En el centenario de Antonio Alatorre

Juan José Doñán

(Tizapán el Alto, Jalisco, 1957). Su último libro es Donde hay música no puede haber cosa mala (Rayuela, 2021).

a Felipe Garrido

En este 2022 se cumplen cien años del nacimiento de un jalisciense excepcional que vino al mundo el 25 de julio de 1922 y vio la última luz el 21 de octubre de 2010, a los 88 años de edad. Fue el sexto de diez hermanos y su nombre completo, como consta en el Registro Civil de Autlán de Navarro (originalmente Autlán de la Grana), era Antonio Alatorre Vergara, aun cuando desde mediados de los años cuarenta comenzase a firmar sus primeros textos —publicados en el diario tapatío El Occidental y en la revista idem Pan— sólo con su nombre de pila, seguido del patronímico.

Pero cabe preguntarse de inmediato: ¿en qué consiste lo excepcional, lo singular, lo atípico…, por no decir que lo insólito o raro, en el caso de Antonio Alatorre? La respuesta sería que en muchas y muy diversas cosas.

Van algunas de ellas: en haberse convertido, sin proponérselo expresamente, en una de las mayores autoridades en el conocimiento de la lengua española que se habla y se escribe, desde hace más de mil años, en el otro lado del Atlántico y, desde hace quinientos, en esta parte del mundo; en el falso dictamen de que Alatorre habría tenido una «formación errática» con largos periodos de «extravíos profesionales» que demoraron su llegada al campo de las letras, así como al estudio meticuloso y a conciencia del lenguaje (a la filología, pues); en una honestidad intelectual a toda prueba, de esa que no sabe hacer concesiones y mucho menos tolera chapuzas; en ser un espíritu soberanamente libre que no buscaba contemporizar ni con poderosos de cualquier tipo ni con famosos engreídos ni tampoco con modas intelectuales; en esforzarse para ser comprendido por todo mundo (léase por todos los usuarios del lenguaje) y no sólo por quienes en teoría serían los más directamente implicados en la materia (escritores, académicos, especialistas, eruditos avant la lettre…); en reconocerse como un agradecido usuario del psicoanálisis, ese polémico tratamiento clínico que promete la salud mental, pero que en opinión de no pocos enterados se basa en principios «subcientíficos»; en haberse declarado reiteradamente, a lo largo de más de medio siglo, un ateo convencido, no obstante su estancia de diez largos años en un monasterio (el de los Misioneros del Espíritu Santo, en Mixcoac y Tlalpan), así como en el Seminario de Puebla; en haber aceptado tardíamente, a la manera de Oscar Wilde, una inclinación gay, lo que en su caso lo llevó a divorciarse de la eminente filóloga Margit Frenk, quien había sido su esposa durante más de veinticinco años y también la madre de sus tres hijos, and last but not least, en haber publicado muy pocos libros de su autoría, a pesar de haber escrito tanto y a propósito de tantas cosas lo mismo en revistas (especializadas y no) que en publicaciones periódicas de todo tipo.

Infancia es destino

En un estupendo y revelador relato autobiográfico que se recoge en Egohistorias, un singular libro que Jean Meyer preparó y publicó en 1993 con ocho testimonios en primera persona de otros tantos renombrados historiadores e intelectuales mexicanos, Antonio Alatorre hace un recuento pormenorizado de lo que había sido su vida hasta ese momento, cuando acababa de cumplir los setenta años de edad. Entre los recuerdos más remotos de su infancia, cuenta que para aquellas tempranísimas alturas de su existencia, durante los años de la Guerra Cristera (1926-1929), no sólo era ya un infatigable lector —hechizado lo mismo por lecturas formativas e instructivas como el Tesoro de la juventud que por obras de ficción como La isla del tesoro, Los viajes de Gulliver o las novelas de Emilio Salgari—, sino también un niño que sabía solfeo y había llegado a ser un alumno tan aventajado en la Escuela Primaria Superior de Autlán que para 1932, cuando acababa de ser aceptado, con apenas diez años de edad, como novicio en los Misioneros del Espíritu Santo, «el padre superior me pasó a segundo año».[1] Para entonces, a pocos días de haber dejado su tierra natal para convertirse en interno del mencionado colegio apostólico, que se localizaba en las goteras de la Ciudad de México, tenía varias prendas intelectuales de presumir: aparte de una buena ortografía, también «ideas [claras y certeras] sobre gramática, sobre sintaxis […], etcétera».[2]

Toda su adolescencia y parte de su juventud (transcurridas entre 1932 y 1942) fueron de una monótona vida monacal que, para colmo, al tiempo le comenzó a parecer que era un encierro en vano, sobre todo cuando lo asaltaron las dudas vocacionales y acabó por convencerse de que en definitiva carecía de vocación religiosa, lo que confirmó durante el último año, cuando estuvo en el Seminario de Puebla. Sin embargo, no tardó mucho en llegar también a otra conclusión alternativa y no menos cierta y favorable: que esa etapa de su vida no había sido tiempo perdido, sino una experiencia intelectualmente formativa y más provechosa de lo que había pensado en un principio, pues, aparte de aprender a tocar el piano y de leer obras musicales de cierta complejidad, aprendió también latín y griego, así como varios idiomas modernos, entre ellos el francés y el italiano, a los que años más tarde se sumarían el alemán, el inglés, el portugués…

A punto de cumplir los veinte años de edad, ya estaba instalado en la capital de su estado natal, justo cuando los tapatíos celebraban el cuarto centenario de la fundación de su ciudad. El plan del flamante défroqué (clérigo fallido) de Autlán en la Guadalajara de los tempranos años cuarenta no era muy distinto del de tantos otros estudiantes foráneos: cursar, aun cuando en su caso lo haría con algunos años de demora, una carrera liberal y, de ser posible, conseguir también una chambita que le hiciera más llevadera su estancia en aquella Guadalajara que no llegaba a los trescientos mil habitantes.

Y aun cuando su carrera de leyes se quedó trunca, los cuatro años que pasó en Guadalajara cambiaron el rumbo de la vida de Antonio Alatorre, pues, aparte de intuir que la abogacía no era lo suyo, pudo conocer y tratar a buena parte de la intelectualidad tapatía de la época, a la que no tardó mucho en integrarse; consiguió también empleo en un diario recién fundado (El Occidental), en el que en 1943 coincidió con un tal Juan José Arreola, cuatro años mayor que él y de quien no sólo se volvió gran amigo sino, según sus propias palabras, en un agradecido discípulo literario.

Una derecha ilustrada

Vale decir que el medio intelectual de esa Guadalajara era dominado por un singular pensamiento de derecha, el cual había podido sobreponerse al conflicto Iglesia-Estado de las décadas anteriores. Pero no se trataba de una derecha ordinaria y menos todavía de una que postulara o defendiera posturas recalcitrantes, por no decir mochas, sinarquistas, retardatarias, cerriles… Por el contrario, era una derecha que tenía la voluntad de ser moderna, ecuménica, ilustrada. Y aun cuando en el plano político seguía enfrentada a un tozudo movimiento socialista que desde mediados de la década anterior había cundido en las esferas oficiales y cuya presencia aún se podía advertir en distintos órdenes de la vida pública y, de manera particular, en el ámbito educativo, esa derecha sui generis, made in Guadalajara, también se había autoimpuesto una misión decididamente civilizatoria.

Tanto así que todos aquellos tapatíos letrados e ilustrados, políglotas y cosmopolitas, participaron en la creación de instituciones educativas como la que estaba llamada a ser la primera universidad privada del país (la Universidad Autónoma de Occidente, que a los pocos años cambiaría su nombre primigenio por el de Universidad Autónoma de Guadalajara, perdiendo también su esencia tolerante y civilizatoria), o en la rehabilitación y el sostenimiento económico de la Orquesta Sinfónica de Guadalajara, o en la fundación de un diario (El Occidental) que luego acabaría siendo absorbido por la Cadena García Valseca y, más tarde, por la Organización Editorial Mexicana, a la que pertenece desde hace medio siglo.

Esa misma derecha ilustrada, que encabezaban personajes, por no decir patriarcas, tan notables como José Arriola Adame y Efraín González Luna (éste último, cofundador del Partido Acción Nacional y, como hombre de letras, el primer mexicano en traducir, en 1929, un pasaje de la novela Ulysses, de James Joyce), fue la puerta de entrada a la vida cultural y literaria tanto de Antonio Alatorre como de varios de sus compañeros de generación (Alfonso de Alba Martín, Adalberto Navarro Sánchez, Miguel Rodríguez Puga…) durante la primera mitad de los años cuarenta. Por esa misma puerta ya había pasado, hacia finales de la década anterior, otra insigne hornada de jóvenes atraídos por la literatura, generación de la que en su momento formaron parte nombres como José Luis Martínez, Alí Chumacero, Jorge González Durán…

A Alí Chumacero y también a José Luis Martínez, quienes por entonces aún no llegaban a los dieciocho años de edad, les tocó capotear, por ejemplo, el conflicto universitario que la capital jalisciense vivió entre 1933 y 1936, un conflicto que tuvo, entre otras consecuencias, el cierre temporal de la Universidad de Guadalajara (udeg) y el desprendimiento de una parte de esa comunidad universitaria, que se fue a fundar la ya mencionada «Autónoma» tapatía. En un plano más personal, ese conflicto significó la expulsión de la udeg de maestros como Efraín González Luna por el insólito «delito» de no compartir el postulado «socialista» enarbolado oficialmente, a partir de 1935, por la universidad pública de Jalisco, y el encarcelamiento del bachiller José Luis Martínez, que, como otros estudiantes y maestros, fue detenido por la policía durante una de las marchas en contra de la educación socialista y a favor de la «libertad de cátedra». Ante estos hechos, tanto Chumacero como Martínez, quienes ya para entonces eran grandes amigos, optaron por inscribirse en la naciente Universidad Autónoma de Occidente, en la cual permanecieron poco tiempo, pues para fines de 1937 y 1938, respectivamente, se mudaron a la Ciudad de México.

Por su parte, Antonio Alatorre llegó a esa misma universidad, ostentosamente «Autónoma», seis años después, y tuvo entre sus compañeros nada menos que al futuro padre de la microhistoria mexicana (Luis González), quien, al igual que él, llegó sin un certificado oficial de secundaria y mucho menos de bachillerato. Cincuenta años más tarde, Alatorre contaría con sorna no sólo sus anómalos comienzos como universitario, sino también su fementida vocación de leguleyo:

Gracias a un fraudulento certificado de secundaria entré inmediatamente a la preparatoria de la Autónoma. Cursé las materias de un año y las otras las presenté a título de suficiencia, de manera que un año después estaba listo para comenzar una carrera. […] Es claro que a Luis González le pasaba lo mismo que a mí. Tampoco él tenía ganas de ser abogado, pero no había en Guadalajara nada parecido a una facultad de Historia.[3]

Por lo que hacía al ámbito laboral, y como ya quedó consignado, Alatorre tuvo como compañero de trabajo a Juan José Arreola en la redacción de El Occidental, un diario que había sido fundado en 1942 por representantes de la referida derecha ilustrada de Guadalajara. En ese diario, Arreola llegó a ser jefe de circulación y, aparte de ello, confeccionaba una sección vagamente cultural una vez por semana. Por su parte, Alatorre tenía bajo su responsabilidad, también semanalmente, una sección dedicada a asuntos del campo («La Página del Agricultor») y, a la par, reseñaba los conciertos de la
Orquesta Sinfónica de Guadalajara.

Un feliz acontecimiento para ambos, y del que cada uno de ellos dejó testimonio, fue una temporada que, a comienzos de 1945, hizo en el teatro Degollado un grupo de actores que pertenecían a la Comédie Française, y el cual venía encabezado nada menos que por Louis Jouvet, uno de los santones de la escena y de la cinematografía europeas de la época, alguien que terminaría siendo determinante para el posterior viaje y también para la estancia de Arreola en la capital francesa, donde permaneció poco menos de un año.

Pero la obra más importante que Antonio Alatorre y Juan José Arreola realizaron en Guadalajara fue la revista Pan (1945-1946), un «lujo» que, según el testimonio del primero de ellos, «pagaron unos cuantos mecenas de [la] Guadalajara [de entonces], entre los que recuerdo al canónigo De la Cueva, a don José Arriola Adame y sobre todo a don Efraín González Luna, el más fino y generoso».[4] En esa publicación, de la que aparecieron siete números, Arreola y Alatorre dieron a conocer, aparte de varios de los primeros escritos de ambos, textos de muchos otros autores, entre ellos dos poemas de Alí Chumacero y un hallazgo verdaderamente mayúsculo: algunos de los primeros cuentos de un tal Juan Rulfo, quien por entonces residía igualmente en Guadalajara y formaba parte del mismo círculo literario. Del joven Rulfo aparecieron en Pan dos cuentos que, una década más tarde, serían incluidos en El Llano en llamas: «Nos han dado la tierra» y «Macario».

Pocos meses después de la marcha de Arreola a Francia, Alatorre se mudó a la Ciudad de México, entre otras cosas por lo poco estimulante que le resultaba una universidad como la «Autónoma» tapatía, ya abiertamente facciosa, cuando cursaba el tercer año de la carrera de Derecho —algo que, por lo demás, cada día le gustaba menos, hasta el punto de que, cuando pudo revalidar todos sus créditos en la Facultad de Derecho de la unam, renunció para siempre a dicha carrera, luego de haber sido aceptado en El Colegio de México.

Filólogo todoterreno

Formalmente, Antonio Alatorre se encontró a sí mismo en El Colegio de México (CM) y, de manera menos formal, también en el Fondo de Cultura Económica (FCE). Ambas instituciones tenían poco de haber sido fundadas por Daniel Cosío Villegas, aun cuando la primera de ellas la regenteara al alimón con Alfonso Reyes. En el cm Alatorre pronto se convirtió en un filólogo de polendas (en un estudioso del lenguaje hablado y escrito) a partir del magisterio del propio Alfonso Reyes, del republicano español Agustín Millares Carlo y, sobre todo, de Raimundo Lida. De estos últimos, al igual que de otros exiliados ilustres que recalaron en México huyendo de gobiernos dictatoriales, Alatorre siempre habló primores, en particular de Lida, quien había sido discípulo de Amado Alonso, y éste a su vez nada menos que de Ramón Menéndez Pidal, lo que ligaba intelectualmente al nativo de Autlán con lo mejor de la escuela filológica española.

En el fce, adonde por invitación de Cosío Villegas entró como corrector de galeras, muy pronto fue ampliando su rango de competencia en tan ilustre casa editorial: corrección de estilo, preparación de pruebas finas y traducción de títulos capitales del francés, del alemán, del inglés, del portugués, del latín… Tan reconocida era esa competencia profesional que por recomendación suya fue aceptado también Juan José Arreola, luego de su breve aventura teatral en la escena francesa de la temprana posguerra. Años después, Alatorre y Arreola recordarían su paso por el FCE, a cuya tripulación pertenecían por entonces transterrados ilustres como Joaquín Díez-Canedo, Luis Alaminos, Sindulfo de la Fuente, Eugenio Ímaz…[5]

Para principios de los años cincuenta, el joven Alatorre ya figuraba en la plantilla de docentes de la unam por recomendación de Agustín Yáñez, «el padrino oficial de cuanto jalisciense caía en la Ciudad de México»[6] y quien lo propuso para que se quedara con las clases que el autor de Al filo del agua impartía en la Preparatoria Nacional y en la Facultad de Filosofía y Letras, y de las cuales debía separarse para comenzar la campaña política que en 1953 lo llevaría a la gubernatura de Jalisco. Ese mismo año, Raimundo Lida, quien acababa de ser invitado por la Universidad de Harvard, lo propuso para que se hiciera cargo tanto del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México como de la Nueva Revista de Filología Hispánica. Fue en ese momento, con apenas treinta años de edad, cuando Antonio Alatorre entró a las ligas mayores en el estudio a profundidad tanto del español escrito como del hablado en ambos lados del océano.

Pero desde un principio renunció a ser un erudito de gabinete, de esos que no tienen otro sueño que ser interlocutores de los entendidos en la materia. Lo suyo era otra cosa: llegar a ser un filólogo todoterreno, quien lo mismo se interesa por la gran literatura escrita en nuestro idioma —Alatorre llegó a convertirse en una de las autoridades mayores en la poesía y en la prosa del Siglo de Oro, tanto en España como en México— que en el habla popular, convencido como estaba de que «la lengua no se fabrica en el escritorio»,[7] pues surge de la necesidad expresiva de la gente. De hecho, para él, una cosa y otra eran algo así como las dos caras de la misma moneda, pues decía tener «la convicción profunda de que el estudio verdadero de la literatura no puede destrabarse del estudio de la lengua, y viceversa».[8] Muy elocuente es lo que en este sentido apunta en el «Prólogo» de Los 1,001 años de la lengua española: «Escribo para la gente. El lector que ha estado en mi imaginación es el lector en general, no el especialista».[9]

De una manera tan documentada como amena, Alatorre podía ocuparse lo mismo del origen y la evolución de una palabra como gachupín (que comenzó a ser usada por los criollos mexicanos para referirse al ibérico abusivo y arrogante) que de la disparatada presunción de una «ciencia literaria», cuestión a la que dedicó todo un libro (Ensayos sobre crítica literaria), o del alcance poético de equis canción popular, o de las descarriadas interpretaciones que ha suscitado la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, etcétera.

En el centenario del nacimiento de Antonio Alatorre, su legado intelectual y moral sigue vigente, aun cuando la mayor parte de su obra escrita continúe dispersa y sin que hasta ahora, transcurridos ya casi doce años de su muerte, alguna de las instituciones a las que tan insigne jalisciense engrandeció con su trabajo (El Colegio de México, El Colegio Nacional, la unam, el Fondo de Cultura Económica…) haya dado algún indicio de estar preparando la edición de sus muy merecidas —y sobre todo necesarias— obras completas.


[1] Jean Meyer, Egohistorias, Céntre D’Études Mexicaines et Centraméricaines, México, 1993, p. 15.

[2] Idem.

[3] Ibid., pp. 36 y 37.

[4] Antonio Alatorre, eos y Pan, edición facsimilar, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 223.

[5] Juan José Arreola, Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 632-635.

[6] Egohistorias, p. 39.

[7] Reforma, México, 15 de enero de 1999.

[8] Antonio Alatorre, Los 1,001 años de la lengua española, El Colegio de México / Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 10.

[9] Ibid., p. 8.

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