistaba Araca la cana, fingiendo que un enfermero estuviese cerca, sólo para verla desquiciarse. Se sentaba sobre la almohada y me pedía que no dijera nada. Un par de veces, uno de los enfermeros vino a preguntarme qué era lo que hacíamos dentro de la habitación. Supongo que habrá sospechado alguna variación extraña y perversa del complejo de Edipo, porque Gretel, al parecer, sufría descompensaciones por la noche. No la delaté. Pero tampoco volví a chistarle Araca la cana.
Debería haber visto ese episodio que se produjo una tarde como una señal. En cambio, adopté las formas que Gretel me pedía de manera alternativa y sin continuidad. Habían pasado algunos fines de semana en los que, por motivos futbolísticos, no fui al geriátrico a visitarla junto al Mago. Tal vez Independiente jugara un partido clave en el mismo horario. Gretel estaba junto a un ventanal que daba a un patio chiquito, con seis o siete macetas desparramadas sin ningún orden estético, con sus plantas en su mayoría secas o podridas. Ella miraba hacia fuera, en pose romántica, como si estuviesen cayendo sobre Buenos Aires esas tormentas de invierno que duran días, y en el cielo hay una sola nube gris que lo cubre todo. Pero ocurrió una tarde soleada. En la entrada ya me había reprochado varias veces la decisión de estar allí. Gretel no me preguntó por los cigarrillos. Estaba enojada. Estará enojada, pensé, o triste por haber sido relegada por Independiente. Me senté frente a ella. Gretel me esquivaba la mirada. Estuvimos sentados en silencio toda la tarde, imaginando, quizás, esa lluvia que no caía o un lugar mejor para estar. Cuando terminé de hojear la revista Sólo Fútbol que el Mago me compraba a modo de soborno, le hablé de Troilo. Inventé una historia en la que se juntaba con Fiorentino en un bar de París y se armaba una batalla campal porque los dos argentinos se llevaban las mejores minas.

Fiorentino hacía rato venía tomando vino mariani.Troilo quería tocar. Sacaba el bandoneón, ensayaba unas notas y volvía a guardarlo. En la mesa de al lado, un francés cincuentón le prometía a una mina mil domingos perfectos. Fiorentino hizo la cuenta: a cincuenta y dos domingos por año, este tipo va a necesitar veinte para cumplirle la promesa. Troilo, parece, se la vio venir. Sacó el bandoneón y se tocó unos acordes de «La última curda». Gretel zumbó la canción. Era un sonido que venía de la garganta. Fiore, que ya venía entonado por el mariani, le dijo en voz alta que era un mentiroso. No le creas nada, otaria, que en veinte años ni para los fideos con tuco va a quererte. La mina se rió, parece, y el francés, que no entendía castellano, pero si las mímicas de la provocación, se dio vuelta y le pidió que no fuera insolente. Gretel suspiró. Fiorentino cantó, mirándola a los ojos, y la mina, que había dejado ya de interesarse por esos domingos perfectos, sabiendo, quizás, que sería una de esas mentiras que se dicen para coger, más prolija y mejor elaborada estéticamente, eso habrá que reconocer, espiaba por sobre el hombro del francés y fantaseaba con el sudamericano. Si ya sé, dijo Gretel, Troilo se tocó «Romance de barrio» y la franchuta se le acercó a Fiorentino, lo cabeceó ella, descarada, y se pusieron a bailar frente a todo el bar. Le pregunté si ya conocía la historia. Me dijo que sí, pero que la terminara de todos modos. Gretel no sólo se creía mis mentiras, sino que las anticipaba, las mejoraba y el truco me explotaba en la cara: era yo el que terminaba convencido del vino mariani, de París y Pichuco y Fiorentino. Ahí nomás, unas bataclanas de la mesa de al lado se le sentaron en la mesa a Troilo a mirarle los dedos. Comentaban entre ellas, al oído, como para no interrumpir y se reían. Putas, dijo Gretel y volvió a concentrarse en el ventanal. El francés se fue para el fondo, juntó un par de amigotes, o quizás ni tanto, pero, parece, eran varios y estaban dolidos en su orgullo nacionalista. Se les fueron al humo. Antes de que pudieran dar comienzo al ritual de insultos y empujones que precede a los trompazos, Fiorentino sacó un cuchillo. Después volaron sillas y vasos, y dicen, el bandoneón de Troilo. Y los argentinos se llevaron a las minas. Parece que esa misma noche, al volver al hotel, Pichuco se anotó los primeros versos de «Te llaman malevo».

Gretel se quedó en silencio. Anocheció de golpe y sentí que ya no tenía más nada que hacer. Me despedí y encaré hacia la puerta. Se puede saber, gritó, dónde te habías metido. Estuve toda la noche preocupada, dijo, sin poder dormir, preocupada porque te hubiese pasado algo. Se paró de la silla en la que había estado, me enteré después, los últimos tres días, y caminó hasta donde estaba parado yo, con una lentitud tan espantosa que dio pena. En pocas semanas parecía haber envejecido años enteros. O tal vez, no sé, tuviese las piernas entumecidas de tanto estar sentada. Me repitió la pregunta, ahora más serena. Amagó con llorar. Me pegó la cara al pecho y me dijo bien bajito, de manera que sólo yo pudiese oírla, que ahora tenía que hacer volar los billetes. Hacelos volar, dijo, como si fuese papel picado que no vale nada. Que caigan del cielo, dijo, que haya un otoño acá adentro, como cuando sopla viento que arranca las hojas viejas y antes de caer se toman su tiempo, como si no les importara morir definitivamente. Incómodo, con Gretel apretada contra mi cuerpo, rasgué la revista Sólo Fútbol en pedazos más o menos rectangulares. Los tiré para arriba. Mirá, le dije, son para vos. Para nosotros, me corrigió.
     Cuando volvía en el auto con el Mago traté de contarle. Me resultó inútil. El Mago estaba enojado porque había roto la Sólo Fútbol y había una foto de Alfaro Moreno que, aparentemente, mi viejo quería conservar. En esas oportunidades, el Mago parecía un chico. Coleccionaba prolijamente todas las notas que salieran de Independiente y las archivaba en carpetas divididas por año. No hubo forma de explicarle la ficción que Gretel había querido interpretar. De todas maneras, accedió a que no la visitara el domingo posterior.
Supimos que se había fracturado la tibia, algunas semanas después, por el llamado de uno de los enfermeros del geriátrico. En el hospital la enyesaron y la mandaron de vuelta. Volví a visitarla. Estaba aún más vieja que la última vez. Si accedí fue por pena. Aun así, me había preparado unos recortes de diario rectangulares. Cuando llegamos, el Mago se fue a una de las habitaciones internas del geriátrico que quedaba en el cuerpo paralelo del edificio, vedado para los internos. Gretel tenía los ojos clavados, como las veces anteriores, en ese patio interno pobremente decorado por macetas y plantas en proceso de descomposición. Me senté delante de ella. Le pregunté por la pierna y cómo había sido la caída. Fue, me dijo, por bailar tango. Y me contó que había estado en el boliche de San Juan y Boedo y que D’Arienzo la había cabeceado para bailar. No habrá sido Troilo, le pregunté. Mirá si no voy a saber quién me saca a bailar, dijo, pero ahí nomás, le sonreí y le dije que yo bailaba con vos. Me atoré con saliva y tosí. Gretel me dijo que tal vez debería dejar de fumar. El Mago apareció y yo aproveché para ir al baño. Siempre iba al de la habitación de Gretel. Al salir, en un acto natural y poco culposo, metí los brazos bajo la cama para sacar su caja de recuerdos. Tenía seis o siete fotos, algunos cigarrillos sueltos y envoltorios de bombones que quién sabe de dónde habrá conseguido. Tal vez tuviese, después de todo, algún pretendiente dentro del geriátrico. Se me dio por pensar que podría confundir a alguno de los internos con Justo, como hacía conmigo, y revivir durante cinco o diez minutos, o los que durase su delirio, el amor que sentía por su marido muerto. Pensé en el pretendiente. La soledad a veces nos pone en lugares muy incómodos y podemos llegar a aceptar hasta lo intolerable. Así debía de sentirse el pretendiente, demasiado solo como para aceptar que lo llamasen por otro nombre y le pegasen la oreja al pecho, para sentirle el corazón y la camisa transpirada. Miré las fotos. Había una en la que aparecían el Mago, Gretel, Justo y mi tío Beto. Era en las estatuas de los lobos marinos de Mar del Plata. Sobre uno de los bordes había una mancha de café reciente. Me guardé un cigarrillo en el bolsillo de atrás del pantalón y volví a la sala. Me quedé parado, a cierta distancia, escondido detrás de una columna, viendo cómo Gretel hablaba con el Mago. Estuve un rato así, comprobando de manera violenta el paso del tiempo. Unos segundos antes, en una cartulina amarillenta, el Mago era un nene y Gretel una señora elegante. Uno de los enfermeros sintonizó una radio de tango. Se oía en todo el salón. El horario de visita se terminaba y todos los familiares empezaron a despedirse. Me acerqué hasta donde estaba Gretel. Ella me miró. Yo pensé que iba a preguntarme dónde había estado y que habríamos de comenzar la rutina de los billetes voladores. Tanteé en los bolsillos el montón de papel. Estaba dispuesto a tirarlos al aire. Gretel se paró como si el yeso no existiera, ni su tibia estuviese fracturada. Me dijo, de nuevo al oído, bajito como para que yo sólo escuchara, que aquél, señalando al Mago, era D’Arienzo y la había estado tratando de convencer para que bailaran juntos. La música de la radio subió de volumen, o quizás la percepción selectiva funcione de esa manera. «La última curda» sonó como si estuviese una orquesta tocándola en el salón. Gretel me pegó la cara al pecho. Dijo algo de mi corazón. Respingos, pensé. Quedate tranquilo, dijo, ya le aclaré que los ochos los tiro con vos y nadie más. El Mago miraba la escena y no podía entender qué era lo que estaba ocurriendo. Gretel se alejó, volvió a pedirme que me quedara tranquilo y que por favor, por favor, con los ojos llorosos, no le pegara. Me agarró un brazo y bailamos, como pudimos, los últimos compases del tango. Con dificultad y lentitud, dibujamos un ocho con los pies. Cuando la canción terminó, volvió a sentarse en la silla de ruedas, con la vista fija en el ventanal que daba al patio. El Mago y yo la saludamos, pero Gretel no contestó. Creo que al Mago, en el trayecto que hicimos desde el salón hasta el auto, se le cayeron un par de lágrimas que intentó disimular con el puño del pulóver.
     Gretel apareció muerta en su cama dos días después. Cuando pasamos por el geriátrico a buscar sus pertenencias nos dieron un juego de sábanas, una frazada y la caja. Faltaban las fotos. Había dos cigarrillos arrugados y un papel doblado sobre sí mismo varias veces, firmado o sellado con un beso en rouge. Pedía, según pudimos descifrar en esa letra manuscrita, ser enterrada en un nicho común o entre Justo y Beto. Pensé que una familia entera acababa de desaparecer. No había nadie más con ese apellido. En realidad, la guía telefónica estaba llena de gente con ese apellido, era más bien la desaparición de un linaje, de un conjunto genético. Algún día, tal vez nos ocurriese a nosotros, los Saporitti. Pero mi hermana o yo, algún día, quizás, tuviésemos hijos y retrasaríamos ese final. Y además estaba Félix, que, mal que nos pesara, compartíamos algunos cromosomas. El Mago anduvo averiguando en el Cementerio de Chacarita para ver la posibilidad de recuperar las urnas o reubicar los restos de Justo y Beto. Demandaría, según el empleado, muchos trámites, al tiempo que el ataúd de Gretel quedaría en una cámara común a la espera de la resolución final. Propuse que realizáramos un acto simbólico: arrojar entre la tierra que habría de cubrir para siempre a Gretel —cada vez que digo para siempre no puedo evitar asustarme— objetos que alguna vez pertenecieron a su esposo y a su hijo. Yo me había quedado con algunos libros y algunos casetes de Beto. Dije que podría ir a buscarlos a mi casa. El Mago se fue para San Telmo, aparentemente él, como Gretel, también tenía una caja de madera en la que amontonaba objetos de su pasado o que, al menos, pretendía rememorar cada vez que la revisaba. Volvimos a encontrarnos en la capilla del cementerio un par de horas después. Yo había llevado un libro que se llamaba Una cierta ternura, de Larry McMurtry, y un casete de Charles Aznavour. El Mago había recolectado un carnet de socio de River de Justo, cosa rara porque todos sabíamos que era fanático de San Lorenzo. Al inspeccionarlo, el carnet no correspondía a Justo, pero sí la foto. Trajo también una ficha de casino de Mar del Plata. Pensé que los actos simbólicos, tanto como el amor, eran cuestión de convencimiento. Elegimos el rito y lo deformamos como se nos dio la gana. Podríamos haber tirado una cáscara de sandía y un pedazo de madera y sentir que el ritual era correcto, y no volver, nunca, nunca más —también me dan miedo los nunca más—, a sentir culpa alguna. Acarreamos el cajón de Gretel hasta el agujero de tierra que ya había sido cavado. Pensé que el vocablo inglés undertaker era no sólo más acertado, sino más gráfico que funebrero: el que te lleva para abajo. Nuestro Caronte postmoderno, que no necesitaba la paga de un óbolo, sino, más bien, el sueldo depositado en una cuenta bancaria a fin de mes. Bajamos el ataúd y mientras íbamos cubriéndolo de tierra, dejé caer, lento, en un acto lo suficientemente solemne como la situación requería, el casete de Aznavour y la novela de McMurtry. El Mago tiró el carnet. Los abrazos empezaron, y entre esos cuerpos que se apretaban breves segundos para soltarse hasta el próximo velorio, pude oír palabras de manual que ofrecían condolencias, lágrimas y el comienzo de un olvido. Yo me quedé algo apartado, con las manos en los bolsillos. Cuando la procesión comenzó a alejarse, saqué los recortes de papel rectangular y los hice volar por el aire. El viento hizo que la mayoría flotara a través del cementerio, pasando por arriba de las cabezas de los pocos familiares de Gretel que habían ido a despedirla.
     El Mago y mamá nos pusieron en un taxi a mi hermana y a mí y nos mandaron de vuelta para nuestra casa. Tuve una idea que traté de conversarla con mi hermana, pero a ella la muerte la angustiaba demasiado. No lloraba, pero era evidente que estaba haciéndose de la idea de que alguna vez ella pasaría por lo mismo y se preguntaría quiénes habrían de tapar su cajón con tierra. Pensé en ese detalle que había pasado por alto. Gretel, en aquel delirio con D’Arienzo, me había pedido que no le pegara. Ahí culminaba la historia. No era la romántica decisión de tirar ochos sólo con Justo, rechazando a todos los campeones de San Juan y Boedo. Pero qué se podía hacer ahora, más que lidiar con su inexistencia. Intenté justificarla, diciéndome, mientras veía pasar el tren en la barrera de Jorge Newbery, que su eternidad había sido una cuestión de elecciones. Gretel quiso creer que el paraíso sería una repetición de instantes felices, como los de ese otoño lleno de billetes flotando por el aire, o un tango con la cabeza apretada contra el pecho de Justo. Eligió morir, tal vez, del mismo modo en el que había vivido: con los ojos cerrados. Sí, dije y la cola del tren dio paso a los autos, vivir o morir con los ojos cerrados.

 

 

Comparte este texto: