(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Uno de sus libros más recientes es
De la inminente catástrofe. Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia (uanl, 2021).
El colofón de La Divina Mímesis[1] publicado por Einaudi anota que el libro terminó de imprimirse el 22 de noviembre de 1975, veinte días después del asesinato del polémico escritor y director de cine en las playas de Ostia. Tengo la fortuna de contar con un ejemplar de la primera edición, obra cuyo título alude a la Commedia de Dante y a Mimesis, de Erich Auerbach. En sentido estricto, es el último libro que Pier Paolo Pasolini ordenó y revisó a mediados de aquel 1975, año en el cual, tal vez como nunca, su exposición pública alcanzó niveles preocupantes en cuanto a denostaciones feroces y amenazas físicas contra su persona. La piel gruesa del director de Teorema podía resistir esa escalada de linchamientos mediáticos provenientes de los demócratas cristianos y del Vaticano, pero también de cierta izquierda bien pensante, combativa desde el confort de la torre de marfil y cándida respecto de ciertos tópicos de «avanzada» que aprobaba con vanidosa superioridad moral. Con el estreno de Saló o Los 120 días de Sodoma, ese mismo 1975, Pasolini, partiendo de sus lecturas del Marqués de Sade y Roland Barthes, trae al presente italiano una historia de violencia brutal ubicada en la llamada República de Saló, el último canto del cisne fascista de la Italia de Mussolini.
Los artículos periodísticos publicados entre 1973 y 1975, reunidos póstumamente bajo el título Escritos corsarios (1975, 1981), alumbran en detalle las preocupaciones, las luchas y las polémicas del poeta de Las cenizas de Gramsci, pero también sus encrucijadas y paradojas. Los leo y releo en mi viejo ejemplar editado por Planeta en 1982. Rebobino la película de aquella época. El caldo de cultivo que se preparaba entonces, deduzco, traerá entre otras consecuencias el secuestro y asesinato de Aldo Moro en 1978 a cargo de las Brigadas Rojas. En ese tenor, algunos títulos de sus colaboraciones periódicas describen el estatus político, social y cultural de la Italia de aquel periodo, por ejemplo, estas dos entregas, del 19 y el 25 de enero de 1975, respectivamente: «El coito, el aborto, la falsa tolerancia del poder, el conformismo de los progresistas» y «La ignorancia vaticana como paradigma de la ignorancia de la burguesía italiana». La lucidez y el sarcasmo pasoliniano funcionan como guadañas en sincronía podando a un mismo tiempo prejuicios morales, intereses creados, coincidencias y acuerdos sospechosos entre grupos históricamente antagonistas… En aquel mar picado de ideas y pasiones irreconciliables, Pier Paolo Pasolini retoma un proyecto de escritura que venía meditando al menos desde finales de la década de los cincuenta. Cabe señalar, por otra parte, que especialmente su territorio lírico lo trabajó como una suerte de Pangea en continua reconfiguración, un work in progress que se actualizaba de tiempo en tiempo.[2] La prehistoria de La Divina Mímesis está anunciada y descrita en la sección viii, «Proyecto de obras futuras», del libro Poesía en forma de rosa (1964), poema compuesto a finales de 1963 y escrito en tercetos —en claro guiño dantesco— donde el autor confiesa tentativas escriturales íntimamente ligadas a sus avatares existenciales: «la “divina mímesis”, obra si las hubo, / por hacer y, para mi congoja, tan verde, // tan verde del verde de antes, del de mi juventud, / del mundejo amarillento de mi alma…».[3]
En las estrofas siguientes apuntará Pasolini que su libro por venir será una singular manera de reescribir la obra maestra de Dante Alighieri a partir de las coordenadas de su tiempo y de la vida de sus contemporáneos, refiriendo en detalle el estilo de su abordaje así como la geografía dolorosa de dos zonas del Infierno. Como el florentino, también el poeta boloñés, nacido el 5 de marzo de 1922, se topará con colegas en el reino del eterno dolor: Alberto Moravia, Guido Pivone y Tomasso Landolfi. Una década después el plan tuvo cambios, replanteamientos y adecuaciones. La estructura de La Divina Mímesis finalmente quedará en un Prefacio, los cantos I y II, apuntes para los cantos III, IV y VII, tres notas adicionales, una iconografía amarillenta (para un «Poema fotográfico») y un breve agregado extravagante. La estética del fragmento, del esbozo y de la indefinición genérica, aportan formalmente el vehículo adecuado para que su autor pondere en la práctica la mixtura verbal de su libro —bajo el magisterio de Ezra Pound, pero también, sobre todo, de Erich Auerbach—, ejercicio de experimentación que se ramifica en la historia italiana del presente y en la biografía del poeta. Es una pieza literaria inclasificable, diario de las vigilias de un soñador, diatriba y pastiche contra el statu quo de la política y la literatura, álbum fotográfico de la genealogía vivencial e intelectual de su autor, parodia y homenaje al clásico de clásicos de las letras italianas del trecento.
En el prefacio fechado en 1975, Pasolini marca la condición de «documento» de su libro, el cual es entregado a la imprenta «para producir malestar entre mis “enemigos”: en efecto, les ofrezco una razón más para despreciarme; les ofrezco una razón más para ir al Infierno».[4] Los materiales del libro están fechados entre 1963 y 1965. El álbum fotográfico no tiene fecha, mientras que el breve alegato —un extracto de un comentario de Pasolini a Leterratura italiana Otto-Novecento, de Gianfranco Contini— está datado en 1974. Los cantos y los apuntes están escritos en prosa, en primera persona, bajo la pauta de un monólogo interior que se desdobla en diálogos aparentes: «En torno a mis cuarenta años, me di cuenta de que me encontraba en un momento muy oscuro de la vida. Hiciera lo que hiciera, en la “Selva” de la realidad de 1963, año al que había llegado absurdamente poco preparado para esa exclusión de la vida de los otros que es la repetición de la propia, había un cierto sentido de oscuridad».[5] El relato nos ubica en la víspera de un amanecer en la Ciudad Imperial de abril o mayo, cuando se encaminan «los Seiscientos de las familias burguesas de Roma hacia las primera meriendas en los prados».[6] Proseguirá el día con sus tumultos y sus hipocresías hasta recalar en el foro del Cine Splendid, donde se celebra un congreso de trabajadores: «Oscuridad sobre oscuridad. Yo estaba allí, delante de los obreros, vestidos de fiesta, los padres de oscuro, los hijos con camisetas claras —de color rojo granado, de amarillo patito, de anaranjado dorado, que ese año estaban de moda—…».[7] Después de esa epifanía, como quien despierta de un sueño profundo, el personaje-Pasolini reconoce, entre dudas y desconcierto, su extravío en el mundo. Vendrá el encuentro con las tres fieras alegóricas a las que teme y en las que también reconoce debilidades y bajezas propias, sobre todo en la Loba, toda degradación e indolencia:
Sus rasgos estaban desfigurados por una mística delgadez, la boca afilada por los besos o las obras impuras, los pómulos y la mandíbula alejados el uno del otro: el pómulo alzado, contra el ojo; la mandíbula hacia abajo, sobre la piel reseca del cuello, y entre ellos una vacuidad oblonga, que hace que el mentón sobresalga, como apuntando: ridículo como toda máscara mortuoria.[8]
En el trance del miedo y la renuncia a regresar donde «no se exige más que callar», el poeta de Transhumanar y organizar divisa «una figura, amarillenta de silencio, en la que una vez más tenía que reconocerme».[9] ¿Quién será ese guía, maestro, modelo literario y padre que lo acompañará en el viaje? El Virgilio de la travesía será el mismo Pasolini, desdoblado en el poeta de los años cincuenta, con pocos años de instalado en Roma, con fama de lírico fruilano y novelista debutante que abordará la vida de la periferia romana, la de la clase proletaria y de los jóvenes migrantes. Baraja el protagonista que su sherpa de ultratumba pudo ser el mismo filósofo Antonio Gramsci, o Rimbaud, «mi coetáneo y castrador»; incluso, por qué no, hasta el mismísimo Charlot. Para continuar con la vuelta de tuerca a la obra canónica, el poeta joven anuncia al poeta maduro que no marcharán al Infierno: «Por tu bien, ahora me parece que lo mejor es llevarte a un lugar que no es otro lugar que el mundo. Además, tú y yo no iremos, porque el mundo termina con el mundo. En cuanto a las perspectivas de la Esperanza (por lo que se muere) y a los proyectos de Aquel que vendrá, yo soy prematuro para sus leyes. No estoy, pues, autorizado para conducirte a esos dos Reinos: uno, justamente, esperado; el otro, proyectado».[10] El fraseo de los tercetos de Dante se replica, aquí y allá, para proseguir la peregrinación y para «puentear» las descripciones y los diálogos. El florentino dice al final del canto I: «Allor si mosse, e io li tenni dietro», que en la traducción de Luis Martínez de Merlo dirá: «Se echó entonces a andar, y fui tras él». Por su parte, Pasolini anotará: «Indi si mosse, e io gli andai dietro», que Bentivegna traduce como «Luego se puso en marcha, y yo seguí sus pasos».
El canto II de La Divina Mímesis comienza con una alabanza al reino vegetal, árboles, flores y hierbas de todo el planeta en concordancia, aventuro, con ese terceto (versos 127-129) del canto II del Infierno de la Commedia, que en la traducción de José María Micó dice: «Cual florecillas que el nocturno hielo / inclina y cierra y, cuando el sol las roza, / se abren y se yerguen en sus tallos». Esas imágenes en movimiento describen el ánimo de Dante-personaje tras recibir de Virgilio los pormenores y las razones de su periplo por los reinos del más allá. El tópico floral reaparecerá al final del canto mientras los dos Pasolinis discuten sobre sí mismo, una autoexploración sin escrúpulos, biliar a ratos, pero también sutil y fraterna. En esa caminata silvestre aparecerá el tema de la lengua. El poeta maduro dirá: «Tú sabes lo que es la lengua culta, y sabes lo que es la lengua vulgar. ¿Cómo podrías usarlas? Ambas son ahora una única lengua: la lengua del odio».[11]El poeta joven, quien marcha adelante, les responderá mientras emprende la carrera como «un centro delantero» por la cuesta del pastizal: «En lugar de ensancharte, te dilatarás».[12] ¿Un enigma o una adivinanza leída en un callejón romano?
En los apuntes para los cantos III, IV y VII —el boloñés se salta el v y el vi, el de los pecadores carnales y el de los golosos en la Commedia— cambiará las claves y los contrapasos del Infierno dantesco. En el iii se encontrarán, a decir del guía, a «los que han elegido como propio ideal una condición por otro lado inevitable: el anonimato. La fatalidad, la gloria, la condena a ser “cualquiera”, o, si se prefiere (y veo que estás sufriendo salvajemente), de ser como todos».[13] En el IV, Pasolini replica la condición de Limbo del poema del florentino, pero se demora sobremanera en el cónclave de poetas para exponer las paradojas, los dilemas y las tentaciones de la poesía y de sus hacedores en la sociedad y en el sistema económico.
Por último, el canto vii es casa del dolor eterno de los conformistas: «En este lugar —agregó lacónicamente el Guía— la única pena es estar presente».[14] Me llama la atención que en «Para una Nota del editor», escrita en 1966 o 1967, Pasolini sume a su libro un vaticinio macabro sobre su muerte: «Un cuaderno de notas fue hallado incluso en el hueco de la guantera del auto; y, en fin, detalle macabro, pero también —si se nos permite— conmovedor, un papel cuadriculado (arrancado evidentemente de un block de hojas), con una docena de líneas muy inciertas, ha sido encontrado en el bolsillo de la chaqueta de su cadáver (él ha muerto, asesinado a bastonazos, en Palermo, el año pasado)».[15]
El penúltimo apartado, la iconografía amarillenta, está compuesto por veinticinco fotografías seleccionadas por el autor. El criterio de elección, según mi entender, lo definen las implicaciones vitales e intelectuales de Pasolini con cada una de las imágenes: retratos de militantes de izquierda, escritores tutelares en su formación, manifestaciones de jóvenes en las calles, paisajes urbanos, muchachos de los años cincuenta, colegas con los que sostuvo polémicas… La tumba de Gramsci en Testaccio, los retratos de Carlo Emilio Gada, Sandro Penna y Gianfranco Contini, refieren cuatro pilares sustantivos para entender su literatura, aunque, claro, se extraña la foto de Roberto Longhi, su maestro de Historia del Arte, pieza necesaria para completar su árbol genealógico. Tras mi recuento de intenciones y aventuras consumadas, identifico a La Divina Mímesis no como un testamento literario o cosa parecida; en este opúsculo, a ratos de lectura hostil y voluntariamente contradictoria, se radicalizan los presupuestos filológicos del primer Pasolini, el humus del multilingüismo, por ejemplo, al que incorpora elementos artísticos y documentales de otros ámbitos; una escritura experimental, a todas luces, que evade la asepsia de lo social y lo político —tan consustancial a otras vanguardias— para indagar el tiempo histórico a partir del lenguaje, libre de posicionamientos partidistas o ideológicos. Las relecturas y reescrituras dantescas de Pier Paolo Pasolini hacen de este volumen una recapitulación, pero también un nuevo punto de partida para leer su inacabada opera aperta.
[1] En español hay dos ediciones: la de Icaria (Barcelona, 1976), en traducción de Julia Adinolfi, y la bonarense de El Cuenco de Plata, de 2011, con prólogo y traducción de Diego Bentivegna.
[2] Precisamente, también en 1975, reedita en Einaudi su lírica en fruilano que inicialmente se había reunido en 1954 bajo el título La meglio gioventú. En un trabajo de reescritura, el volumen aparecerá bajo el rótulo de La nuova gioventú.
[3] Pier Paolo Pasolini, Poesía en forma de rosa, traducción de Juan Antonio Méndez Borra, Madrid, 1982, p. 209.
[4] Pier Paolo Pasolini, La Divina Mímesis, prólogo y traducción de Diego Bentivegna, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2011, p. 23.
[5] Ibid., p. 29. Como Dante, Pasolini será el personaje de su propio texto. Con el estreno de las cintas Mamma Roma (1962) e Il Vagelo secondo Matteo (1965), su obra literaria tendrá mayor visibilidad en los años sesenta. Es justo en este periodo en el que polemiza con el Grupo 63 —donde figuran el poeta vanguardista Edoardo Sanguineti y el entonces filólogo Umberto Eco— sobre la falsa hegemonía de un italiano puro. En la iconografía amarillenta de La Divina Mímesis aparece, con el número 19, una instantánea donde se mira a varios de los participantes del citado colectivo de escritores.
[6] Ibid., p. 30.
[7] Ibid., p. 31.
[8] Ibid., pp. 34-35.
[9] Ibid., p. 36.
[10] Ibid., p. 40. No me resisto a pensar esta posibilidad: en los planes futuros del director italiano contemplaba un abordaje cinematográfico de la Commedia, por supuesto, un abordaje personalísimo y transgresor. El antecedente de la llamada Trilogía de la vida, donde abordó tres clásicos de la literatura —El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches—, abona mucho a mi ilusión dantesca de ver el clásico en la pantalla grande. Sumando bonos a mi sueño, sospecho que La Divina Mímesis pudo ser el primer esbozo de un guion cinematográfico.
[11] Ibid., p. 46.
[12] Ibid., p. 46.
[13] Ibid., p. 51.
[14] Ibid., p. 68.
[15] Ibid., p. 79.