(Quebec, 1959). Una de sus últimas publicaciones es la plaquette virtual Un árbol invisible (Ediciones Malpaso, 2019).
Mi primera pena de amor sucedió en gran parte por culpa de un libro. Hablo del libro tal y como existía en tiempos pretéritos, los de mi infancia en un suburbio de Quebec, capital de la provincia homónima, cuyo extremo norte roza el círculo polar. Me refiero aquí al libro antes del fax, antes de las computadoras, es decir, ese objeto en versión papel que sólo se podía hojear o consultar en una biblioteca si uno no poseía un ejemplar de dicho volumen en casa.
He de haber tenido en aquel entonces unos ocho años. Jugando en el arenero (lo que nosotros llamábamos un «carré de sable») de los vecinos, me encontré, enterrada, una cuchara extraña: era plateada, y su mango lucía el perfil de un hombre con un tocado hecho con una piel de mapache y rematado por una cola esponjada y rayada. Llegué a casa feliz de mi hallazgo. Acto seguido, se lo enseñé a mi padre, inquiriendo sobre la identidad del extraño cuya cabeza estaba acuñada en el metal de la cuchara. A esa edad, mi padre me parecía más conocedor que Dios mismo de los personajes reales e imaginarios que poblaban mi imaginación. Él exclamó con autoridad, como quien tiene don de gente y sabe de reyes y emperadores: «El señor de la cuchara es Davy Crockett, un héroe y explorador que descubrió ríos y bosques, pero vivió antes de que tú existieras en los pensamientos del Creador».
Para saciar mi curiosidad, mi padre propuso una ida a la biblioteca, a ver qué libros hablaban de él. Así podría apreciar las hazañas del desconocido de la cuchara como aventurero, militar y trampero que no tenía miedo ni de las bestias salvajes. Huelga decir que un celular, un motor de búsqueda informática o una pantalla de computadora eran artilugios dignos de la más estrafalaria ciencia ficción, por lo que entre los dos nos tardamos horas en encontrar en qué libro un autor mencionaba al tal Davy que supuestamente había participado en la batalla de El Álamo.
Volteando las páginas de los libros alusivos a la vida de Crockett que mi padre encontró en los estantes, quedé embelesada. No podía dejar de mirar los dibujos a color en los que aparecía el hombre de la cuchara: lo pintaban altivo, calzando botas de campo, vestido de pieles, fusil al hombro, como si el único horizonte posible fuera el de la vida salvaje en la que uno duerme a la intemperie. El flechazo que me propinó esa suerte de querubín arquero cuyo nombre desconocía entonces surtió efecto aun antes de que hubiéramos vuelto a casa tras nuestra pesquisa libresca: pese a mi corta edad, yo había caído bajo el hechizo del apuesto caballero de sombrero coludo.
Regresé varias veces a la biblioteca a voltear las páginas donde mi héroe aparecía, ora de trampero, ora de soldado, a veces de pistolero o defensor de la justicia. En la noche, tratando de conciliar el sueño, sostenía largas conversaciones con ese novio imaginario que solamente cobraba vida en hojas apretujadas entre una portada y una cuarta de forros. Hasta que un día, henchida de pasión, le revelé mis planes a mi padre: de grande, yo me casaría con Davy Crockett. Él, sin sospechar la plomada que caería con su respuesta en mi alma infantil, contestó que eso era imposible. Sin embargo, la imposibilidad de ese enlace de película no se debía a la insalvable diferencia de edad entre el señor Crockett y yo (no se me había ocurrido pensar que durante los años que me faltaban para ser una mujer casadera, Davy también habría envejecido a la par). Tampoco ese casamiento frustrado se debía al hecho de que la vida de los supuestos desposados transcurría y había transcurrido en siglos distintos, sino a algo mucho peor que los límites de la temporalidad: es decir, la incomunicabilidad lingüística. Ante mi asombro teñido de zozobra, mi padre puntualizó: «No puedes ser la esposa de Davy Crockett cuando crezcas porque no se entenderían, ya que él es estadounidense, y por lo tanto, no habla francés; ¿en qué idioma se comunicarían ustedes?».
No sé cuántos días lloré, afligida por una viudez prematura que no había antecedido ningún vestido de encaje blanco, ninguna boda solemne, ningún beso de príncipe, éste no azul sino color carne, tal y como lo dibujaban en las páginas de libros cuyos títulos he olvidado. ¿Será una perogrullada decir que era otra época?: las bibliotecas del siglo xx eran templos del saber en los que uno se aventuraba —democráticamente ya, después de milenios de analfabetismo generalizado— como en un laberinto habitado por un Minotauro. Lo que uno buscaba no se encontraba, como sucede ahora, al cabo de unos teclazos. El que un libro mágico —capaz de cambiar un destino— cayera en las manos de un lector en busca de una información específica procedía casi por arte de birlibirloque.