Antonio Alatorre, el anfitrión de las palabras

Ernesto Lumbreras

(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Uno de sus libros más recientes es De la inminente catástrofe: Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia (UANL, 2021).

1.

La primera vez que escuché el nombre del autor de Los 1,001 años de la lengua española (1979, 1989, 2002) fue en la presentación tapatía del libro De viva voz (entrevistas con escritores) (1986), de Marco Antonio Campos, en la desaparecida librería La Puerta, de la calle Lerdo de Tejada. Para finalizar el acto, su autor leyó algunos fragmentos de su conversación con Juan José Arreola, donde el nacido en Zapotlán rememora sus primeros escarceos literarios al comenzar la década de los cuarenta: «Me sucedieron por ese entonces hechos grandes en mi vida (que fueron cinco o seis): el hecho Borges y el hecho Rulfo, y poco más tarde, el hecho Antonio Alatorre».[1]

2.

Los amigos se conocieron en Guadalajara en los primeros meses de 1944. Después de ires y venires, Arreola había sentado sus reales en la capital de Jalisco: consiguió trabajo en el periódico El Occidental como encargado del departamento de circulación; emprendió su primera aventura editorial —los cuatro números de la revista eos, en compañía de Arturo Rivas Sáinz—, y se casó ese mismo año con Sara Sánchez, su novia de Tamazula. La ruta de vida de Alatorre también sumó estaciones una vez que la ruina económica de su padre —propietario de la tienda de abarrotes más importante de Autlán de la Grana— obligó a la familia a «colocar» aquí y allá a su numerosa prole. El futuro escritor era el sexto de diez hermanos, y lo llevaron, con la justificación de que le gustaban los libros y el estudio, al internado de la Escuela Apostólica de los Misioneros del Espíritu Santo, en el otrora pueblo de Tlalpan. Llegó a los doce años y salió de allí a los veinte, sabedor desde el principio que su vocación no era el sacerdocio. De ese encierro espiritual, las cuentas en su haber arrojaron buenas ganancias: aprendió latín, griego y francés, y, sobre todo, su oído y sus manos se entendieron a la maravilla con el lenguaje del piano. El seminario marca, y a quien pasó una temporada por sus muros monásticos se le nota hasta en la forma de caminar o tomar una manzana. El mismo Antonio Alatorre pondera que sería un tema atractivo para enfocarlo en los escritores mexicanos que fueron, en algún momento de sus vidas, seminaristas de ojos negros, zarcos o marrones. De bote pronto, se me vienen a la cabeza dos eminencias líricas: Amado Nervo y Ramón López Velarde.[2]

3.

Conocer a Juan José Arreola en ese momento fue fundamental para decidir qué hacer con su vida y su curiosidad. Se había instalado en Guadalajara y daba clases de secundaria en el Colegio Cervantes, mientras cursaba el primer año de la carrera de Derecho, con excelentes notas.[3] La biblioteca leída y memorizada en varios de sus pasajes por el zapotlense deslumbró al nacido en Autlán, especializado en autores grecolatinos y en la patrística cristiana. Más o menos por esos meses, regresó Juan Rulfo a Guadalajara, como empleado de una oficina de migración, dependiente de la Secretaría de Gobernación. De las recomendaciones de sus jóvenes maestros, Alatorre actualizó sus lecturas en poco tiempo. Los tesoros que pepenaban en las librerías de aquella época —la Font y la Moya, y la de libros de viejo de Fortino Jaime, que en los veinte también fue editora— se leían por turnos. Arreola especialmente recuerda las exquisiteces argentinas que caían en sus manos, los volúmenes publicados por Sur, Losada, Emecé y Sudamericana.

4.

Cuando se habla de «la yunta jalisciense» de la literatura mexicana, los historiadores desatienden la figura y la obra de Antonio Alatorre, vinculada en exceso con la vida y los cubículos de la academia. David Huerta y Christopher Domínguez Michael han insistido recientemente en que el trabajo del reconocido filólogo posee una veta creativa de suma importancia, desde la crítica literaria, por supuesto, pero también en el ensayo, en la traducción y en la narrativa de corte autobiográfico. La obra dispersa en publicaciones periódicas o en prólogos de libros del autor de El brujo de Autlán (2001) debería reunirse en dos o tres volúmenes, quizás a partir de criterios temáticos; esos artículos y reseñas que aparecieron desde los años cincuenta hasta poco antes de morir, en 2010; colaboraciones rigurosas en la Revista de la Universidad de México, en Cuadernos americanos, en la Revista Mexicana de Literatura, en la Nueva Revista de Filología Hispánica, en Diálogos, en Vuelta, en la jalisciense Umbral o en Letras Libres merecen una próxima compilación. También sería valioso y oportuno contar con la bibliografía del escritor jalisciense en su faceta de traductor.[4] ¿Estarán en El Colegio de México, en la UNAM y en El Colegio Nacional preparando una edición de las obras completas de Antonio Alatorre que incluya «su talacha literaria» en diarios y revistas?

5.

Recomendado por David Huerta, tal vez en 1991, leí por primera vez un libro de Antonio Alatorre. Trabajaba en ese entonces como promotor cultural del inba y me tocó organizar un curso para jóvenes escritores de los estados de la República en Cuernavaca, a lo largo de una semana, con varios módulos especializados en géneros literarios. El poeta de Versión impartió el rubro de ensayo, y pidió a los participantes dos lecturas previas: Seis propuestas para el próximo milenio (1988), el testamento literario de Italo Calvino, y Los 1,001 años de la lengua española,que Alatorre acabada de actualizar en 1989 para el Fondo de Cultura Económica, después de la bellísima primera edición de 1979 a cargo de Bancomer. Aunque no pude tomar el curso por estar ocupado en la logística del mismo, hice la lectura de ambos títulos, experiencias gozosas y propiciatorias, vasos de sabiduría y generosidad, cátedras a nivel de una banca de parque público para conversar sin pedantería ni solemnidad sobre una serie de asuntos a cual más atractivos para un escritor principiante. No sé cuántas veces he prestado o regalado esos dos libros y, claro, los he vuelto a comprar, porque ambos se han tornado en obras clásicas de mi modesta biblioteca. Sin embargo, el de Alatorre me resulta más entrañable, sin demeritar por eso la importancia de la colección de ensayos del italiano. A partir de la misma presentación, el mexicano aclara la atmósfera fraterna de su estudio, palabras que se ratifican de la primera hasta la última página del libro: «Al escribirlo, he pensado en lectores interesados asimismo en el tema. Con ellos he estado dialogando en mi interior, y a ellos me dirijo. […] Pueden creerme si les digo que no va a costarles trabajo la lectura. No voy a ponerme pesado ni a ponerme exigente con ellos».[5]

6.

De la amistad y de la complicidad entre Arreola y Alatorre surgió la revista Pan, una publicación mensual de ocho folios cuyo primer número apareció en octubre de 1945. En la edición facsimilar que hizo el fce en su colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas, en 1985, el segundo de sus editores hace la crónica de aquella época y la valoración de la modestísima publicación, que circulaba con un tiraje de cien ejemplares, impresa en finos papeles de color con tipografía levantada de contrabando en El Occidental. Se publicaron siete números, los primeros cinco bajo el cuidado editorial del de Zapotlán el Grande y del de Autlán; cuando el primero deja Guadalajara para embarcarse a Francia, a finales de noviembre, Rulfo entra al quite y toma su lugar en el directorio de la revista, cambiando la dirección postal de Pan, la de la calle Fermín G. Riestra 365, en el barrio de San Antonio —domicilio de Arreola donde nació su primogénita, Claudia Berenice—, por el de Parroquia 171 (hoy Enrique González Martínez). ¿Quién viviría en ese domicilio situado entre las actuales calles de López Cotilla y Madero? Para entonces, Rulfo estaba soltero y en pleno cortejo de Clara Aparicio, a la que desposará en el templo de El Carmen el 24 de abril de 1948.[6] El número 7 de Pan es ya otra cosa: una revista de cuarenta y nueve páginas, con una separata —un cuento de Georges Duhamel traducido por Alatorre— y cuatro planas de anuncios de publicidad; el cambio categórico se debe al relevo en la dirección, ahora a cargo de Adalberto Navarro Sánchez: un ensayo, dirá su editor fundacional, de lo que será la revista Et Cætera,de larga vida en la Perla de Occidente.

7.

Al poco de regresar de París, con frustración, alivio y la cola entre las patas, Juan José Arreola desmontó su casa tapatía y emprendió su mudanza a la capital del país. Tenía los contactos literarios suficientes para probarse como hombre de letras y de escena allá. Su joven discípulo y compinche no tardó en seguir sus pasos. A poco de llegar a la Ciudad de México, Antonio Alatorre se matriculó en la Facultad de Derecho de la UNAM, hasta que Daniel Cosío Villegas y Alfonso Reyes lo rescataron para llevárselo al FCE y a El Colegio de México. En esta última institución, el autor de El sueño erótico en la poesía española de los Siglos de Oro (2003) encontraría a su segundo mentor en la persona del filólogo argentino Raimundo Lida, fundador en 1947 de la Nueva Revista de Filología Hispánica, publicación que tiempo después dirigiría el propio Alatorre por una larga temporada. Ahora sí, los planetas se habían ordenado en la ruta de su vida, y los libros, el estudio, los amigos y el amor lo proveían generosamente. En 1949 se casaría con Margit Frenk, compañera de El Colegio de México, con quien procrearía tres hijos. Pero antes de la llegada de los críos, los recién casados harían un viaje de estudios a Europa, la primera salida del jalisciense al Viejo Continente; más que disfrutar las calles y los museos de ciudades de Francia y España, el futuro filólogo se encerraba en las legendarias bibliotecas por horas, hasta que el empleado del último turno anunciaba el cierre del recinto.


[1] Marco Antonio Campos, De viva voz (entrevistas a escritores), Premià Editores, Tlahuapan, Puebla, 1986, p. 129.

[2] Juan Rulfo ocultó, hasta donde pudo, su breve estancia en el Seminario de Guadalajara. En el siglo xx, la poesía mexicana contó con dos poetas católicos de primera línea: los sacerdotes Alfredo R. Placencia y Manuel Ponce. En los estudios de Sor Juana Inés de la Cruz —uno de los filones trabajados por Alatorre— encontramos al padre Alfonso Méndez Plancarte.

[3] Entre sus compañeros se encontraban, recordará el mismo Alatorre mucho tiempo después, el historiador Luis González y González y el escritor laguense Alfonso de Alba, Secretario de Gobierno en el último tramo de la gubernatura de Agustín Yáñez en Jalisco.

[4] Revisando la colección de Plural, la revista de Octavio Paz, encuentro en el número 8, de mayo de 1972, la traducción de Alatorre del suplemento de la revista: «Poesía concreta: configuración / textos. Presentación y selección de Augusto y Haroldo de Campos».

[5] Antonio Alatorre, Los 1,001 años de la lengua española, Fondo de Cultura Económica, México, tercera edición, 2002, p. 7.

[6] Alberto Vital, biógrafo de Rulfo, refiere que en esa época el autor de El Llano en llamas vivía en un departamento ubicado en una casa de la calle Morelos. El número 171 de la antigua calle de Parroquia lo ocupa actualmente una casona de dos plantas, ideal para renta de apartamentos o cuartos independientes. ¿Quién sería el residente de esa morada? En el directorio del número 7 de Pan no sólo cambia el nombre de los editores, como ya mencionaba, sino también el de su domicilio: Contreras Medellín 634, que correspondía también al de un taller de impresión. En la presentación de la edición facsimilar de Pan, rememora Alatorre cómo era la casa del autor de Pedro Páramo: «Dos veces estuve en la casa de Rulfo, una casa que me infundía respeto, muy distinta de la de Arreola (y no se diga de la mía, pues yo no tuve en Guadalajara un cuarto mío, una mesa y una silla mías). En la biblioteca-dormitorio de Rulfo reinaban el orden y la pulcritud».  eos (1943) / Pan (1945-1946), Revistas Literarias Mexicanas Modernas, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 234.

Comparte este texto: