Dos veces Antonio Alatorre

Adolfo Castañón

(Ciudad de México, 1952). Local del mundo. Cuadernos del calígrafo es uno de sus últimos libros publicados (Universidad Veracruzana, 2018).

i. En persona

Antonio Alatorre no fue mi maestro.

Era el padre de una querida amiga, Silvia Alatorre Frenk, de cuyos primos Yolanda Iris Alatorre Guzmán y Enrique Alatorre, Argel, era yo muy amigo también. Mi primera imagen de Antonio es la de un hombre alto, delgado y elegante que dirigía el coro compuesto por su esposa Margit Frenk, su hermano Enrique, su cuñada y Kinos, el músico Joaquín Gutiérrez Heras. Cantaban música española antigua —«Tres moriscas me enamoran en Jaén» — en la casa de la calle de Espigones, en la colonia Las Águilas, donde vivían con sus hijos Claudio, Gerardo y Silvia.

Antonio dirigía el Grupo Alatorre, con canciones escogidas del Cancionero de Upsala, del Cancionero de Baena y de otros repertorios musicales de la Edad Media y del Renacimiento. Yo los escuchaba embelesado. Cantaban una música que rara vez se oía.

Antonio había nacido en 1922; yo, en 1952, treinta años después. Debo de haberlo conocido a principios de 1969, cuando él tenía cuarenta y siete años y yo diecisiete. Faltaba una década para que publicara Los 1,001 años de la lengua española. Ya había traducido Erasmo y España, de Marcel Bataillon, y La tradición clásica, de Gilbert Highet, libros que me estaban esperando en la biblioteca de mi padre y que leería algunos años después, precisamente en la traducción de Antonio. No fui su discípulo, pero estuve presente en su ceremonia de ingreso a El Colegio Nacional/ pues me sumé al grupo de mis amigos Enrique y Yolanda Iris, sus sobrinos. Supe algunos sucesos de la vida de Antonio  porque en la casa de su hermano se comentaban cosas que tenían que ver, por ejemplo, con la desinhibición que había empezado a tener a partir de su experiencia con el psicoanálisis, cosa que sería comentada años más tarde, por ejemplo, por Miguel Capistrán en «En memoria de Antonio Alatorre».[1]

Llegué a sentirme como de la familia. A mi simpatía por él se añadía la que tenía y tengo por Margit, para no hablar de mi amistad fraternal con Yolanda Iris, Silvia y Enrique, Argel.

A lo largo de los años, me fui encontrando con Antonio en distintos espacios: en la casa de Huberto Batis, donde me tocó ver y saludar uno de los primeros ejemplares de la primera edición de Los 1,001 años de la lengua española, editado para Bancomer por Beatriz Trueblood, con prólogo de Jorge Guillén; en el Fondo de Cultura Económica, cuando entregó la traducción de La reforma radical, de George H. Williams, en 1983; y antes, en la Facultad de Filosofía y Letras, al salir de una clase sobre Boscán y Garcilaso.

Un día recibí la invitación para participar en el número de la Nueva Revista de Filología Hispánica que se le dedicó. Ahí publiqué un ensayo titulado «Don Quijote y la máquina encantadora», que creo que no le disgustó. Antonio apareció también en las conversaciones con Juan José Arreola, José Luis Martínez y Octavio Paz. Cuando acababa de publicar Recuerdos de Coyoacán, me encontré a Antonio en la puerta del edificio del Fondo de Cultura Económica. Me detuvo para decirme que había leído el poema y que le había gustado. Sus palabras se quedaron en mis oídos varios días.

Cuando salieron los dos tomos de Sor Juana a través de los siglos, los reseñé para la Revista de la Universidad y festejé que los eruditos «Avatares barrocos del romance. (De Góngora a Sor Juana Inés de la Cruz)», que había publicado en 1977,[2] hubiesen desembocado en la oceánica historia que ahí se refiere, más allá de las discusiones en torno a si la historia de la métrica española está o no por escribirse, como asienta la cita de Emiliano Diez Echarri al inicio de ese estudio.

Antonio era un ser mágico, concienzudo, dueño de una red de saberes precisos relacionados con la transmisión del conocimiento en la Europa de la Edad Media, el Renacimiento y la Edad Barroca. Era además un escritor capaz de encarar el misterio de su propia condición humana y sexual en la novela La migraña, publicada póstumamente. Luego de que salió editado el programa dedicado a él de la serie Maestros detrás de las ideas, de tvunam, fui a visitarlo a su casa de la colonia Las Águilas. Subí a su estudio. Estaba leyendo un libro raro: Historiettes de Gédeon, de Tallemants des Réaux,[3] donde se refieren minucias y anécdotas de los cortesanos franceses del siglo xvii. Me dijo que esa lectura de algún modo tenía que ver con las cosas de Sor Juana… La casualidad quiso que, pocos días después, un librero de viejo me ofreciese los tomos de ese autor olvidado. Los compré. A veces tengo la ilusión de que la fortuna me ha deparado la posibilidad de leer algunos de los libros que en el curso de su vida leyó Antonio Alatorre.

ii. Entrevista

En 2008 entrevisté a Antonio Alatorre para la serie que hacía yo para tvunam con el título Maestros detrás de las ideas. Él accedió a hablar siempre y cuando la entrevista se centrara en el libro Sor Juana a través de los siglos (1668-1910),[4] que es una suma de saberes, así como un momento importante en la biografía crítica y filológica del traductor y filólogo, pero también de Sor Juana. Yo había publicado en ese año, en la Revista de la Universidad, una reseña del mismo libro.[5] Alatorre, además, había publicado el ensayo «Avatares barrocos del romance. (De Góngora a Sor Juana Inés de la Cruz)».[6] También, en colaboración con su discípula Martha Lilia Tenorio, Serafina y Sor Juana (con tres apéndices).[7]

Antes de hacer la entrevista ante la cámara, se hacía un ensayo general grabado. Lo que sigue es la transcripción revisada de las palabras del autor de Los 1,001 años de la lengua española (1979). Omito mis palabras para dejar sólo las suyas. Sobra decir que la puntuación con que está redactada la entrevista no es responsabilidad de Alatorre, sino de este redactor.

A mí siempre me ha interesado lo que se ha opinado de Sor Juana a través del tiempo. Un ejemplo inmediato: Marcelino Menéndez Pelayo fue, durante todo el siglo xx, la última palabra en cuestiones de crítica de literatura española. Y Menéndez Pelayo vivió todavía en la época del antigongorismo. Para él, Góngora era el corruptor de la lengua española, un heredero de un punto de vista llamado clasicista que venía de muy lejos.

Era el dogma, porque don Marcelino era la última palabra. Entonces, al condenar a Góngora, forzosamente tenía que condenar también el «Primero sueño», o sea que lo que había sido en tiempos de Sor Juana la gran señal de su finura de captación poética era cuán perfectamente había imitado en el «Primero Sueño» a Góngora. [Eso significaba que] si ella era la gran discípula, y si Góngora era así de malo, la discípula lo superó. Esta superación significa que era peor todavía, más infernal, más incomprensible. Ésta es la voz de don Marcelino y de todos los anteriores a él.

Veamos lo que dice Pimentel, el historiador de la literatura mexicana: él es un ejemplo de cerrazón increíble. Uno apenas lo puede creer…

Por otra parte, también en el siglo XIX, están los que no dicen nada porque ahí comenzó esta raza de los gongoristas, que arrancan de su ronco pecho las cosas, diciendo cualquier cosa, lo que se les antoja… Líbrenos Dios de estos sorjuanistas improvisados, porque son una lata.

A esto se añade otro libro, el de Francisco de la Maza, que apareció en 1980, en donde la idea es exactamente la de esta recopilación mía que comienza con los primeros elogios que hicieron de Sor Juana, en vida de ella, y termina con Menéndez Pelayo. Estaba yo estudiando a Sor Juana antes de que apareciera el libro de Francisco de la Maza; cuando apareció, vi que él, con todos sus méritos, en lo que sobre todo se metió era en la historia del arte. Como sorjuanista era un aficionado de realmente muy poca calidad. Y, además, le faltaban muchas cosas. Entonces, mi primera idea fue la de agregar, hacer una recopilación de los textos que se le pasaron a Francisco de la Maza, y que luego ubiqué. Yo creo que mis materiales son cuatro veces más abundantes.

Entonces seguí. Ahora, ya reunidos todos los textos, tiene uno que ver lo que fue la historia de la crítica de Sor Juana a través de los siglos.

Yo fui profesor de literatura y además me especializo en poesía de los Siglos de Oro, donde está Sor Juana. Ella me daba flojera por la retórica de que está rodeada: «Gloria de la literatura mexicana y de México». Siempre me molestaba mucho que envolvieran a Sor Juana en la bandera nacional. Es una doncella inmaculada, ajena a nacionalismos. Cuando estuve unos años en la Universidad de Princeton y me pedían un curso para estudiantes graduados, un curso monográfico, dije: Voy a aprovechar el tiempo para leer a Sor Juana. Quedé maravillado. Leyendo esos primeros testimonios, lo que ve uno es que, desde el primer instante, son cosas que no se pueden fingir… Sor Juana cae y es la gran sorpresa. Esos elogios ardientísimos del primer momento significan una enorme admiración a una jovencita que tenía diecinueve años cuando aparece el primer testimonio. Pero ya para entonces era celebrada por todos como una perla del Parnaso entre los poetas mexicanos. Cuando se publica el primer libro de versos de Sor Juana en España, sucede lo mismo. Es decir, todo mundo cae en admiración y arrobo.

La primera edición es reeditada inmediatamente y se sigue… o sea, sí es un fenómeno absolutamente bien documentado y se entiende por qué. Sor Juana agarra muy bien el espíritu de la época, digamos, lo contesta al gusto de sus contemporáneos de una manera muy personal. Además, es una mujer con mucho sentido del humor y gracia. Bueno, es una poeta hecha y derecha. En la primera parte de su obra ocupan mucho espacio las respuestas a la crítica que hizo al sermón del padre Vieyra… ¿Por qué tiene tanta importancia dentro de los grandes predicadores? Bossuet, por ejemplo. Porque tienen el don de la palabra, atraen cuando predican en la catedral o donde sea, el público va a oír la voz maravillosa de esos oradores. Y los españoles fueron especialmente sensibles a ese género. Las ediciones de los sermones completos del padre Vieyra fueron, primero, españolas, en traducción española antes que en lengua portuguesa; eso indica una gran fama. Hay en esos momentos dos grandes, dos gigantes, Sor Juana y el padre Vieyra en la oratoria —en la prosa, digamos—, y Góngora en la poesía. Entonces, Sor Juana está a la par de los dos. Goza de una gloria duplicada.

[Sus discusiones con el padre Vieyra son] un gesto de valor que a nosotros ahora nos parece absolutamente elemental, pero para la época no lo era, porque ella tiene que argumentar. El mismo derecho que tiene él de opinar, lo tengo yo —dijo seguramente Sor Juana—, no es él una eminencia y yo, por mujer, ¿estoy abajo? No es cierto, estamos iguales. Las almas ignoran el sexo, la inteligencia la repartió Dios por igual. Entonces sí, estamos al tú por tú. Y esto para los vieyristas fue una falta de respeto enorme.

El señor Luis Gonçálvez Piñeiro, después de treinta años de que se había publicado la crítica del sermón, sale con una defensa del padre Vieyra y una defensa de la dignidad de Portugal frente a la mexicana, un hecho tramado con una enorme minucia. Es un libro muy aburrido, pero que está ahí también, lo he reproducido casi íntegro, le he recortado algunas cosas, porque hay que verlo todo. De la misma manera, en el siglo xix he incluido todas las tonterías y todas las ñoñeces que se dijeron, porque también ésa es parte de la historia.

Yo conocí a Sor Juana en la escuela primaria, en mi pueblo, a los once años, y lo que se me quedó grabado en la cabeza es, primero, que se propuso estudiar, y cuando no aprendía se cortaba el pelo en castigo. Y la otra fue una reunión con los cuarenta sabios y que los derrotó a todos; y que se abstenía de comer queso por las cosas que había leído… que lo hacía a uno tonto, entonces lo evitaba. Hay que ver cómo se enseñó a leer a los tres años, en fin, todos esos detalles. Están bien contados, tanto por su primer biógrafo como por la propia Sor Juana. Pero, a pesar de estar ahí tan bien contados, hay que ver la cantidad de invenciones que hacen sobre esos primeros tiempos. Es muy divertido, porque se ve que están hablando de memoria, se olvidan ya de las fuentes, y así la leyenda va ramificándose, proliferando por todas partes.

El siglo xix mexicano es algo muy lastimoso. Yo diría que para las ideas de la época, Altamirano y Ramírez hablan claro. Es lo que se impone. Los que hablan mal de Sor Juana, sobre todo ese José Luis Cuevas, es un monumento de cursilería y de jarabe de pico, entonces se dirigen sobre todo contra él. Para leer a Sor Juana hace falta una introducción, cosa que faltaba por completo, y por eso Altamirano dice: «Mire, señor, a Sor Juana mejor déjela aparte y dedíquese a la poesía moderna». Y yo diría que tenía razón. Y Altamirano dijo: «Comparar a Sor Juana con los poetas grandes de la Antigüedad que mantienen su prestigio, es dejarla en ridículo».

Hay que ver esa agudeza de los dos frente a la retórica, la de la crítica de los conservadores, sobre todo de Pimentel y de José Luis Cuevas. Hay también los que están a medio camino: Francisco Sosa, José María Vigil. De todas maneras, la parte del siglo xix es muy movida y yo diría que todo el libro, todas las mil cuatrocientas páginas son interesantes y creo que valen la pena, no sé si hay quien las resista.

Amado Nervo vive en las vísperas de la verdadera valoración, pero con él comienza ya la revaloración de Góngora. Por lo tanto, comienza ya la revaloración de Sor Juana. Si hubiera vivido un poco después, pero, para eso… todo tiene su momento y hay que llegar a Méndez Plancarte, que es el que realmente pone a Sor Juana en donde debe estar.

Parte de la crítica española es muy importante. Pienso en uno que se apellidaba Rojas y Rojas. Yo creo que es el primero que se fija en «Los romances de la Condesa de Paredes», que han sido como silenciados: o no les llaman la atención o piensan que es una poesía de compromiso. Pero allí es donde realmente Sor Juana deja derramar su corazón y son poemas verdaderamente de amor; hay un auténtico amor entre esas dos mujeres. Entonces ahí, el primero que lo ve no se atreve a decir que es para una mujer, sino que piensa que están disfrazados, que detrás de esos poemas de amor está la figura de un hombre, y piensa disparatadamente que es el Marqués de Mancera; pero sí tiene el mérito de decir: Estos poemas de amor son auténticos, aquí hay un corazón que habla. Eso también lo vio Menéndez Pelayo, por cierto. Estas cosas no salen solamente de la cabeza y de la retórica: aquí hay un corazón enamorado. El primero que los ve es Rojas y Rojas, que es uno de mis descubrimientos, porque yo mismo he hecho muchos descubrimientos. Sería una historia larga de contar.

El [documento] que me costó más trabajo fue el último, que es una antología de poetisas mexicanas, impresa en Bogotá, en mil ochocientos noventa y algo, no recuerdo, por un personaje conocido, José Rivas Groth. Y el que hizo la recopilación fue un amigo de él que le dejó los materiales y estuvo escribiendo; digamos que se documentó muy bien. Hay una buena cantidad de poetisas mexicanas, pero comienza con Sor Juana, quien se lleva naturalmente la parte del león con un estudio. Yo tenía noticias de ese libro, busqué en todas las bibliotecas, por supuesto de México, no lo había, [tampoco en las] de los Estados Unidos. Además hay ahora estos índices, estos catálogos y este sistema de las computadoras que uno consulta y que contestan inmediatamente que no lo tienen. Por fin fui a Bogotá y ahí me lo consiguieron; ése fue el último que me costó mucho trabajo.

Sor Juana está en sintonía con muchas mujeres, por ejemplo Madame Curie o Simone de Beauvoir, muchas mujeres. Un paralelo con Santa Teresa me parece muy difícil de sostener, yo eliminaría a Santa Teresa del cuadro. Pero lo que dice ella misma: ese gusto de aprender a leer a los tres años, que ese aprendizaje le haya servido ya para adelante, su afán… es lo que dice su biógrafo. El padre Calleja pudo hacer su biografía porque estuvo carteándose con Sor Juana durante veinte años, entre Madrid y México. Así es que esas cosas que solamente sabemos por el padre Calleja son confidencias que ella le hizo. Por ejemplo, que una vez le dijeron: Te damos un libro si escribes una loa para la fiesta de Corpus Christi. Ella tenía ocho años. ¡Ah, un libro! Inmediatamente se puso a ello. Yo diría que esto es simbólico, lo importante es el premio: era un libro. Lo otro, hacer versos, era lo de menos, a ella no le costaba hacer versos; como dice una vez en uno de sus poemas: se queja de que el padre, su confesor, el padre Núñez —del cual vale la pena hablar—, le pone obstáculos. Dice: Para mí, ¡versos!, como si para mí hubiera diferencia entre escribir una carta en prosa y escribir una carta en verso, para mí es lo mismo. Esto se llama ya dominio, sentido, ritmo, etcétera, porque ha leído versos, entonces los textos los tiene asimilados. Pero el centro de su vida era saber, saber todo lo posible. La pasión por lo que ella llama «el estudio», o sea la lectura. Si de ahí sale escritura o algo así, eso es lo de menos; si le piden versos, ella los hace, pero ella está siempre adquiriendo libros, los que la conocen le regalan libros.

El padre Calleja también habla de eso, ese dato se lo debemos a él; Sor Juana llegó a reunir cuatro mil volúmenes en su biblioteca, y dice Calleja: No vayan a creer que era rica, lo que pasa es que creció su fama, todos le mandaban sus libros. Es muy curioso que la primera historia formal de la literatura española sea la de un norteamericano, que es George Ticknor y, al llegar a Sor Juana —es la época del desprestigio de Góngora y todo eso—, la manera en que menciona a esos poetas de fines del siglo xvii, digamos en bola, que no valen la pena, y uno de ésos es Sor Juana. Y, en una nota de pie de página, dice: De estos poetas que digo, el único interesante es Sor Juana Inés de la Cruz, no por lo que escribe sino por su persona. O sea, lo que él admira es cómo se hizo y lo que sabía…

El padre Núñez hubiera estado de acuerdo en que Sor Juana escribiera versos piadosos, de «Oh, Jesús mío», digamos: versos de monja. Lo que no le gustaba era que escribiera versos de amores, y no le gustaba tampoco que en el convento hubiera constantemente visitas. No podía decir nada porque eran los virreyes y ahí sí había respeto entre los poderes civiles y los poderes eclesiásticos, y los que pisaban fuerte eran los poderes civiles; de manera que, sobre los virreyes, ni quién dijera nada. Pero estaba siempre con ese sentimiento. Por eso Sor Juana, obviamente por consejo de su amiga, la Condesa, la virreina, se despidió con cajas destempladas de su confesor. El arzobispo Aguiar y Ceijas llegó a México ya con fama de santidad; era un hombre que daba muchas limosnas y era el que, digamos, quería que las monjas se portaran como monjas, como esposas de Cristo. De manera que él desde que llegó se le plantó delante a Sor Juana y le agarró tirria, como es natural, pero una cosa muy importante que hizo ella fue ganarse a los virreyes: ahí ya era táctica.

Por ejemplo, con el Conde de Galve, versos al Conde de Galve, versos a la Condesa de Galve, para tener siempre ese apoyo. Hubo un momento en que flaqueó la ayuda del Conde de Galve y se impuso la autoridad de Aguiar y Ceijas. Aguiar y Ceijas fue simplemente el que logró callar a Sor Juana. Hay una cosa que creo yo haber descubierto y que tengo la impresión de que nadie había visto, que es la enumeración de las cosas que hizo Sor Juana en lo que se llama «la conversión», cuando en los dos últimos años de su vida dejó los libros y todo y se entregó a la penitencia y a la meditación, a ser buena monja, porque entonces hizo una confesión general y se desprendió de sus libros. Hay que ver el orden de los factores, porque ahí está la hambruna que hubo en México, los desórdenes que hubo en 1692, el motín, que fue el pretexto para que el arzobispo se pusiera a dar limosna para aplacar a la gente, y una de las cosas que hizo fue tomar, con su autoridad de arzobispo, la biblioteca de Sor Juana, venderla, obviamente mal venderla, y entonces viene todo lo demás. Sor Juana se queda ya sin nada, se queda sin razón para seguir viviendo; lo que sigue es entonces un suicidio. Esos dos años son un lento suicidio de Sor Juana. También es muy característico que viene una epidemia. Es muy raro que se hable de una epidemia que solamente cayó en el convento de Sor Juana. Pero, en fin, hubo monjas enfermas. Sor Juana ayudó a las enfermas con la esperanza de contagiarse, cosa que afortunadamente le sucedió y se murió pronto: era lo que quería ella. Su biblioteca era el centro de su vida: se lo quitaron.

El otro centro de su vida era su relación con la Condesa de Paredes. Sor Juana dice: «Me entré monja porque siempre tuve una total negación al matrimonio». Ésa me parece una razón perfectamente clara. Hay muchas mujeres con una vocación intelectual y que tienen una total negación al matrimonio. Sor Juana era muy consciente de su categoría intelectual, no iba a encontrar un compañero adecuado. Si se hubiera casado, habría sido con alguien que estuviera obviamente por debajo de ella, así que la negación al matrimonio fue totalmente una razón. ¿Qué seguía entonces?, pues quedarse como una mujer soltera, entregada a los libros, cosa que la época no aprobaba. Entonces, el único remedio…

El padre Núñez se encontró a Sor Juana en el Palacio de los Virreyes —él era el confesor de los virreyes—. Hay un mito: se dice que llamaron a Sor Juana y la nombraron dama de honor de la virreina. Eso es un cuento. Entró porque, por fortuna, encontró una chamba de criada; entró porque pertenecía a la servidumbre, sólo que era una criada muy especial. De manera que la virreina se hizo amiga de ella porque vio la calidad. En algún momento, el padre Núñez conoció a Sor Juana y ella le dijo: Lo que yo haría sería meterme de monja, pero no tengo vocación. Entonces el padre Núñez, con su experiencia, le hizo un cuento: Ahí tendrás tiempo para dedicarte a los libros. Y la metió en uno de los conventos más rigurosos, que era el de las carmelitas. Sor Juana, a los tres meses, dijo: ¡No habíamos quedado en eso! Salió de ahí y entonces entró en San Jerónimo, donde había menos penitencias. Eso era porque eran carmelitas descalzas, y había mucho rigor, ayunos y todo eso. Y las jerónimas, digamos, llevaban una vida más aburguesada, y ahí tenía más tiempo. De manera que ahí la pasó.

En cierto momento de la autobiografía de Sor Juana que se llama «La respuesta a Sor Filotea», dice que se pone a estudiar porque los fundadores de la orden, que eran San Jerónimo y su discípula, Santa Paula, no parecía decente que tuvieran una hija idiota. Entonces, para estar a la altura, por eso se dedicó al estudio. Así que se puso bajo el patrocinio de San Jerónimo. Y el padre Núñez hubiera estado muy de acuerdo en que hubiera seguido leyendo a San Jerónimo, a San Agustín y a todos ellos.

He hablado de la biblioteca como la razón de ser de Sor Juana, pero hay otro elemento, que es el amor. El amor que no había conocido cuando estaba en el mundo, lo conoció ya siendo monja: fue el amor a la Condesa de Paredes. Esos versos son auténticos versos de amor. Yo comenté un poema erótico, muy erótico, de Sor Juana, que es un retrato de la Condesa, donde dice: «para hacer un retrato de esta mujer, se necesita todo el cielo para que sea la tela, necesito a las estrellas…», etcétera. Entusiasta y además muy lujoso desde el punto de vista de la hechura, de la métrica, es un poema extraordinariamente sensual. Yo digo: Ése es un poema erótico. Cuando Octavio Paz estaba escribiendo su libro, yo tenía [un estudio sobre] ese poema; entonces le pedí a Tomás Segovia que le pasara una separata a Octavio. La leyó con atención y dijo: Antonio Alatorre se ha atrevido a hablar sobre lo que nadie había dicho; o sea que todos habían callado. En primer lugar, era imposible una reunión carnal, es decir, era una entrega espiritual pero de carácter homosexual, son poemas de amor. Entonces escribí un artículo reuniendo esos textos que se llama «María Luisa y Sor Juana» y, que yo sepa, nadie lo ha refutado. La defensa ahora, digamos, los que se dicen herederos de Méndez Plancarte, son gente que realmente da lástima, por impreparados. Los que dicen que Octavio Paz calumnió a Sor Juana al pensar eso, simplemente ignoran los hechos. Prefiero no decir los nombres. Méndez Plancarte se avergonzaría de quienes se dicen sus continuadores.

El amor de Sor Juana fue correspondido; fue correspondido tibiamente por una mujer de mundo. Mientras que para Sor Juana ella era el objeto único, la virreina vivía en el mundo normal, pero admiraba sobre todo a Sor Juana. Y fue ella la que dijo: Estas cosas vale la pena que las conozca todo el mundo, y para que las conozca todo el mundo hay que llevarlas a imprimir a España. Era lo obvio. Si se hubieran impreso aquí —y aquí está el fenómeno de la circulación de los libros—, hubiera sido imposible que Sor Juana fuera conocida. Estaban bien los «Villancicos», todos los «Villancicos» de Sor Juana se imprimían aquí, era prácticamente lo único. Se imprimió eso y se imprimieron algunas otras cosas: «La crisis del sermón», «El Neptuno alegórico», esto fue lo que le ganó el favor de los virreyes.

A Sor Juana también le interesaba la música. Ella leyó un libro de teoría musical de un italiano que se llama Cerone, pero que publicó su libro en español; entonces, había adquirido conocimientos de teoría musical, sabía discurrir sobre eso. De la misma manera, había por ahí dos libros sobre «el arte de manejar la espada», esos libros que traen diagramas, con ángulos distintos. Sables y espadas, todo eso le había interesado, ¿por qué no?, el padre Calleja menciona eso como particularidad: ¿una monja enseñándose a manejar la espada? No, no enseñándose: aprendiendo algo.


Creo que los «Villancicos» tienen muchos primores ocultos que nadie ha puesto de relieve; como que dicen: Ésas son cosas menores. Yo diría que aun las cosas menores necesitan una atención igual que las cosas mayores. Yo creo que hay ahí mucho terreno. Hay unos artículos sobre Sor Juana en nuestros tiempos, en estos últimos veinte años, que producen vergüenza ajena; podrían hacer eso, las cosas que faltan, pero otra vez me asoman los nombres a los labios, yo tengo que decirles que no.


De la relación entre Sor Juana y el padre Athanasius Kircher, él fue muy popular en su tiempo porque era un hombre que se había metido en todo, en egiptología, en astronomía, en geología, en toda clase de antigüedades, en curiosidades de física, y publicaba mucho; significaba, para el mundo católico, un lugar donde poder asomarse a ciertos conocimientos que se estaban desarrollando mucho en el mundo protestante, y todo cuanto venía de Francia, de Holanda, de Inglaterra, estaba vedado al Imperio español, así que el padre Kircher fue un puente. Sor Juana da muy pocas señales de haber leído al padre Kircher. Creo que Octavio Paz exagera muchísimo el papel de éste, no hay ninguna señal de que Sor Juana se hubiera metido en el hermetismo —es una parte de su conocimiento, y es una parte tan significativa como cualquier otra—. Ahí Octavio exageró, el hermetismo y todo eso es fantasía poética. Y el padre Kircher no estaba prohibido; naturalmente, era una lectura legítima, una manera de adquirir conocimientos sin peligro de cometer herejías. Digamos que el padre Kircher podía hablar de astrología, y sabía que la teoría ptolomeica de la Tierra como centro de todo el universo y todo girando alrededor de nosotros era falsa, pero eso no se podía decir en el mundo católico; entonces mantenía esa antigualla del saber. Octavio Paz se pregunta si Sor Juana había leído a Copérnico y Galileo; la respuesta es no. Puede ser que haya tenido conocimiento de cómo habían revolucionado las ideas, pero se cuidaba mucho de hablar así, inmediatamente la hubieran pillado, eso estaba prohibidísimo. Pensar como pensamos nosotros del universo era la herejía, y ahí le hubiera ido muy mal, la hubieran callado, y era lo que a Sor Juana más le hubiera importado: que le callaran la boca o que le quitaran los libros.


También le interesaba la teoría política. Octavio Paz se fija en eso, y se fija también Ezequiel Chávez. Sor Juana hizo dos comedias: una que es una maravilla chispeante, Los empeños de una casa; la otra, que se ve que la hizo muy de prisa, porque el segundo acto no es de ella… Pero, al principio, los personajes principales son Ariadna y Teseo y la hermana de Ariadna, y llega Teseo a la isla de Creta y se avienta un discurso sobre la teoría del poder. Entonces están los que dicen: Ahí está Hobbes, el pensamiento de Hobbes, porque hay unos hombres que de pronto se imaginan una sociedad en donde no hay todavía estructura política. ¿Por qué? Porque Sor Juana había leído teoría política y encontró que era muy interesante el tema, y pone en boca de Teseo un discurso muy largo, por puro gusto, por afán, digamos, de lucirse, porque le encanta lucir sus conocimientos: ¿para qué los tiene, sino para compartirlos?


Al final, sin su biblioteca, el gusto por vivir la abandonó. Ella quería morir. A los cuarenta y seis años. Nació en 1648 y murió en 1695, son cuarenta y seis y medio. La fecha que Sor Juana le dio al padre Calleja es lo único que tenemos, lo que ha hecho fechar su nacimiento en 1651; es lo que dice el padre Calleja, él no lo inventó. Pero sí encontró un acta de bautizo de 1648, o sea tres años anterior, que obviamente es la de Juana Inés. Conclusión: se quitó tres años al decirle al padre Calleja eso. El padre Méndez Plancarte dice: Bueno, pues es una cosa que se solía hacer, hasta Lope de Vega alguna vez se quitó años. Era algo muy frecuente, de manera que, sí, yo creo que definitivamente hay que poner en las enciclopedias y en los diccionarios enciclopédicos las fechas de Sor Juana: 1649 a 1695.


Sobre la fecha de composición del «Primero sueño» tengo alguna idea. Hay un romance de elogio a Sor Juana de un caballero español recién llegado a México que no está en la Inundación Castálida ni en el volumen segundo. Entonces, él, en ese poema de elogio de Sor Juana, menciona el sueño; dice: Al llegar ahí, leí el sueño, que el sueño ése me despertó. O sea que es una obra del final de su vida. No está el «Primero sueño» en el tomo, en la Inundación Castálida, está en el volumen segundo, que es del año 1692. En 1692 faltan apenas tres años para que muera Sor Juana. De manera que, si pensamos que el «Primero sueño» se escribió entre 1690 y 1692, creo que andaremos cerca de la fecha, porque yo diría que es una obra que debe haber tardado meses en hacerla, y no hay ninguna señal de que hubiera lectura, ningún manuscrito ni nada, obviamente es una de sus últimas obras. En el volumen segundo hay una gran cantidad de elogios a Sor Juana que ocupan cien páginas, y son muchos los que dicen eso que decía yo antes, dos cosas: la crisis en la que la hunde el padre Vieyra, en donde se superó a sí misma, y el «Primero sueño», donde se superó a sí misma en la imitación de Góngora.

Tengo otra cosa para escribir sobre Aguiar y Ceijas, porque recién muerto, en 1698, creo, un poco después de la muerte de Sor Juana, Aguiar había adquirido fama de santidad, sobre todo por las limosnas; entonces escribieron a España para ponerse de acuerdo, para ver si también allí había llevado una vida virtuosa, con vistas a una canonización. Así que tengo una serie importante de documentos, unos de comienzos del siglo xviii, 1701-1702, hechos por la sobrina nieta de Aguiar y Ceijas, que consiguió testimonios de las gentes que lo habían conocido de entonces, en los que se dice que había sido un niño muy virtuoso. Ella comienza a reunir cosas sobre la fama de santidad de Aguiar y Ceijas, y luego se murió el asunto, no se volvió a tocar hasta 1742. Fue en la catedral de Santiago de Compostela, también por invitación de la catedral de México, y llamaron a testigos. En 1742, ¿qué clase de testigos había ya de un hombre que había abandonado España sesenta o setenta años antes? Pero, en fin, algo se mantenía, ya una completa leyenda, con cosas que ya se conocían en México, porque están en el sermón fúnebre. Por ejemplo, que una vez llevó a un pobre miserable a su casa, lo cargó, lo acostó en su cama y, mientras iba a traer algo, regresó y había desaparecido, y había un crucifijo en su lugar: ¡milagro!, etcétera. Aquí y en España hablan mucho del asunto también, y en las costumbres limosneras, donde hay cosas que a mí me parecen muy enfermizas. Constantemente aluden a encuentros con pobres miserables desnudos, y entonces él les da sus calzones, ¡los calzones! Eso de los calzones que daba suena un poco raro, y el pobre ese que se lleva a su cama… Pero, en fin. Todo eso lo tengo recopilado, una serie de documentos, una biografía que hizo uno aquí, uno que lo acompañó, que se llama José Lezamis, él se murió muy poco después, y el sermón fúnebre de un tal Narváez, y lo que se ha dicho de él, la apreciación. Alguien me mandó un folletito como de veinticuatro páginas o una cosa así, es la lista que tiene el arzobispado de México de personajes de la arquidiócesis de México destinados a hacerse santos. Está en orden cronológico. Creo que comienza con el arzobispo Garcés y sigue con Aguiar y Ceijas. O sea que siguen, no han quitado el dedo del renglón. Va a ser muy chistoso que esa figura, que a mí me parece bastante siniestra, Aguiar y Ceijas, con esa misoginia, ese declarar que si algún día entraba una mujer en el palacio mandaba cambiar el piso para quitar lo pecaminoso, eso es propio de un personaje absolutamente siniestro… Llevar a alguien así a los altares con la razón de que eso era virtud, a mí me parece una monstruosidad.

Antonio Alatorre seguiría trabajando sobre Sor Juana hasta sus últimos días. Alguna vez tuve el proyecto de invitarlo a completar las Obras completas de Sor Juana con un tomo o tomos, parecido al que hizo José Luis Martínez con el proyecto de los Documentos cortesianos. Pensaba, y sigo pensando, que a las Obras completas de Sor Juana, publicadas por el Fondo de Cultura Económica en la edición de Alfonso Méndez Plancarte, les vendría muy bien la extensión complementaria de un tomo de documentos de y sobre Sor Juana. Creo que Antonio Alatorre vería con buenos ojos esa iniciativa a cien años de su nacimiento.


[1] Boletín Editorial de El Colegio de México, núm. 160, noviembre-diciembre de 2012, p. 17.

[2] Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo XXVI, núm. 2.

[3] Edición crítica establecida por Georges Mongredin, t. i-viii, Librairie Garnier  Fréres, París, 1910.

[4] El Colegio de México/El Colegio Nacional, UNAM, México, 2007, 2 tomos, 661 pp. y 716 pp.

[5] «Antonio Alatorre. Sor Juana a través de los siglos», Revista de la Universidad, núm. 55, septiembre de 2008.

[6] Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo XXVI, núm. 2.

[7] México, El Colegio de México, 1998.

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