Polivalencia

Carlos Cordero

(León, Guanajuato, 1984). Profesor de historia y analista de política internacional. Coordinó el libro Tensiones y transiciones en las relaciones internacionales (ITESO, 2019).

Clasificar, etiquetar y ordenar son las tres actividades fundamentales para entender la realidad. Al inicio, con campos semánticos amplios y abstractos: colores, sabores, sonidos. Después, cuando el lenguaje entra en nuestra vida, las palabras empiezan a complicar la empresa y las categorías comienzan a complejizarse: tipos de colores —cálidos, vivos, pasteles, fluorescentes, primarios—, tipos de ropa —veraniega, solemne, formal, seductora—, tipos de profesiones —de negocios, humanidades, ingenierías. 

Las categorías, pues, se presentan como herramientas que nos ayudan a comprender mejor la realidad y a estructurar nuestras ideas. De ahí que, como buenas herramientas, éstas evolucionen, muten y se adapten a los tiempos y las circunstancias. Ahora bien, esos catálogos de categorías pocas veces son construidos por cada individuo. Generalmente recurrimos a las clasificaciones que otras personas han realizado en otros tiempos y que han pasado por la legitimación del uso común consensuado, en ocasiones legitimado por las instituciones, en otras comprobados por la propia experiencia. 

Las nomenclaturas que se crean para estos propósitos tienen como propósito principal establecer fronteras y límites a las ideas que reflejan la realidad. De esta manera, las palabras que asociamos a los tipos o géneros de la realidad son como piezas de un rompecabezas que se van alineando para construir conjuntos que nos ayudan a procesar mejor nuestra interacción con aquellos objetos, situaciones, seres con los que los asociamos.

El Diccionario de la Real Academia del idioma en el que escribo estas líneas considera el significado de 
la palabra género como: 

1. m. Conjunto de seres que tienen uno o varios caracteres comunes.

2. m. Clase o tipo a que pertenecen personas o cosas. 

3. m. Grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido éste desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico.

4. m. En el comercio, mercancía (‖ cosa mueble).

5. m. Tela o tejido. Géneros de algodón, de hilo, de seda.

6. m. En las artes, sobre todo en la literatura, cada una de las distintas categorías o clases en que se pueden ordenar las obras según rasgos comunes de forma y de contenido.

7. m. Biol. Taxón que agrupa a especies que comparten ciertos caracteres.

8. m. Gram. Categoría gramatical inherente en sustantivos y pronombres, codificada a través de la concordancia en otras clases de palabras y que en pronombres y sustantivos animados puede expresar sexo. El género de los nombres.

Caracteres comunes, pertenencia, diversidad de categorías, rasgos comunes, agrupaciones, códigos de concordancia, son algunos de los elementos que comparten las ocho diferentes acepciones que ha otorgado la academia —y el consenso histórico común— a esta palabra. De todos los sinónimos para el concepto de categoría, destaco el de género porque es el que —por su uso histórico contemporáneo— más reacciones emotivas despierta al odio. Lejos están los tiempos en que el sinónimo de categoría, «clase», movilizaba a las masas o encendía debates entre participantes de un diálogo. 

ii

La relación entre las palabras y la realidad es un fenómeno que también ha tenido su apogeo en los tiempos más recientes de la humanidad (y si digo recientes, no me refiero al ayer, sino al menos a los últimos cincuenta años, un tiempo reciente en comparación con la totalidad de la historia de la humanidad). Esta relación, intrínseca en el ejercicio de clasificar, etiquetar y ordenar, queda expresada de manera precisa en la primera página del libro Las palabras y las cosas, de Foucault: 

Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita «cierta enciclopedia china» donde está escrito que «los animales se dividen en 
a) pertenecientes 
al Emperador, 
b) embalsamados, 
c) amaestrados, 
d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, 
j) innumerables, 
k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas». En el asombro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.

Pero más allá de la idea central que presenta el filósofo francés, al leer este texto con la misma actitud crítica y reflexiva de Foucault salta a la mente la posibilidad de que un animal pudiera encajar en más de una de las categorías de Borges. Por ejemplo, una sirena que pertenece al emperador y que se agita como loca. O un perro suelto dibujado con el pincel finísimo de pelo de camello que acaba de romper el jarrón. Podemos torcer más la suposición: un lechón embalsamado que de lejos parece mosca. 

De esta manera, los límites de la categoría se superponen para crear supercategorías que intentan contener de manera precisa nuestra percepción de la realidad. Las categorías no se estiran, sino que se fusionan para ayudarnos a entender que los límites y las fronteras son herramientas que nos acercan al orden de la realidad. Pero no a un orden natural de ésta, sino a un orden creado a partir de nuestra propia limitación para poder contenerla. Establecer condiciones para encuadrar elementos de la realidad implica un ejercicio de observación y análisis que puede variar entre lo más abstracto y lo más concreto. Así encontramos categorías muy generales y otras más concretas. 

Sin embargo, existen ocasiones y excepciones en que la condición de lo que queremos clasificar nos mete en un apuro al momento de querer encajarlo en una categoría única. Un ejemplo de ello es la clasificación de libros que se hace en las bibliotecas del mundo. De acuerdo con la nomenclatura Dewey, utilizada por las grandes bibliotecas contemporáneas, los temas que abordan los libros se clasifican con un número acompañado de decimales, que ayudan al buscador a encontrar el libro que está buscando. Así, los números que van antes del 100 atienden a «generalidades»; del 100 al 200 son aquellos de orden filosófico y psicológico; en el 300, las ciencias sociales, y en el 700 las artes. 

Sin embargo, Una habitación propia, de Virginia Wolf, generalmente tiene el código 828, que corresponde al género de la literatura inglesa. Ahora bien, si analizamos el contenido del libro, podemos encontrar en él un tratado histórico sobre la herencia femenina en la literatura inglesa, un ensayo político sobre el rol de las mujeres en la sociedad y los limites que les han sido impuestos, o bien una novela que retrata la psicología de una mujer obstinada por entender la condición femenina. Claramente, el número 828 no es suficiente para clasificar esa obra. 

iii

En una época en que las obsesiones compulsivas están tan aceptadas, patologizadas y ordenadas —e incluso son admiradas—, no es de extrañar que las categorías rígidas y binarias se conviertan en un refugio para sostener nuestra comprensión de la realidad. Pero la realidad y el tiempo existen y avanzan pese a nuestra obsesión por construir categorías rígidas que apacigüen la ansiedad que nos da no tener el control de todo. Y en este frenesí, el concepto «género» ha quedado vinculado casi en su totalidad a la dimensión sexual de la sociedad. 

El género se ha convertido en un tsunami de categorías y clasificaciones que nacen cada día para intentar clasificar las identidades de las personas y así administrar ordenadamente las relaciones sociales. Masculino, femenino, homosexual, heterosexual, no binario, cisgénero, transgénero, bisexual, pansexual, asexual, se han convertido en moldes rígidos para clasificar a las personas, haciendo énfasis en las fronteras y las diferencias, eliminando y barriendo toda posibilidad de verdadera diversidad. Porque lo común es que la identidad de las personas atienda a más de una categoría, por la naturaleza plural y diversa de la condición humana. Las categorías género y orientación sexual se entrelazan creando combinaciones infinitas, a manera de un fractal sin fin que nos presenta un caos ordenado, una de las máximas contradicciones conceptuales que se puedan construir. 

De ahí la imposibilidad de construir categorías excluyentes al momento de describir, clasificar y ordenar nuestro entendimiento de la condición humana. La polivalencia o el multigénero se convierten en lo común, en ese elemento compartido de las identidades humanas; la excepción es la regla. Un individuo puede ser no binario, asexual y transgénero a la vez. Y esta combinación de categorías, más que un impedimento para entender la realidad, debería ser la llave para reconocer que la categoría y la clasificación dependen más del observador que del observado, y ahí la categoría se encuentra con las dependencias y los limites a los que el acto de observar está sujeto en todo momento.

iv 

En japonés existen diferentes maneras de enumerar objetos y situaciones en función de sus características. Algunas de las categorías más comunes son: objetos planos —como hojas de papel y camisas—, materiales impresos —como periódicos y revistas—, objetos pequeños redondos —como manzanas y naranjas—, niveles en una construcción, pescados y mariscos pequeños, noches, países, marcos, y así hasta llegar a una lista interminable de situaciones asociadas a una manera puntual de contabilizar. Una lista interminable, como interminable es la necesidad de crear categorías y etiquetas que nos ayuden a ordenar nuestro entendimiento de la realidad.

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