Ensayo sobre la ropa heredada o carta para una hermana mayor

Cindy Hatch

Zapopan, Jalisco, 1997. Autora de «Citerón: crónica del grito de la liebre». (Cultura Jalisco, 2022).

Iba a cumplir seis años; mi hermana, veintisiete. Es enero. Yadira llega a mi casa y me pregunta si quiero una fiesta de cumpleaños. Le digo que sí. En los siguientes días su misión será encontrar la piñata y los dulces, los ingredientes para hacer hamburguesas mini, preparará los juegos y comprará premios para los ganadores. Yadira tiene el cabello color zanahoria en una melena arriba del hombro recta y muy lacia. Mis papás graban la fiesta en un vhs que, años después, convertirán en un cd que mi padre verá cada vez que me eche de menos. En él aparezco vestida con una camiseta naranja que tiene un signo de límite de velocidad muy western, un pantalón de mezclilla con efecto acid wash y un peinado de colitas que parecen antenas, muy a la Gwen Stefani. Bailo sin preocuparme por cómo me veo.

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Yadira solía llegar a casa con bolsas que dejaba sobre la mesa. Te traje ropa, elige. Y yo me quedaba con lo que me gustara o lo que sabía que sí me iba a poner. Así mi hermana me enseñó el derecho a elegir y me gustó más eso que la obediencia que mis amiguitas practicaban. No tenían opción, sus papás las vestían.

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Hace algunos meses mi madre comenzó a trabajar haciendo la limpieza en la casa de una mujer. Un día me llamó para contarme que habían hecho «limpieza de clóset». Todos los zapatos son de tu número, Cindy, y la ropa también es de tu talla. Imagino que nuestros cuerpos pueden tener las mismas dimensiones y que algo cambiará en mí, pues ya no estoy usando la ropa de mi hermana. Abro la bolsa y viajo en el tiempo.

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Si moda en sentido estricto significa promedio, el cliché de encontrarte a alguien con el mismo vestido que tú en una fiesta no significa nada más que una declaración: ¡Somos iguales!, pero, ¿lo somos?

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Es difícil construir una identidad y saber quién eres cuando hay un antecedente de ti. Me explico: mi madre tuvo un marido antes de mi padre y en ese matrimonio concibió a Yadira y a Jhonatan. Nunca entendí el cuestionamiento de mis compañeritos en la primaria: ¿no son tus medios hermanos? Para mí siempre fueron hermanos enteros. Pero durante mucho tiempo tuve la sensación de estar viviendo una vida que ya había ocurrido antes. Mi mamá no ayudaba mucho porque cada vez que se dirigía a mí nombraba primero a mi hermana.

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En varias ocasiones vi a Yadira hacer algo que hago hoy: sacar varias prendas del clóset y mezclarlas hasta encontrar el atuendo perfecto. Emocionarse frente al espejo cuando lo lograba. A diferencia de mí, ella sí planchaba la ropa y la extendía sobre la cama como si fueran las prendas recortadas de una muñequita de papel. Me emocionaba lo mismo verla hacer esto en su casa que cuando ella iba a la mía. Su presencia era sinónimo de renunciar por una tarde al papel de la hermana mayor, ganar un poco de soltura.

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Solía pensar que no poner atención al atuendo con el que una se presenta a una reunión, cita o incluso para ir a la tienda, significaba «no me importa mi forma de estar aquí», pues vestirse es considerar qué ocurrirá durante el día y cómo deseamos presentarnos ante los demás o qué impresión queremos causar. Nada más insultante que llegar vestido de gris para conocer a alguien. Eso significaría «no me importa pasar desapercibido». Después leí el ensayo de Susan Sontag para Vogue: «Arreglarse, para las mujeres, nunca puede ser sólo un placer. También es un deber. Es su trabajo». Y cambié de opinión. O no.

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En la bolsa hay faldas y vestidos de flores, de piel; faldas de lycra; vestidos de tejido de punto, holgados, entallados, de lápiz, corte de sirena; blusas con listones, de encaje, estampadas, de manga corta y larga; camisetas deportivas e incluso un par de pantalones. Sin embargo, aunque tenemos las mismas dimensiones, siento que esta ropa no es para mí. Demasiado entallada, levanta pompis, escotes profundos. Mi cuerpo no es así, no tiene forma de maniquí para llenar estas prendas. No quiero ser malagradecida, entonces repaso mentalmente mi clóset y pienso que mezclando cosas mías con las de esta mujer, podría lucir bien. Le pido a mamá que le diga gracias a la señora. Guardo la bolsa en el clóset y no la vuelvo a abrir.

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Las prendas de mi hermana solían conservar su olor por meses. Huelo a ella. Quizás era su perfume. Quizás eran mis sentidos negándose a renunciar al pacto que ocurría al protegerme del frío con un suéter que antes había arropado a mi hermana.

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Hoy estoy aquí, pintándome el cabello color zanahoria. Tengo veintiséis años, casi la edad de Yadira cuando organizó para mí aquella fiesta. Canto. Sigo preguntándome quién soy. Por hoy, soy esta mujer que dobla y cuelga por fin la ropa que había abandonado en la misma bolsa en que llegó. El tinte naranja reposa en mi pelo y, sin querer, tengo un peinado muy a la Gwen Stefani noventera. Sigo bailando sin preocuparme por cómo me veo, aunque sobre mi cama no tenga más atuendos para vestir muñecas de papel.

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