dirección: palestina
No es regresar pero la idea del viaje aparece con ese verbo a cuestas. Ese verbo y todos sus sinónimos empiezan a abrirse espacio a codazos. Una sucesión de eventos fortuitos me empuja en dirección palestina. Ocurre así la aparición del primer emisario: me subo a uno de los cientos de taxis llamados gitanos que circulan por mi barrio neoyorquino. Tomándolo por dominicano o ecuatoriano me dirijo al taxista en español para pedirle que me lleve al aeropuerto, pero escucho en su respiración un leve acento que tampoco es gringo. Afino el oído, detecto entre sílabas una inflexión árabe. Antes de preguntar y acaso equivocarme me fijo en la tarjeta de identificación adosada al respaldo de su asiento: tiene un nombre inequívoco, un nombre unido para siempre a la resistencia palestina. Jaser. Árabe de dónde, le pregunto, y en el retrovisor reconozco los ojos de mi abuelo que me sonríen. Es un palestino de un pueblo al norte de Jerusalén que no identifico. Cerca de Ramallah, agrega. Un pueblo del West Bank, aclara en inglés por si tampoco sé de esa ciudad. No debe de estar tan lejos de Beit Jala, le digo yo, y él dice que no está nada lejos en distancia, aunque en tiempo todo depende, y deja la frase en suspenso. Y entonces le digo que de ahí proviene una parte de mí. Le pregunto si conoce mi apellido pero él no lo conoce. Le menciono otros apellidos palestino-chilenos y a continuación le cuento que en Chile vive la mayor comunidad palestina fuera del mundo árabe. Que los primeros palestinos inmigraron desde cuatro ciudades cristianas de Cisjordania. Que a Chile siguen llegando los suyos, sólo que ahora vienen en calidad de refugiados. Que los últimos en llegar venían de Iraq. Ahora son todos musulmanes, como usted, le digo. Y le digo además que aunque la comunidad es fuerte yo fui criada como una chilena común y corriente. Veo desde atrás su cabeza asintiendo a todo lo que digo, pero cuando llego a la última línea Jaser da vuelta la cabeza y me corrige. Usted es una palestina, usted es una exiliada. ¿Usted no conoce su tierra?, me dice sin recriminación. Debería ir allá, usted. ¿Para dónde viaja ahora? Oye, dice, dejándose de formalidades, desde España los territorios no están tan lejos. Unas cinco horas en avión. Debería ir, insiste, volviendo a lo formal, le va a encantar, y empieza su campaña del porqué del regreso. Volver a Palestina, imagino mientras habla, y comprendo que nunca se me había ocurrido ese destino. Lo pienso un momento más al tiempo que me meto en el bolsillo la tarjeta de Jaser pero al llegar al aeropuerto descarto la idea y la tarjeta. Archivo ambas como una curiosidad, como una extraña anécdota.
otra vez ramallah
Regreso a Nueva York de ese breve viaje europeo y preparo las maletas para partir a Chile. Pido, otra vez por teléfono, un taxi-gitano y al subir al auto veo aparecer al mismo viejo genio de la lámpara anterior. Hay cientos de taxistas latinos que circulan por el norte de Manhattan pero es Jaser quien en el instante de mi llamada circula más cerca de mi casa que ninguno, él es quien llega, por eso, a recogerme. ¿Y para dónde va ahora?, me dice levantando mi maleta y los labios en una sonrisa. ¿Ahora sí Palestina? Algo así, le contesto, pensando que Chile es mi único Levante. De mi familia en Beit Jala no quedan más que un par de mujeres que llevan en algún lugar el Meruane. Los demás detentores del apellido viven desperdigados por nuestra loca geografía. Quizá en Chile usted también tenga a alguien, le digo, abriendo la ventana, pero Jaser no tiene a nadie allá. Su familia se aferró a lo poco que les queda porque eso es lo que hay que hacer ahora, dice. Aferrarse a lo poco que queda de Palestina para evitar que desaparezca. Que la hagan desaparecer porque dejamos las puertas abiertas. Éste es el momento de quedarse, es el momento de volver. Pero usted está aquí, igual que yo, observo. ¡Alguien tiene que mandarles la plata!, responde en su castellano dominicano lleno de arabescos. Veo sus grandes ojos en el retrovisor, su cabeza que gira cuando el auto se detiene en la luz roja, su mano extendiéndome unas galletas de almendra que su mujer le prepara para su largo día de autopistas. ¿Y entonces, dice, tragando con dificultad la masa dulce, cuándo va para nuestra tierra? En marzo, le digo por decir cualquier cosa y aunque no tengo fondos para ese viaje empiezo a imaginar que lo que digo es cierto.
moneda al aire
Lanzo al aire una moneda mental: si alguna invitación me lleva a Europa yo me estiraré hacia el Oriente por mis propios medios. La moneda gira sobre sí misma mientras pienso en tantas restas. El regreso frustrado de mis abuelos. La negativa de mi padre. La integración que acabó por aplanar la diferencia palestina en mi país. La invisibilidad de la causa en el lugar donde resido. La censura del escritor-en-Jaffa y la necesidad de tachar su relato. Una historia llena de agujeros. Tengo que sumarle a esa resta, pienso. Volverme Palestina. Volver. Echo al aire otra moneda y ahora suena a metal: en mi buzón pronto aparece una carta de invitación a Londres.
un muchacho casi palestino
Hamza se presentó el primer día de clases como jordano pero al descubrir el origen de mi apellido corrige su relato: yo también soy palestino, un palestino nacido en el exilio. Sonríe complacido de haber encontrado a alguien como él. ¿Y cómo es que no conoces Palestina si puedes entrar?, pregunta, asombrado, en un inglés tan exacto que suena impostado. Un inglés tomado como préstamo de algún libro. Le digo que Palestina me ha mandado emisarios, señuelos, incluso una invitación que me dejará a medio camino. Hamza me mira intrigado, sin entender que él ahora es otro de esos enviados y que cada mención suya se volverá una referencia. Una nota en un cuaderno. El motivo de una búsqueda. No deje de ir a Yalo, deja caer Hamza; a Yalo o Yalu, agrega. En las afueras de Ramla, la ciudad de la arena. (anoto Ramallah; después, sobre un mapa, comprendo mi error). Hamza me dice que la familia de su padre salió de Yalo el mismo año en que la guerra le impidió a mi abuelo regresar a Beit Jala, el año en que Israel anexó Yalo y cientos de palestinos huyeron a Jordania. La familia de su madre se había exiliado veinte años antes en la primera estampida. Hamza lo dice con despojo británico aunque debajo se estremece la espina del refugiado que mantiene esta condición política como modo de reivindicación nacional. Hijo y nieto de desplazados, Hamza se entusiasma con ese regreso, el mío, porque regresar es lo que se le ha negado a su familia desde la Intifada de 1987. Él no había nacido todavía para el primer levantamiento pero ya carga con la herencia de un exilio, sueña, me dice, no puede evitarlo, con esa Palestina tan ajena y tan propia. Quiero preguntarle a qué Palestina se refiere, a qué trocito de esa tierra fracturada. Decido no hacerlo. ¿Qué hay ahí, en Yalo o Yalu?, le pregunto en vez, sin saber qué otra cosa preguntar. Nada, dice, no hay nada más que biografías truncas y muros de piedra rebanados a ras de suelo. Sobre lo que fue su casa y la de tantos vecinos hay ahora un parque nacional. Un parque, dice, es decir, una zona protegida bajo una premisa ecológica donde esos palestinos, aun si pudieran regresar, no podrían volver a construir. Un parque donde la historia quedó tapizada de árboles. Todavía se pueden encontrar ahí las huellas del desalojo, los cimientos de esas casas arrancadas de cuajo. Porque los olivos, dice Hamza, continúan creciendo donde quedaron, siguen cargando las ramas de aceitunas aunque no haya quien las coseche. Hamza se va y yo me voy también esa tarde a casa, a la pantalla en busca de ese cementerio urbano que alguien describe como «tierra de nadie». Alguien contesta que de nadie no es, que es tierra palestina usurpada violando la legislación internacional, y alguien más denuncia que el parque fue financiado por alguna adinerada comunidad sionista canadiense. Ir a Yalo a visitar la casa desaparecida de Hamza, pienso, y esa construcción incorpórea se queda dando vueltas y vueltas hasta que mi alumno regresa la siguiente vez. Ahora trae un mensaje de su madre desde Jordania. Una sugerencia culinaria para cuando yo esté en mi tierra. La recomendación tiene un nombre que nunca he oído y que suena entre sus labios a loos o quizás loss, la palabra inglesa de la pérdida. Pero loos o loss en árabe significa almendra cruda cubierta de una piel verde aterciopelada y muy gruesa que se come sin pelar, con un poco de sal y quizás aceite. Almendra que mi padre tampoco identifica cuando le pregunto. Ninguna de mis tías sabe. Anotaré esta palabra tal como suena, y la encontraré semanas más tarde en un mercado de Belén, sobre un carrito de metal, en medio de una callejuela. Compraré un paquete de esas almendras ásperas y se las traeré a Hamza sin confesar que fue imposible tragarme el grueso terciopelo de su madre.
who are you
Se acerca la fecha de Londres casi sin preparaciones y empieza a darme vértigo el viaje. Mi tía-la-mayor me manda a decir con mi padre que debo ir a visitar a esas tías lejanas y llevarles un regalo. Que compre unos chalecos de lana, o unos pañuelos, o una carterita que no pese en mi maleta: ella me pagará después. Y que las llame cuanto antes, manda también a decir. Mi padre dicta un número de teléfono y me pide que se lo repita. Pero pensar esa llamada me da más vértigo: en qué lengua vamos a entendernos. En castellano, por supuesto, dice mi padre, porque esa tía vivió unos años en el sur de Chile; fue hace mucho, me asegura, pero dicen que todavía algo habla. Dejo el número sobre mi mesa un par de días o tres, indecisa. Se va cumpliendo un plazo que no me deja alternativa. Me obligo a marcar y a preguntar por Maryam. Hola, digo, ¿Maryam? Maryam, oigo como eco del otro lado, y luego una larga frase en árabe que podría ser una pregunta o un cántico mortuorio. Hola, repito, hello, repito, ¿english?, y trato de decir marjaba pero se me enreda la lengua. Repito: Maryam. Quien atiende debe ser la otra hermana, la que no estuvo nunca fuera de Beit Jala, la que no habla más que árabe pero que me lanza algunos pedazos de inglés y me da a entender o yo interpreto que Maryam fue a ver a un pariente enfermo y que volverá a alguna hora, o al día siguiente. Hay un silencio seguido de un lento who are you, y yo trato de explicarle quien creo ser. Hay entonces un momento de agitación al otro lado de la línea, la agitación de una lengua que intenta traducir lo que le digo y que bajo presión por contestar algo empieza a gritar la única palabra que tiene a mano. ¡Aaaaaa! ¡Family!, dice, entre grandes aspavientos, ¡family!, ¡family!, y yo sin saber qué más decir, le contesto, yes, yes, y empiezo a reírme porque hay estruendo y hay exageración y hay confusión en esa palabra, y hay también un vacío enorme de años y de mar y de pobreza, pero a cada family que ella grita más me río yo, diciendo yes, family, yes, como si hubiera olvidado todas las demás palabras y sus significados. Y en ese tiroteo telefónico no sé si llego a decirle o si ella habrá entendido que estoy por viajar o por volver y que me gustaría ir a visitarlas.