Guadalajara, Jalisco, 1984. Su publicación más reciente es el libro infantil Diario de una planta carnívora (Fondo de Cultura Económica, 2024).
Cuando yo tenía unos catorce años, mi abuelo me regaló un libro que sería muy importante para mí: Ocho siglos de poesía en lengua castellana, de Francisco Montes de Oca (un ladrillo horrible que había sido publicado en 1986, pero que parecía tener cien años, gracias a las feas ediciones de Porrúa). Recuerdo que, con todo y que algunos tramos me fastidiaron bastante, me impresioné con las coplas de Manrique y también con las páginas dedicadas al Siglo de Oro español (especialmente con Quevedo y San Juan de la Cruz).
Nunca había escuchado tanta música salir de las palabras.
Sin embargo, los autores más recientes del libro no provocaron el mismo efecto en mí. Tal vez por culpa de la selección de poemas, pero me parecía que trescientos años después tendrían que haberse esforzado en escribir algo más rompedor que:
enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza.
Así que, durante un buen tiempo, la única poesía española que me interesaba era la escrita por autores que tenían más de cuatrocientos años de haber muerto.
Algo importante es que, por una cuestión de educación, de azar y, claro, también de naturaleza, comencé a alejarme de la poesía demasiado lírica o demasiado solemne. Necesitaba siempre un poco de liviandad, de juego, de atrevimiento. Eso dificultó cada vez más las cosas.
Sólo un poco después del encuentro con la antología de Montes de Oca, ya en mi primer —y único— taller literario, leímos a José Ángel Valente. Por supuesto detesté su rigor oscuro de la luz, su lengua de prensiles musgos.
Su poesía era todo lo que yo consideraba insoportable.
En algún momento, ese desencuentro con la poesía española contemporánea me pareció preocupante, pues casi todos mis amigos y amigas que escribían poemas la valoraban mucho. Supuse que estaba pasando algo por alto.
Para reparar ese hueco se me ocurrió acercarme a la Generación del 27, pero salvo algunas cosas de Aleixandre y otras de García Lorca, tampoco resulté muy entusiasmado.
Y me rendí por el momento. Aunque me gustaban Los Toreros Muertos, Radio Futura y Los Planetas.
Cuando Gamoneda ganó el Premio Cervantes y todos hablaban maravillas de su obra, que yo no conocía, me compré una antología editada por Alianza. Casi me gustó.
Años después supe de Chantal Maillard. Una vez más, poetas a quienes yo respetaba mucho ponían por el cielo su escritura (algunos hasta se tatuaron sus versos). Tampoco —quitando algunos poemas de Matar a Platón— fue para mí.
De mis conflictos con los novísimos, la poesía del silencio y la poesía de la experiencia, mejor no diré nada.
Y luego llegó Transtierros. Una revista literaria en línea, editada por Maurizio Medo, poeta peruano. En algún momento me invitó a colaborar y, como pasaban los años y seguía con la espinita clavada, decidí hacer un nuevo intento: una muestra de joven poesía española.
Francamente, uno de mis malévolos propósitos con ese pequeño proyecto era demostrar, ahora sí de forma definitiva, que jamás iba a poder vincularme con la poesía española contemporánea. Decir «lo intenté, pero no hubo manera» y mejor preparar una antología de joven poesía de Guinea Ecuatorial.
Entonces comencé a buscar. Era justamente la época en que la Alt Lit llegó a la poesía escrita en español. Si bien esa corriente, iniciada en Estados Unidos, terminó por uniformizar un tanto las escrituras jóvenes que surgieron por aquel entonces (más o menos entre 2014 y 2015), también añadió una dosis de antisolemnidad que, al menos yo, agradecí.
Aunque debo decir que las escrituras que más me interesaron no eran las que se inscribían en la Alt Lit, sino las que brillaban por su singularidad.
Mi selección, al final, fue de cinco mujeres (lo del género fue accidental), todas nacidas en los ochenta: Ángela Segovia, Lola Nieto, Berta García Faet, Layla Martínez y Su Xiaoxiao. Se trató de una muestra muy pequeña porque no quise agobiar a los lectores de la revista, pero fácilmente pudieron ser diez o quince poetas.
En el comentario inicial a esa pequeña muestra, escribí lo siguiente:
Consideré realizar esto debido a mi falta de empatía hacia buena parte de la poesía española contemporánea. El problema era mío, no había buscado lo suficiente.
Y casi diez años después, estoy más seguro de ese punto.
Porque ahí estaban Juan Eduardo Cirlot y su extrañeza; Gloria Fuertes y sus versos increíblemente imaginativos y juguetones; el gran José Miguel Ullán y sus búsquedas experimentales. Y Chus Pato y Olvido García Valdés y Aurora Luque. Y también Olga Novo, Mercedes Cebrián y Erika Martínez. Y Berta García Faet, María Salgado e Iván Rojo. Eso por nombrar sólo a un puñado de autores y autoras.
No había buscado lo suficiente.
Me pregunto si hoy, que tiendo menos a exigir que la poesía sea exactamente lo que yo quiero que sea, podría acercarme a esas escrituras y obras que rechacé tan fácilmente y encontrar, ahora sí, las cosas valiosas que antes fui incapaz de ver.
Leer, por qué no, otra vez a Luis García Montero y decir: «no, en serio que no puedo con esto».