El parque temático / Bruce Swansey

a Patrick Dawson

El portón de hierro que había sido rojo brillante, ahora deslucido y comido por la herrumbre, rechinó pesadamente sobre sus goznes. Entre la calle y el patio se abría un paréntesis de sombra que lo era también de silencio entre el ruido del tráfico y los alaridos de quienes habían franqueado el umbral. Abandonado a la entrada, tuvo que avanzar porque no había espacio para detenerse y porque muchos se aglomeraban detrás suyo. Apenas le dio tiempo de voltear a ver a su madre, quien le hacía señas despidiéndose y, sonriéndole, lo apoyaba para que continuara avanzando.
No podía ser de otro modo, ya que contaba con la edad reglamentaria para ofrecer su vida, aunque apenas despuntara. Todavía pudo verla desvaneciéndose en la luz de la mañana. Los horrores que le habían confiado hacía un par de días ante el estanque de los patos y los que se había imaginado no eran tan espeluznantes. Los gritos se volvieron insoportables, las carreras más frenéticas, el cazador y su víctima encadenados por impulsos opuestos pero complementarios.
     Recogido sobre sí mismo, vislumbró la calle y en ella los coches y deseó ir en uno de ellos, en cualquiera, con tal de alejarse de todo lo que amenazaba con destruirlo. Pero ninguno se detenía, nadie protestaba, aunque supieran que los aguardaba el suplicio inminente. Lo sorprendió distinguir los trinos de los pájaros y el movimiento del follaje que ondeaba mecido por el viento. Ésa es la forma que tiene la fatalidad de suplantar el terror de la víctima y enmascararlo.
     Supo que jamás regresaría a su hogar porque el portón volvió a rechinar sellando pesadamente el encierro, del que era imposible evadirse, rodeado como estaba de bardas inexpugnables. Se atrevió a mirar a su alrededor y adivinó en los rostros de sus compañeros miedo semejante e idéntica desesperanza, seguros como estaban de que además sus padres los habían conducido allí conscientes de que esa mañana soleada y fresca sería la última.
     Eso fue lo que más lo hirió: la certeza de haber sido traicionado mediante mimos, halagos y palabras dulces que se había esforzado en creer, cómplice del engaño que ahora se le revelaba en todo su vertiginoso horror. Supo que nadie regresaría y que todos conocían la magnitud de la mentira que como cepo se cerraba sobre ellos. Estaban perdidos. Irremediablemente perdidos.
     El sol continuó su ascenso hasta alcanzar la mitad del orbe y, agobiado por la tensión y por el calor, comenzó a adormilarse, aunque sabía demasiado bien que debía mantenerse despierto y vigilante ante cualquier oportunidad, por mínima que fuese, de liberarse. Luchó con todas sus fuerzas contra el sueño respirando profundamente, hincándose las uñas en los brazos, mordiéndose la lengua, pero la cabeza se le iba y, por más esfuerzos que hizo, las caídas eran cada vez más profundas, hasta que una de ellas lo sumió en estado letárgico.
     Fue entonces cuando los desnudaron y, coronándolos con espigas teñidas de rojo, les pintaron el cuerpo, la mitad color terracota, la otra mitad blanco. Los obligaron a marchar con otros que también habían sido despojados de su ropa y pintados de idéntica forma. Como rebaño, fueron separados por vallas y conducidos en grupos pequeños a un corral vacío salvo por estructuras en forma de ángulo coronado con un tronco transversal, pintadas en distintos colores: predominaban el amarillo y el rojo, pero también había azul intenso y verde sombrío.
     Al pie de esas estructuras, unos hombres los obligaron a beber una pócima blancuzca en la que flotaban hierbas maceradas cuya propiedad era suplantar el terror convirtiéndolo en júbilo. Después de beberla todo resultaba gracioso. Los testigos de semejantes preparativos golpeaban imperturbablemente grandes tambores, hacían sonar los atabales y ululaban.
     Después los condujeron en estado eufórico hasta aquellas estructuras y, escogiéndolos al azar, los ataron, las piernas bien abiertas, los brazos ceñidos al tronco transversal que remataba cada estructura. Dos hombres esperaban, los cuerpos y cabelleras ensangrentados. Los tambores dieron la señal para que los hombres se acercaran y uno alzó la cabeza de la víctima para facilitar que el otro ejerciera presión hasta fracturar el cuello, que cedió con un sonido leve y seco.
     El hombre que tenía las manos libres, el más fuerte, desató entonces el cadáver que le correspondía y, con el hacha que llevaba colgando de la cintura, lo desmembró. La cabeza fue lo primero que cercenó y después los brazos y piernas. Por último, con una navaja, hizo una incisión en el torso y extrajo el corazón, despositándolo en un cuenco de oro. La sangre y los pedazos de carne y de vísceras fueron depositados en cuencos de barro que se ofrecieron a los congregados, pero el corazón fue reservado para enterrarlo bajo un árbol mustio y polvoriento cuyas hojas embarraron de sangre.
     Había racimos de miembros abandonados detenidos en una danza en la que lo único ausente era el torso, brazos y piernas esparcidos en la tierra de un extremo al otro, manos que buscaban los brazos a los que hasta hace poco pertenecieran y que, abandonadas cerca de una mancha de sangre, parecían sostener delicadamente un oscuro velo que flotara sobre el polvo, mientras los sacerdotes proseguían su oficio sin descanso. El hedor de la sangre corrompía la jornada.
     —El sacrificio de un hombre alegra a la Divinidad durante mil años y el de tres hombres durante tres mil años —entonaban monótonamente.
     En una de las esquinas —porque se trataba de un cuadrilátero—se erguía una plataforma rematada por una torre circular a la que ascendía una escalerilla. Una vez arriba, se luchaba para no ser empujado al vacío, al que finalmente, por cansancio o por deseos de terminar con todo cuanto antes, las víctimas se abandonaban, mientras los sacerdotes esperaban abajo su desplome para aplastarlas con grandes mazos.
     Escépticos de que los dioses pudieran ser aplacados, y de que la vida de un hombre pudiese ser rescatada de otra manera que mediante la de otro, había que inmolarlos. Ofrecieron los restos a las hogueras para satisfacer a los dioses infernales que aspirarían la sangre alimentándose de sus efluvios. Para que fueran gratos a las deidades y su sangre más rápida que el relámpago y más activa que el rayo, era necesario destruirlos.
     No todos permanecieron en aquel corral siniestro desde donde podían contemplar las acciones de los hombres cubiertos con cascos bruñidos coronados de cuernos y refulgentes bajo el sol.
Los demás fueron conducidos a otro lugar que, a diferencia del primero, estaba cubierto. Allí sólo una parte estaba iluminada y pudieron reconocerse furtivamente, pero como si se vieran desde la más remota distancia, como dicen que los muertos contemplan a los vivos. Los rescoldos crepitantes les hicieron entrever bosques amenazantes cuyos árboles se animaban al conjuro de la palabra, y brujas ávidas y ogros hambrientos. Había también animales que parecían más humanos que quienes afuera perseveraban en sus movimientos frenéticos y en la crueldad sistemática con sus semejantes.
     Era imposible saber cómo o de dónde surgían aquellos seres, y también qué perseguían. Lo cierto es que, una vez en la gruta, la mayoría guardaba silencio, porque en la oscuridad acechaban presencias súbitamente próximas.
     La cueva debía de ser enorme porque no era posible distinguir sus confines ni su profundidad. Por eso también la mayoría de quienes allí se encontraban preferían mantenerse fijos en su lugar, volteando constantemente y atisbando por el rabillo de los ojos la danza de los fantasmas: un soplo detrás del lóbulo de la oreja, un quejido donde arranca la nuca, un alarido que rasga la oscuridad, puertas que se azotan y los golpes de una carrera súbitamente extinguida en el más absoluto silencio. Abandonados, era imposible romper el cautiverio, encontrar los senderos que los condujeran a la liberación.
Infeliz es aquél a quien su infancia sólo le trae recuerdos de pesadilla y desolación, de miedo y de tristeza que transcurre en las remotas cámaras de los domingos hundidos en el légamo tumefacto de los templos. Desperdigadas, arden fuentes de luz leprosa que se derrama sobre paredes de piedra brillante por la humedad.
     Fueron conducidos hacia una entrada que se abría como enorme boca en el centro y debajo de un espacio más elevado que podría haber sido un escenario o un altar. De tanto en tanto algo rechinaba gravemente, como si los cascos de dos naves demasiado cercanas se rozaran entre sí, un sonido submarino, apagado por el agua pero aun así perceptible como una queja. Fue lo último que escuchó antes de ser conducido en compañía compacta hacia el umbral del túnel que apenas cruzado transmitía una desagradable sensación de humedad fétida.
     El túnel se adentraba en la oscuridad. Avanzaban en una hilera extrañamente silenciosa porque a pesar de que el piso era de piedra sus pasos eran silentes, como si los dieran sobre una superficie afelpada. Notó que el túnel empezaba a descender y, aunque la oscuridad inundaba el lugar, se acostumbró a ella y así identificó las sombras que dentro de la sombra descendían. El piso exudaba humedad y sus zapatos se pegaban por instantes a una película de lodo. Las paredes tenían recesos lóbregos que al parecer no conducían a ningún sitio, como si hubiesen sido cavados para detenerse en ellos o como depósitos a manera de cámaras. En ellas había objetos abandonados, cosas extrañas depositadas allí por el naufragio del tiempo.
     Aunque podría decirse que buceaban en la oscuridad, una especie de fosforescencia la encendía con un fulgor pálido que delineaba sus cuerpos, bultos prietos que aumentaban y disminuían a cada paso, recortando sus figuras monstruosas y cambiantes sobre las paredes y el techo abovedado.
Los rescoldos crepitantes les hicieron entrever bosques amenazantes cuyos árboles se animaban al conjuro de la palabra, y brujas ávidas
y ogros hambrientos. Había también animales que parecían más humanos que quienes afuera perseveraban en sus movimientos frenéticos
y en la crueldad sistemática con sus semejantes.

Conforme avanzaban, el descenso se hizo más pronunciado y el túnel comenzó a girar, primero en una curva amplia que fue estrechándose hasta cerrarse en círculos cuyo suelo había sido mellado por los incontables pasos de quienes los habían precedido. La humedad también se hacía más presente y la fosforescencia le permitía ver las cámaras que se extendían irregularmente a los lados como criptas, osarios de los que surgía un hálito gélido, como el que emana de las tumbas ancestrales.
     El túnel descendía en espirales cuyas paredes estaban cubiertas de moho y lama, y el olor acre a espacio condenado en el que no circula el aire se hacía más penetrante. Después de un rato notó que los peldaños ya no eran bloques de piedra sino que habían sido escarbados en el interior de aquella cueva vertiginosa que se hundía en las entrañas de la tierra.
     A pesar de que eran muchos los que formaban aquella cadena humana, el silencio se había vuelto más denso. No era posible distinguir ni el más leve sonido ni tampoco el eco de la marcha en aquel vacío en el que, conforme descendían, vislumbró más cámaras cavadas en la roca, catacumbas apestadas y galerías de pánico en la oscuridad.
     Sabían que eran conducidos a donde residía la maldad original, el inspector que sólo podía ser contenido en semejante subterráneo.
     Distinguió la danza de un pabilo azulado y pálido y luego escuchó el chasquido de un agua lenta y pesada, densa como el aceite. Los peldaños fueron haciéndose más anchos y la llama leprosa reveló por un instante el centro de aquel laberinto en el que crecían plantas cenicientas de formas monstruosas, enormes hongos ponzoñosos que secretaban venenos púrpuras sobre el légamo verdigris en el que se retorcían los innumerables anillos de larvas translúcidas.
     Pensó que el pánico lo haría perder el sentido. Pero algo distinto ocurrió en la oscuridad: enlazó su mano con otra mano y este contacto lo tranquilizó, dándole esperanzas, aunque no supiera de qué. Pensó entonces que lo único factible era tomarse de las manos y así buscó otra mano y, estrechándola, sintió su respuesta. Y así sucedió con los demás, formándose una línea que reemplazó la dispersión, y con ello la voluntad sustituyó a la desesperación. Lo que pasaba al frente y al final los alertaba a todos, que así avanzaban zigzagueando en la oscuridad.
     El cordel humano continuó avanzando lentamente a través de espirales descendentes de piedra que abrían en el abismo balcones desde donde podían ver fragmentos del destino que los esperaba. Enlazados, daban vueltas y más vueltas, tornando las cabezas a un lado y al otro, girando los troncos y alzando las piernas, aunque no distinguieran nada salvo el frío que se recrudecía. El camino se hizo más estrecho y las vueltas más cerradas, de tal forma que el resplandor, de suyo débil, aparecía y desaparecía alternadamente, hasta que se detuvo y, apretando la mano de quien le seguía, indicó que la fila debía detenerse.
     Habían llegado al fondo. Una luz enfermiza difuminaba su resplandor fosforescente. Hacia él se dirigieron con cautela, atentos incluso al sonido de su respiración que volvían a distinguir. Allí donde germinó la ilusión apareció un hilo invisible que los guió a través de los retruécanos hasta el umbral donde eso acechaba.
     Supo que tendrían que prepararse para enfrentar un horror que estaba más allá de cualquier imaginación, ya que en el centro del infierno se encontraba un ser que ninguno se atrevería a describir.
Aquello era la suma de lo que se descomponía en fragmentos putrefactos y que conservaba una vaga semejanza con la figura humana que lo hacía, por ello, más repugnante aún, hecho de vasta carne agusanada y purulenta, que reventaba aquí y allá en las explosiones pestilentes de la corrupción.
     A pesar de su avanzado estado de putrefacción, aquello estaba vivo y se movía con una velocidad desconcertante, dotado de unas mandíbulas capaces de triturar incesantemente los restos de cuerpos abandonados en posturas grotescas porque se trataba de cadáveres incompletos, a medio devorar. En las fauces sostenía un silbato que soplaba con cada movimiento.
     Desde allí vio tornos, pinchos, parrillas, cuchillos de todo tipo y tamaño, largos tenedores de hierro, cucharas y cucharones y grandes tinajas para recoger la grasa. El centro de la cueva era una enorme cocina. Al lado de una hoguera crepitante los esperaba un ser que no era hombre ni animal. En el suelo observó huesos y cráneos pero también despojos agusanados e irreconocibles. En una de las paredes podía leerse: «Casa del Burro Balbino».
     Al ver aquellos despojos supo que cada uno había encontrado su fin individualmente. Y así fue como, retrayéndose para no ser descubierto, les comunicó a los demás su plan. Era muy sencillo. Había que cruzar la cámara porque al otro lado se vislumbraba la continuación del camino, pero quienes lo intentaron fueron víctimas de su propio terror.
     El centro del laberinto estaba ocupado por el Inspector Solís, cuya fabulosa gordura llenaba el espacio taponándolo, túmulo de grasa impaciente. Los aguardaba royendo lo que encontraba a su alcance y su respiración era pedregosa y difícil, calmándose sólo cuando encontraba un bocado lo suficientemente grande. Cada movimiento suyo era como la piedra que se arroja al estanque, sólo que en lugar de las ondas cristalinas que se esparcen a partir del epicentro, éstas eran ondulaciones de carne que hacían trepidar la pocilga subterránea, cancelando la única salida. Pero juntos podían intentar algo.
     En la hoguera había troncos, pero también astillas encendidas, y en el suelo se apilaban algunas piedras. Los mismos huesos podían ser utilizados. Lo importante era actuar como si formaran idéntico cuerpo. Sólo de esta manera podían vencer. Todo dependería de la decisión con la que irrumpieran en aquel recinto y de la celeridad con la que emprendieran la danza. El menor titubeo significaría la muerte.
La batalla fue desigual: ni los palos ni las piedras y ni siquiera las astillas encendidas que soltaban su lamento de humo pudieron nada contra la bestia hozante, cuyas poderosas mandíbulas destrozaron a varios, pero los giros de los cuerpos y los alaridos, en cambio, la desconcertaron paralizándola en un gesto agónico. Se dice que a partir de entonces comenzó a declinar a causa de una sistemática falta de apetito que la desinfló hasta desaparecer, pero es imposible afirmarlo porque nunca nadie volvió allí.
     Al mediodía el portón volvió a rechinar disipando la oscuridad que los separaba del exterior y que ahora cruzó en sentido contrario. Afuera lo esperaba su madre.
     —¿Cómo te fue?
     Torció las comisuras de los labios hacia abajo y levantó los hombros como quien no tiene nada nuevo que comunicar.
     —Bien —fue todo lo que respondió y eharon a caminar bajo la sombra de las jacarandas en flor.
     Había aprendido, sin embargo, que los sacrificios siempre suceden en un lugar determinado, en una fecha precisa y a una hora que no admite retras.

 

 

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