(Ciudad de México, 1963). Uno de sus libros más recientes es la novela Las cenizas y las cosas (Random House, 2017).
He pensado mucho en Antonio Alatorre últimamente. Cómo no evocarlo cuando llevamos varios años inmersos en guerras lingüísticas que nos dividen en bandos a favor y en contra del lenguaje inclusivo o incluyente y al respecto del uso de pronombres apropiados a la identidad de género. Varias veces hablé con Antonio acerca de la incesante aparición de neologismos engendrados en la red. Desde la última década del siglo xx me dediqué a ser una especie de cronista de la «nueva frontera digital». He tratado de tomarle el pulso a la adopción, la influencia y los usos de internet y otras tecnologías de información, comunicación y entretenimiento en la cultura popular. Por lo tanto, continuamente tenía dudas acerca del uso de términos imposibles de traducir o adaptar al español, y en muchas ocasiones consulté con el filólogo. Las buzzwords, o palabras de moda, que parecían multiplicarse semana con semana, y que siguen apareciendo, me parecían obstáculos que debía interpretar o explicar tratando de preservar su significado y, de ser posible, conservando su singularidad y su particular sonoridad. Esto no era nada fácil, y, si bien algunos términos pasaban al desuso tan pronto como habían surgido, otros se quedaban enquistados en el habla. Nos llenamos de palabras ajenas y crípticas a las que nos hemos ido acostumbrando, como streaming, blog, tag, webinar, o que nos hemos apropiado, como googlear, whatsappear, textear. Alatorre, con su inquebrantable paciencia, simplemente decía que tenían una función y había que acostumbrarse a ellas.
Si, por un lado, Antonio consideraba que las posiciones nacionalistas cursis de defensa de la lengua eran ociosas y ridículas, la proliferación de anglicismos y términos «feos» —como la palabra escanear, que es tan útil como intraducible— le parecía inevitable, los veía como herramientas necesarias para asir las nuevas tecnologías y una nueva realidad. Alatorre tenía la certeza de que «el español gozaba de buena salud» y sabía que quienes veían el futuro de la lengua como un desastre y una pérdida de identidad simplemente no entendían que el español había sobrevivido a siglos de influencias árabe, francesa, italiana y muchas más, y que estos contactos no habían hecho más que vitalizarlo.
Así como, en su momento, Alatorre criticaba a la «crítica neoacadémica» y a las «grandes modas teóricas que se asimilan con embeleso» —que él consideraba que hacían más mal que bien, ya que eran «un progreso contraproducente»—, me pregunto qué pensaría al ver y escuchar los esfuerzos, a veces un tanto malabarísticos y redundantes, por crear un lenguaje igualitario, socialmente justo y woke (otro término que ha llegado para complicar o nutrir el discurso social contemporáneo). Alatorre creía que en la literatura estaba la reserva y la defensa de la lengua viva; me atrevo a pensar que no tendría paciencia para panfletos ideológicos o desplantes histriónicos de corrientes académicas que tratan de transformar una realidad injusta con un newspeak doctrinario. Supongo que estaría de acuerdo con su colega Concepción Company en que el lenguaje incluyente no ayuda a evitar la discriminación de género, sino que tan sólo invisibiliza los problemas de fondo.
El experto en Sor Juana, aparte de ser un maestro formidable, fue un gran polemista que debatía con enorme inteligencia. Si bien podía ser cáustico en sus juicios o al desnudar pretensiones absurdas, ignorantes o irreflexivas, era generoso en su plática. A fin de cuentas, era un hombre de una libertad extraordinaria. Lamento nunca haber sido su alumno y haber llegado muy tarde a su obra, pero me precio de haber sido su amigo, en parte debido a nuestra relación familiar, ya que fue compañero y hacia el final de su vida marido de mi cuñado, Miguel Ventura.
Durante años, Alatorre enseñó la poética del Siglo de Oro en la unam, al tiempo en que escribía ensayos y artículos que según él mismo tenían poquísimos lectores; traducía del latín, del italiano, del inglés y del portugués, y escribió algunos libros que podrían llamarse de divulgación, pero que son mucho más que eso. El ejemplo más impresionante es esa revisión monumental de la historia del idioma que él amaba, Los 1,001 años de la lengua española (1979), un libro repleto de revelaciones al que uno puede volver una y otra vez, como una obra que parece inagotable, que se renueva con cada lectura y que esconde narraciones insólitas que esperan su justo momento para salirnos al paso e imponerse a nuestra visión de la historia y de esa herramienta prodigiosa que es la lengua. Habrá que esperar algunos años, quizá no mil y uno, o ni siquiera cien, para ver qué queda de las corrientes intelectuales que buscan cambiar la forma en que hablamos y nos definimos políticamente. Antonio hubiera disfrutado mucho ver los procesos y transiciones que ha tenido el idioma desde el 21 de octubre de 2010 en que nos dejó, y más aún ser testigo de la adaptación o el rechazo de modas e imposiciones en el habla que vendrán en las próximas décadas.