Un silencio en alguna casa

Melissa Cordero Novo

Cienfuegos, Cuba, 1987. Estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales del CUCSH. Ganadora del XIII Concurso Literario Luvina Joven en la categoría Luvinaria / Cuento.

La vida pasa escondida en las alas de un ave, casi cayéndose. Si te fijas, la verás agarrada con los pies y las manos y la boca, mordiendo las plumas o la carne —indistintamente— para no soltarse. Migra, y uno se queda con una nostalgia increíble y tiene sueños con lugares que jamás conoció y llora si hay tempestades y siente un dolor en los brazos que no se puede explicar. Cuando un cazador dispara y atina y muere un ave que iba con las alas abiertas, hay un deceso. Cuando una bala detiene la respiración a mitad de las nubes, no queda más que un silencio en alguna casa y luego están las lágrimas y los pañuelos que se exprimen por las esquinas, y los amigos que llegan vestidos de negro y comentan en los funerales los secretos del fallecido. Afuera siempre están las aves, aunque nadie las vea. Revolotean en las ventanas y después, cuando se va la gente, viene alguien con rostro prestado y con un trapito a limpiar la mierda que dejaron pegada en el cristal, y no hace sino regarla por el marco y los manubrios. El hedor perdura como una maldición a pesar de los días.

Por eso Rina apenas pudo dormir en aquel cuarto, en el de la ventana; se le revolvía el estómago apenas traspasaba la puerta. A la hora del sueño se tapaba la nariz con dos rollitos de papel, pero el olor permanecía en su conciencia. Había llegado a la casa al amanecer, todavía con el pecho en forma de lápida. Bien sabe Emerio que las malas noticias no se sueltan así, de sopetón, que fue un error llamar a Rina y decirle: Tu abuela ha muerto, sin un preámbulo, sin un no te preocupes que yo estaré a tu lado, y Rina con el teléfono pegado a un oído, pero respóndeme, ¿vendrás?, ¿cuándo?, ¿a qué hora vas a llegar? Y sólo silencio y luego el tono. Pero Emerio siempre fue un guajiro bruto, desde chiquito, cuando aún Rina vivía en aquella casa. Escándalo el que formó cuando Rina se fue, no entendía que en esta vida hay metas que no se limitan a hacer parir una vaca o sacarle un buen boniato a un surco.

La abuela estaba enferma. Los últimos meses se la pasó recostada junto al baúl de las fotos. Las miraba una y otra vez, y después las colocaba en pilas según los años, como si quisiera grabarse las imágenes en la cabeza. En las mañanas leía sin detenerse para no olvidar las palabras. Recordaba cuando ella y Rina se iniciaron juntas en el misterio de los libros. Su primera vez leyendo fue como la fotografía accidental de un anciano en una habitación semioscura: tratando de averiguar su mecanismo, se asusta al apretar un pequeño botón y descubrir un estallido de luz. Por las tardes venía el médico con un catéter que le pedía permiso a la abuela para quedarse en el brazo, y ella retorcida y con las venas hinchadas y con el dolor posado en la frente. Desde algún tiempo atrás ella no lucía las canas, el pelo abandonó su morada sin avisos y sin treguas para remendar los pañuelos.

El día que murió la abuela, Emerio encontró una foto en la entrada de la casa, debajo de la alfombra: estaba él bañándose en el río y Rina poniéndole máscaras de fango en la cara. Entonces corrió a la habitación por un sendero de fotografías que comenzaba en las escaleras. Y el pie derecho en su cara de seis años y el izquierdo en la de Rina con siete; y el derecho en la de él con pañoleta y el izquierdo en la de Rina con las maletas; y el derecho en la de Rina con bufandas y el izquierdo en la de él sin camisa frente al campo de boniato; y tras la última foto, allí estaba, con un rostro demasiado pálido para ser el de una abuela. Afuera: las aves y un casquillo de bala hundido en la hierba.

Rina apenas habló con Emerio tras su llegada. No había dormido. No estaba de humor. Durante el funeral trató de evitarlo, aunque se le acercó alguna vez para limpiarle las lágrimas del rostro como solía hacer cuando eran niños y él lloraba porque se había caído huyéndole a las vacas. Rina era una mujer con carácter de campo árido y siempre tuvo bien definido su futuro, que nada se parecía a pasar horas bajo el sol con las manos manchadas de fango o a tener lista la comida para cuando el esposo regresara. La ciudad la fue envolviendo, pronto olvidó el olor de las flores que Emerio le dejaba bajo la almohada y las horas que pasó golpeando la sábana en las piedras del río para quitar las manchas de polen. Desapareció de su mente la sonrisa matinal de la abuela, el sabor del café, de la tierra, de los montes, de las aguas, de Emerio, los juegos en los que se imaginaron esposos con una finquita decente y una granja para criar animales. Rina nunca le dijo a Emerio cuánto odiaba besarlo cuando volvía de la cosecha, no soportaba el sabor a yucas y zanahorias y lechugas entrándole por los labios, y después escupía, sin que él la viera, y se tomaba tres vasos de agua sin parar; pero aún seguía con esa sensación a hierbas y cáscaras crudas en la garganta. Una noche, mientras la abuela estaba dormida, Emerio desnudó a Rina, la acostó junto a los guijarros a un lado del río y empezó a contarle historias sobre las aves; le acariciaba el cuerpo despacio, como si sus manos fueran de pluma, pero Rina sólo sentía la aspereza de los callos y le parecía que estaba en la mitad de un surco que iban a fertilizar. Emerio nunca lo supo, nunca lo preguntó. Ahora, a mitad de un funeral, tampoco iba a hacerlo.

La casa estuvo llena durante la noche de vecinos que lloraron la muerte de la abuela y Rina, sentada en un rincón pensando en cosas sin sentido. En cómo hubiera sido una vida de campesina y en Emerio, con una pasión que nunca había sentido. La madrugada caminó sin prisa y las aves durmieron en los árboles mirando alguna vez a la luna y a la abuela. Rina no se dio cuenta cuando se quedó dormida ni cuando Emerio salió con una escopeta y caminó entre la oscuridad hasta tragársela. Conocía bien aquellos campos, se quitó las botas, la camisa, por los ojos comenzaron a entrarle las hierbas, las raíces de los árboles, el rocío, las flores que se abrían mientras se acercaba el amanecer. Anduvo en silencio hasta que estuvo con los pies y las rodillas sumergidas en el río. Allí esperó el sol, cargó la escopeta, apoyó la culata sobre el hombro derecho, colocó el dedo índice en el gatillo, cerró el ojo izquierdo, aguantó la respiración. Emerio sabía que pronto iba a cazar a su antojo, sin mucho esfuerzo. La otra noche atrapó una docena de golondrinas que cayeron una a una sobre el agua e hicieron pequeñas ondas en rojo. Vio por fin salir la bandada de pájaros, en pocos minutos se alinearon con la mirilla del fusil y él, que estaba esperándolas, disparó sin fallar. El ave, con la pólvora debajo del ala, cayó a pocos metros de él.

Rina despertó sobresaltada con un terrible dolor en el pecho. Se abrió la blusa y vio cómo le nacía, entre los senos, un manojo de plumas.

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