Como en un cuadro muy famoso, el cuerpo, pálido, parcialmente eviscerado, yace tendido sobre la mesa de disecciones. De pie, el aprendiz ha hecho una pausa en su trabajo, registra con ansiedad tanto lo que ha salido del cadáver como lo que por el momento permanece dentro. Su rostro es áspero, con toda probabilidad picado de viruelas, y las facciones abruptas; deja la impresión de que, si se hubieran dado las condiciones necesarias para un pleno desarrollo de sus cualidades físicas, hubiera llegado a convertirse en una vigorosa bestia rubia. Que, por las causas que fueren, esas condiciones no han podido cumplirse, puede advertirse por la estrechez de su pecho y la excesiva delgadez de sus brazos, de los que cuelgan las mangas renegridas de sangre, por lo pronunciado de la oquedad de la que emergen sus ojos, por el leve encorvamiento de su postura.
A diferencia del cirujano del cuadro muy famoso, no es un especialista célebre en medio mundo sino, como sabemos, un simple aprendiz; y en realidad ni siquiera esto es a cabalidad: digamos con mayor propiedad que se trata de un siervo del señor de la región que se emplea (a fondo, eso sí, con apreciable diligencia) en el estudio de la anatomía humana, como parte de su curso por una escuela que no será elevada al estatuto de universidad, del mismo modo en que su padre y el padre de su padre, hasta donde se echa de ver, lo hicieron en las caballerizas o en los campos de labranza.
Su mirada, también a diferencia de la del cirujano en el cuadro muy famoso, no se dirige hacia lo alto, hacia la cumbre encrespada y ya algo borrosa en la que ondean las jerarquías, sino hacia abajo, en dirección al cuerpo que yace, malamente tendido, en la mesa de disecciones. Sabe (e incluso, a pesar de lo que se empeñen en comunicarnos las apariencias, es capaz de asociar a esta sabiduría, cuando tiene que exhibirla ante profesores o condiscípulos, cierto ardor) que una idea sólo vale si ha surgido como testimonio del cuerpo; y sabe asimismo que este principio debe ser enunciado como una ley de imperio universal, que no importa de qué cuerpo individual se trate. Si del suyo propio, o de esa masa blanca y rotunda que ahora, ante él, se extiende dilapidada sobre la mesa de disecciones, a punto de apestar seriamente y de quedar de una vez por todas vencida por el caos (pero ésta es una circunstancia contingente, que debemos despreciar).
Un accidente imprevisto ha terminado súbitamente con el estado de absorción en el que el aprendiz se ha mantenido sumergido durante los últimos minutos. Un suero espeso y amarillento había empezado a manar con lentitud pero sin interrupción desde que el escalpelo se hundiera por primera vez en el pecho del cadáver; ahora, tras haber continuado discurriendo imperceptiblemente a través de la superficie de la mesa de disecciones, se ha destilado más allá de su límite horizontal, y esta vez sí ha notado con incomodidad cómo el cadáver no ha permanecido totalmente inmóvil —aunque entiende que la inmovilidad es un atributo del que nadie en su recto juicio se atrevería a despojar a un cadáver— sino que, aunque sólo de este modo parcial y casi figurado, ha venido a derramarse sobre sus pies. Ese encuentro casual es para el aprendiz el frágil esqueleto que envuelve y da provisional consistencia a una acre ironía. Pues líquidos de este tipo, de los que le vienen gratuitamente al encuentro, no busca, sino una especie mucho más sutil, esa que lubrica los acoplamientos, las conexiones, las zonas de transición entre el cuerpo y su límite, al mismo tiempo la causa eficiente y el término de su extensión, cuya condición fugitiva y cuya tendencia a ocultarse en la periferia de los órganos sensitivos son de sobra conocidas, y que no es ni más ni menos que la esencia destilada por ese fundamento —precisamente por líquido o gaseoso poco adecuado para fundamentar nada— que ha tenido tantos nombres que hoy por hoy más vale no nombrar sino palpar, tocar, últimamente deshacer, escalpelo en mano, a través de la frágil mediación de su envoltorio, y en cuya búsqueda el aprendiz ha consumido, infructuosamente por lo menos hasta este preciso momento, los últimos meses de su vida. Y una cantidad de cadáveres que ya no puede, ni quiere, fijar en un número preciso.
Por lo pronto, y a tenor de los últimos acontecimientos, toca pasar por alto los fluidos —no importa de qué especie—, diferir cualquier impulso a dejarse internar por una seducción tan peligrosa como apremiante, y concentrar toda la atención en el examen más básico, aunque en definitiva no menos imprescindible, de la consistencia exterior, de esa trama grisácea de membranas y fibras laminosas cuya contextura es granulosa y amorfa, pero sólida en definitiva. (¿Pero acaso no fluye, como se acaba de ver, también ese cuerpo inerte que descansa —es una manera de hablar— sobre la mesa de disecciones, ese cadáver del que paulatinamente, en lo que la jornada avanza, van emergiendo filamentos y orbes delicados e irregulares, poco antes de que sus formas vacilantes se disuelvan del todo en una leche turbia y espesa?; ¿acaso no fluye su propio cuerpo de alumno de cirujano prematuramente envejecido, doliente, ya en tránsito hacia la cada vez más fétida horizontalidad de la mesa de disecciones?).
Antes de poner nuevamente manos a la obra, no se resiste a recorrer una vez más con la vista lo que antes ha recorrido, sin encontrar apenas resistencia, con el escalpelo. Pero la luz que se proyecta desde afuera, desde el mediodía tenue, casi invernal, es insuficiente, los ojos están cansados y, encima, los sabe proclives —aunque no menos que los pozos erráticos, o simplemente ciegos, de las membranas olfativas— a dejarse caer en trampas inmemoriales en las que ya no sería lícito caer. Los dedos, entonces, recorren, alrededor del plexo lumbar, las avenidas circulares del árbol sanguíneo que el escalpelo ha transitado hasta dejar irreconocibles: los nervios raquídeos, la vaina femoral, las fibras estrelladas del nervio obturador. Sucede que a la altura de la pelvis, alrededor de las inervaciones del plexo sacro, se produce un desvío —de una clase que no obedece a ninguna progresión o regularidad razonable, fisiológica o metódica— hacia el diafragma, desde donde se esparcía una vibración que el tacto del aprendiz ha tardado en percibir sólo lo justo para que su mente la asimilara como un dato positivo en vez de desecharla como producto falaz de la ofuscación o del delirio (sucedió de este modo como si le hubiera sido concedida una súbita audiencia en un cámara escueta, abovedada, demasiado expuesta a los ecos y más fácil de invadir de lo que comúnmente se cree).
En este momento el aprendiz, como si lo sacudiera una emoción hasta ahora desconocida, levanta por primera vez en mucho tiempo la vista del cadáver, se dirige a una esquina del salón —la más oscura, la más alejada de la mesa de disecciones— y, luego de respirar sostenidamente, con el rostro hundido en la pared, intentando aspirar más las frías humedades vegetales de la piedra y menos la atmósfera —ya infecta— de la habitación, se deja deslizar hasta el suelo. Las baldosas de barro cocido del suelo (sus formas romboides, y —sobre todo si se toman una a una y se comparan entre ellas— levemente irregulares; su textura rugosa que al mismo tiempo resulta, como era de esperar, viscosa al tacto) retienen su atención por un momento. Aunque, en rigor de verdad, las baldosas y sus cualidades sensibles no podían incumbir, en este momento, más que superficialmente a la mente del aprendiz, a la que hay que concebir poseída por la consideración del movimiento. Por ese movimiento particular que hay, o que ha habido, o que —sólo esto es lo que, en definitiva, no admite duda— ha percibido en la superficie del cadáver pero que muy posiblemente (es, cuando menos, justo considerarlo) emerja desde muy adentro; aunque claro está que decir movimiento, en estas circunstancias y dentro de la mente del aprendiz, equivale a decir conexión, tráfico, conspiración, o sea eso que se vale del movimiento para realizarse de una vez por todas y que se da por sentado, se reconozca abiertamente o no, siempre que se trate de manipular, sobre el soporte de una mesa de disecciones, así sea con el mínimo rigor científico, las interioridades de un cadáver.
Pero muy pronto se levanta; muy pronto está, como siempre, apostado ante la mesa de disecciones. Y, de hecho, esta vez la sensación del movimiento fue considerablemente más intensa cuando la superficie de la caja torácica del cadáver, todavía no hollada por el escalpelo, fue ocupada por una mano del aprendiz, quien, no obstante, también pudo comprobar en ese momento cómo lo que se cubría con la apariencia de una sólida masa marmórea no era en realidad otra cosa que una precaria red articulada alrededor de minúsculos intersticios; y, al mismo tiempo, cómo el movimiento se fragmentaba, o más bien se irradiaba hacia una multiplicidad en tal grado dinámica, en tal grado nerviosa, en tal grado inesperada que el aprendiz, casi sin meditarlo —y en contra de su habitualmente severo respeto por el método—, practicó una incisión con el escalpelo que seguidamente ensanchó cuando introdujo la mano. Lo que alcanzó (lo que agarró) lo supo o lo intuyó, antes de que efectivamente sus dedos dieran con nada que tocar, por los agudos chillidos que se habían empezado a escuchar (chillidos inconfundibles, chillidos de crías de rata) y que, una vez que la camada estuvo fuera del cadáver, sobre una mano del aprendiz, resultaron más estridentes.
Se trataba de un conjunto cálido, vibrante, frágil y casi homogéneo que el aprendiz depositó con una demorada flexión en el suelo, al pie de la mesa de disecciones, antes de doblarse en una arqueada de náusea. La repulsión que lo invadió en ese momento tal vez en el fondo fue debida, más que a la mera imagen de los cuerpos diminutos y blandos que se retorcían y se mezclaban bajo la presión instintiva y compleja del peligro y la voluptuosidad, a la disminución penosa, humillante que la mente del aprendiz registraba en su descenso del empíreo del movimiento puro (de aquella pureza descarnada, vectorial, casi conceptual). Lo que siguió fue el pisotón, el estruendo seco y grave en el que terminaron por afluir bruscamente los afilados gemidos como tropos dispersos que se hubieran fundido en la voz tenor bajo el derrumbe de la capilla, la bota una vez más embarrada de un nuevo líquido mucho menos denso, mucho más fácil de disipar sobre la superficie de cuero gastado (pero no por eso será capaz de ver, en la costra opaca en que los humores, después de cuajar, se confundirán, nada más que el emblema tal vez demasiado evidente de un fracaso decuplicado por el azar y la ansiedad).
Es comprensible que, ante las dos alternativas que en las presentes circunstancias se le abrían (por un lado, permanecer en el gabinete hasta que la luz lo permita; por otro, regresar a la cavilación insomne que ocupa sus días, a la penumbra de las galerías tumultuosas e interminables que rodean el estricto espacio de la mesa de disecciones, a la pena del dormitorio y del alimento diario), el aprendiz haya optado por dar por terminado el trabajo de la jornada, sin posteriores consideraciones sobre el estado de desarrollo de su investigación. Por otra parte, es imposible saber si habría ocurrido lo mismo con el del cuadro muy famoso, pero este cadáver ha empezado a heder por encima del límite de lo soportable.