El Amasijo o Está ante Dios y, en lugar de hacerse a un lado, se postra

Alejandro Vázquez Ortiz

(Monterrey, 1984). En 2022 publicó la novela El corredor o Las almas que lleva el diablo (Literatura Random House).

Marlene despierta a la madrugada plena por el estruendo de un choque que se cuela en el sueño y, durante un momento, no sabe que está en el Amasijo. Sabe que es el impacto de un carro porque después del golpe sigue una especie de zumbido como de viento ululando a través de un silbato. Son las llantas que giran aceleradas al no tocar la tierra, fundidas contra el metal.

Se incorpora en el asiento delantero, ve a través del parabrisas roto, busca un destello en el horizonte anaranjado. Si el incendio está cerca podría levantarse a ver qué puede saquear; si no, buscará mañana. En el cielo sólo descubre una luz intermitente que flota en medio de la noche, abajo la superficie oscura del metal arrugado.

Acurrucada en el asiento cierra los ojos y escucha a lo lejos los automóviles que se suman al Amasijo. En medio de la noche, un prensado lanza un lamento. Chilla dos veces, a la tercera una voz lo manda callar.

Raro es que, como ahora, oiga silencio en el Amasijo. Una especie de hilo malsano de aire silente que deja escuchar los recovecos móviles de las máquinas amalgamadas en el Gran Choque Automotor: algunas mazas todavía giran en las ruedas, el chasquido del parpadeo perpetuo de las intermitentes, el goteo de líquidos entre juntas desgastadas. Pareciera que el Amasijo estaba a punto de encontrar la forma de moverse.

Antes de conciliar el sueño, Marlene escucha el zumbido de algo que ronda, pero no impacta. Una especie de zigzag motorizado que gira en espirales concéntricos. Lo oye hasta dormir.

Sueña con su llegada al Amasijo, en medio de un banco de niebla espesa que corta el parabrisas del Tsuru. Su padre está sentado adelante, pero tiene otro rostro. Uno que no conoce o que su imaginación compone tomando de otros rostros que recuerda a medias.

Él habla de llegar pronto, sus palabras se forman sin que abra los labios. Está sentado en el asiento del copiloto. El volante está vacío, pero le parece normal que el Tsuru se mueva sin que nadie lo conduzca. En el fondo sabe que los automóviles se mueven sólo para sí mismos. Ella está en el asiento de atrás descalza y mirando por la ventana el blanco de la niebla. En todas, excepto en la ventanilla izquierda en donde hay un terreno baldío con un árbol antiguo en medio donde antes sembraban rosas.

Su padre, con otro rostro, tiene una cámara en la mano. Una vieja Fujica dl-100 negra. Toma dos fotografías: una a ella, otra al parabrisas blanco. Ahora mueve los labios, pero no dice nada, su voz suena a podadora de zacate.

Marlene alcanza a ver una sombra negra y lo único que distingue es una calcomanía religiosa en una defensa. El choque es la parte negra que deducimos entre la normalidad y la tragedia. Los choques no ocurren. Son dos realidades separadas entre sí que sólo pueden explicarse por un impacto. Ella está en el parabrisas trasero, acomodada en el espacio entre el asiento y el vidrio. Su padre tiene medio cuerpo de fuera con las piernas deformadas en un arco imposible, como si tuviera las rodillas en las corvas. El choque no suena a nada, pero sí escucha las palabras de su padre que dice: «Ya nada más quedan tres fotos».

Se desliza fuera del Tsuru y ve el rostro que no es el de su padre, reventado contra la fascia trasera con la calcomanía religiosa. Le quita la cámara de las manos y comprueba que, en efecto, sólo le quedan tres fotos más al rollo. Al frente hay un cúmulo de automóviles apilados, ensartados y contrahechos. Un silbido de motor. Junto a ella se estrella un carro del que no puede distinguir la marca. Segundos después otro auto azul impacta el Tsuru por atrás y lo comprime todo, zarandeando el cuerpo de su padre, que se incorpora a medias y con otra cámara fotográfica toma otra imagen. «Para el recuerdo, Marlene», dice.

El sueño termina o es imposible traerlo a la memoria.


No sé cómo es el automóvil por fuera. Puede ser un deportivo plateado o una camioneta blanca. El volante parece hecho a mis manos. O acaso es el hule que poco a poco se amoldó a éstas. Enciendo la radio, pero sólo hay estática. Ruido blanco en medio del aire blanco. De vez en cuando, por disciplina de circulación, giro el volante. Lo tuerzo en la nada y hacia la nada. Llegaré a algún lugar, eventualmente. Creo. A veces sospecho que no me muevo. En medio de la niebla eso no se puede saber con seguridad. Quizás es el mundo el que da vueltas debajo de mí y por eso parece que estoy yendo a toda velocidad a algún lado. Estoy seguro de que no me muevo en lo absoluto. Luego veo las siluetas. O eso creo. Es posible que se trate de juegos ópticos. Ver blanco tanto tiempo cansa los ojos. Es absurdo imaginar que sólo yo existo. Pero aún no he encontrado un indicio de lo contrario. Qué existía antes de que yo estuviera aquí. A dónde voy. Son preguntas que me formulo sin la intención de responderlas. Sólo están ahí y dan vueltas hasta desaparecer. Lo más significativo son los estruendos que repican de vez en vez. Los oigo y me gustaría conocer su origen, pero el ruido proviene de todas partes. Además, aunque supiera, no sabría cómo llegar a él. El tablero nunca marca menos de ochenta kilómetros por hora. No sé por qué no me detengo. Uno debe tener razones para detenerse. Para conducir, no.


Camina a trompicones entre astillas de cristal roto y el timbre grave de la lámina que, desvencijada de todas sus soldaduras, es libre para vibrar. Brinca del cofre a una polvera, del techo a una cajuela, y avanza por una fascia de cromo entre el batiburrillo de acero. Revisa los compartimentos a los que puede acceder: maleteros, y después de escurrirse a través de las ventanillas rotas, las guanteras, los espacios para guardar botellas de agua y dulces de menta. Después aprieta los interruptores necesarios y rapiña lo que puede: agua para el limpiaparabrisas, latas, caramelos y cuando el capricho lo pide un adorno del tablero: una estampa, una baratija colgada del retrovisor.

En un taxi encuentra un muñeco con una gran cabeza y un casco de beisbol que no identifica. Lo toma. También una botella de Coca-Cola caliente que está en el asiento de atrás, junto al cadáver seco del pasajero. El taxista no se ve por ningún lado. El hedor ya es costumbre.

Al salir ve un Pointer cuyo frente sobresale del Amasijo como si el auto que lo golpeó por atrás lo hubiese levantado hasta dejarlo en esa posición. Revisa el radiador: intacto. Busca la mariposa del tapón, pero no la encuentra. Rodea el vehículo para abrir el cofre. Escucha un lamento, entre el retumbar hidráulico sobre los tanques vacíos.

En el asiento del piloto del Pointer hay un hombre prensado contra el volante que aún vive. La mujer da un paso atrás. Su bota se hunde en una llanta y de un traspié cae de bruces. El hombre la mira, haciendo un esfuerzo mayúsculo, elabora como puede una sonrisa de cortesía.

—Perdón —dice en un resuello—, no pretendía asustarte.

Marlene se levanta, se acomoda la mochila que tiene colgada al hombro y se acerca para ver si puede abrir el cofre.

—No me asusté —responde—. Sólo no esperaba ver a nadie vivo.

El hombre no contesta, sigue intentando, con resultados cuestionables, esbozar una sonrisa. La mujer desde la ventanilla se da cuenta que no podrá acceder al interruptor debajo del tablero. Toda la cabina está comprimida en torno al hombre. Intenta abrir la puerta, pero está atascada por los dobleces de la hojalata.

—¿Puedes apretar el interruptor para abrir el cofre?

El hombre no responde. Mirándola fijamente mueve sus manos debajo del tablero. Suenan como ratones entre dos muros.

—No.

La mujer se da media vuelta y se aleja.

—¡Adiós!

Ella decide no responder. No le ve ningún caso.

A lo largo del día encuentra agua destilada en tres baterías, en un auto viejo que la trae en lugar de anticongelante y en un depósito de líquido de limpiaparabrisas. También halla una manzana vieja y un paquete de chicles.

Caminando en una dirección de pronto deja de haber carros amalgamados. Llega a una de las orillas del Amasijo. Hay una abrupta caída y el suelo se oculta detrás de una espesa capa de niebla que llena todo. Escucha unos automóviles estrellarse abajo entre destellos de diésel y llamaradas de gasolina. Algunos gritos y llantos. No se mueve en un rato.

Marlene se acerca a un Grand Marquis inmolado entre dos compactos irreconocibles. Le arranca un espejo lateral y lo lanza al vacío blanco. Aguza el oído. Quiere escuchar cuando toque el suelo, cuenta dos tres cuatro, cuenta hasta diez, pero al final escucha otra cosa. No es el espejo. Es un zumbido. Un ronroneo metalúrgico de motor turbocargado.

Espera que el sonido termine estrellándose en algún punto del Amasijo, pero no se apaga: sube y baja de intensidades, como si diera vueltas, hasta que se desvanece.

Cuando regresa no es el azar lo que la lleva de vuelta al Pointer. Quiere ver si el hombre está muerto y puede saquear el radiador. Al asomarse, el hombre sigue ahí, pero ya no intenta formular una sonrisa en sus labios resecos. Sus ojos la miran como se mira una ecuación matemática.

Ella, sin saber muy bien por qué, saca una de las botellas de agua que tiene consigo y vierte el líquido en los labios del hombre, que bebe con fruición. Cuando se acaba la botella, el hombre vuelve a intentar sonreír. La mujer no, se limita a guardar el agua y contemplar el horizonte ferroso.

Con un estruendo de venablo el cofre del Pointer se abre de repente. Por la posición, el peso de la hoja vence los goznes, se dobla hacia adentro, reventando el parabrisas. El cristal templado se derrama sobre los ojos y boca del hombre prensado, que, a pesar de todo, no deja de sonreír. La mujer también hace un amago de mueca, pero su cara parece un mapa de carreteras.

Con cuidado, quita uno a uno los cristales del rostro del hombre. En silencio, mientras se miran, se oye el zumbido que suena a veces sordo, a veces claro.

—¿Qué es eso? —pregunta en una exhalación el hombre.

—¿Qué?

—Eso. El ruido ése.

—¿Tú también lo oyes?


Quiero imaginar mi trazo al conducir. Es imposible. Sin embargo, creo que puedo lograr una imagen que me represente. Imagino que tomo un huevo y sobre una mesa lo hago girar sobre su costado. Gira sobre sí mismo y a la vez traza una curva en espiral sobre la mesa. No hay geometría que pueda calcularme. Soy eso. Un objeto antieuclidiano rodando en un plano. Nada más. Doy vuelta a un lado o al otro y es completamente indiferente. No importa el sentido si no soy capaz de imaginar cómo soy yendo a algún sitio. Es decir, necesito poder imaginar ser otro. Y no puedo. Soy yo. Yo solo en el mundo. Siguen los sonidos. Parecen truenos de una lluvia que nunca acaba por formarse. Podrían ser choques, pero para que tal cosa pudiera darse, debería existir otro cuerpo con el que se pudiera chocar. Tal cosa se me figura imposible. No hay nada. A veces pienso que yo tampoco estoy aquí. No soy. Si estuviera tendría que definirme en donde me encuentro por aquello que me limita. Aquí no hay nada. Todo es yo. Yo es todo. Conduciendo llegué a esta conclusión irrefutable: soy Dios.


Resulta conveniente recalcar que únicamente existen dos naturalezas ontológicas: el Amasijo y el Agujero. Todo ser tiene lugar en alguno de estos dos reinos. No hay ninguna relación jerárquica de uno con otro. Si bien es verdad que del Agujero caen automóviles, no podemos colegir que los automóviles provengan del Agujero. El Agujero y todo lo que cae al Amasijo han existido separados desde siempre y no hay más comercio ni trato entre los reinos más que la caída de los cuerpos.

Sin embargo, se debe reconocer que el Amasijo no existió siempre; entendiendo este tiempo cronológico como cualesquiera cosas que existieran después de que se iniciara el llamado Big Crash. Se deduce que la realidad se constituyó cuando dos automóviles chocaron. La explicación de este choque sólo puede tener su origen en la libertad. Ya que, los automóviles, por tener masas y movimientos similares, caían en el Agujero en dirección y velocidad isométricas. Tuvo que existir un movimiento imprevisto y producto del libre albedrío de uno de los conductores. Pudo haber frenado, por ejemplo, o dado un volantazo a la izquierda, y así generar el primer choque a partir del cual se formó el Amasijo. Tal evento es conocido como el Big Crash.

No debemos tener fe en los relatos de los aedos que con palabras más bien poéticas dan cuenta del modelo y color de los automóviles que participaron en el Big Crash. De ellos se cuenta que fue una camioneta Dodge pick-up color verde con un emblema de tortuga; y el otro una Syclone gmc de Chevrolet color plata. Este relato es completamente inverosímil en tanto que resulta una alegoría fantástica de la paradoja de Zenón, el eleata, en contra del movimiento. En efecto, retrata el argumento de la carrera de Aquiles y la Tortuga que problematiza el paso al límite en el cálculo infinitesimal.

De esto se deduce que los seres que habitan el Amasijo son esencialmente libres, pues su situación es el resultado de un acto de libertad.

El Amasijo se mueve lo mismo que un huevo dando vueltas en una mesa completamente plana. Su movimiento es impredecible. Algunos filósofos naturales creen que el movimiento de los automóviles debería ser explicado. Proponen que el Agujero es quien, a través de la caída, produce y genera el movimiento de los automóviles que chocan entre sí. Tal cosa lo dice alguien sin intelecto. Por dos situaciones claras: 1) que eso equivaldría a decir que el Agujero es anterior al Amasijo, y 2) que, si los automóviles sólo cayeran, en tanto similares en masa y dirección, jamás hubiera existido ningún choque primigenio y por lo tanto el Amasijo no podría tener lugar. Quienes así piensan yerran. Engañados por la apariencia estática de estas ruinas automotrices juzgan que lo que debe explicarse es el origen del movimiento. Sin embargo, el atento examen de la realidad no puede menos que revelarnos que lo que debe explicarse en el mundo es el origen del reposo. En efecto, donde únicamente hay automóviles y Agujero, es evidente que los automóviles deben caer fuera de él. Esta caída es la regla natural de todo ser. Reposar es un acto de libertad que sólo puede explicarse a través del Big Crash. Es el estado de gracia en el que nos encontramos los habitantes del Amasijo. El estado momentáneo de la libertad de detenernos, aunque ello constituya el obstáculo elemental del orden de los reinos que acabará cumpliéndose en su movimiento: es decir, que momentáneamente nos evita caer.

En algunos se ha formado la opinión extravagante sobre la naturaleza de un objeto fuera del Amasijo. En efecto, tales individuos, cuyo intelecto parece corrupto, deducen la existencia de un ser que no obedece a la regla de la caída fuera del Agujero. Es decir, un conductor que tiene un movimiento natural semejante al del Amasijo, y como tal, no cae a él. Se sostiene. Ensaya, según lo comentan quienes defienden esta equivocación, una libertad sin caída. Tales cosas deducen ya que por las noches algunos juran escuchar un motor surcar las inmediaciones del Amasijo sin jamás llegar a caer a él. Debemos creer que sus sentidos los engañan, pues, si no, deberíamos decir que no sólo viven en el error, sino que sus declaraciones son malintencionadas, falsas y peligrosas.

Por ello resulta muy importante recalcar que sólo existen dos naturalezas ontológicas: el Agujero y el Amasijo. Y todos los seres de estos reinos se comportan en tanto su movimiento natural corresponde a ello.


 

A veces intento mantener la línea recta. Hago un esfuerzo por imaginar cómo es una línea recta en el vacío. El trazo en el blanco sin un lápiz es difícil. Cualquiera que lo intente puede confirmarlo. De la línea recta tengo una definición clásica. La suma de dos ángulos rectos. Intento imitar eso con el volante porque creo que me ayudará a llegar a algún lado. Creo que la línea recta cubre más espacio. Aunque ayer, para variar, me detuve. Se me ocurrió lo inconcebible. Me detuve. Sin pensar apreté el pedal del freno y vi el velocímetro bajar. Giré la llave del encendido. Me quedé sentado mirando las espirales de niebla blanca en el parabrisas. Después de un rato experimenté la sensación de que me seguía moviendo. Miré el tablero para confirmar que no. Acabo de comprobar que no me he movido desde ayer. Trazo la línea recta sin moverme. No importa. Lo curioso es que, aunque estoy inmóvil, los estruendos suenan más cerca y los destellos son más brillantes. Quizá me equivoque. Pienso que aquí parado es muy probable que llegue a alguna parte. Si mantengo el volante lo suficientemente recto.


Marlene llega al Pointer cuando el naranja de la noche lleva ya varias horas resplandeciendo. El cielo nunca se oscurece por la neblina, se tiñe de luces de incendios y faros de halógeno encendidos que apuntan hacia arriba.

Cuando llega, lo primero que hace es poner un muñeco Bobblehead en el tablero junto a los otros tres, todos con el uniforme de Los Angeles Dodgers. El hombre se incorpora a medias, casi tiembla por el frío que entra a través del parabrisas roto. Ve el muñeco y después a la mujer, que mete su mochila por la ventana del copiloto.

Ella lo ve con las sombras de la luz tenue, después le apunta una linterna directo a la cara.

—Estás muy blanco —dice y levanta la plancha de acero que fue el cofre del automóvil y la coloca donde el vidrio se quebró al frente.

El hombre tose un poco cuando la mujer le acerca una manta y se la pone sobre los hombros.

—¿Y bien? —pregunta ella.

—¿Y bien qué?

—¿Cómo se llama? —dice, apuntando con la linterna al muñeco Bobblehead.

—Es Kenley Jansen, cerrador de los Dodgers.

La mujer no responde. Con cara de satisfacción, como la del amo cuyo perro aprendió a defecar en los lugares apropiados, se agacha para revisar la mochila. El botín del día es apenas una pera, una caja de barras de proteína, agua para batería, una cajetilla con cuatro cigarrillos y unos pañuelos desechables.

—Estás muy blanco —repite.

—Tenía frío.

—No me di cuenta de la hora.

El hombre no responde de inmediato. Ve los tres Bobbleheads en el tablero: Justin Turner, 3b; Clayton Kershaw, sp; y el último de Jansen, rp. Con cada estruendo que suena lejano en el Amasijo las cabezas de los muñecos se sacuden un poco.

—La próxima vez podrías dejar el cofre puesto para que no entre tanto aire.

—Sí. Pero te pasarás todo el día aquí viendo un cofre. Si lo quito puedes ver el atardecer. ¿Lo viste hoy?

—Sí. Algo. Y dos estelas en el cielo.

—Estuvo lindo. Me gusta cuando el cielo se pinta de esos colores.

—Es la neblina y el humo.

—Sí.

El hombre hace un esfuerzo por sonreír. La mujer, satisfecha, rebusca en la mochila la Fujica. Apunta y dispara con un flashazo potente que ilumina el interior reducido del vehículo.

—Para el recuerdo —dice ella.

Al hombre prensado se le extingue de inmediato la sonrisa y una mueca de duda le va mordiendo la orilla de la boca.

—¿Dónde estabas?

—¿Cómo que dónde estaba? Buscando qué comer.

El hombre no siente del todo sincera la respuesta. Se recarga en el volante y escucha cómo retumba el Amasijo con cada choque, como si su cabeza fuera un diapasón que vibra con un instrumento musical. Marlene, que tiene la pera en la mano, lo mira con atención.

—¿Qué te pasa?

El hombre prensado se da vuelta y mira por la ventana las siluetas de los autos que se levantan y descienden de la línea del horizonte. En el aire se distinguen estelas aeronáuticas inertes en el naranja. Todavía de espaldas:

—A veces creo que no vas a volver.

—Aquí estoy.

El hombre guarda silencio, quiere decir que a veces eso no es suficiente. Pero se calla. Después irrumpe el zumbido lejano, como el ruido que hacen los carros en la noche cerrada cuando pasan a varias calles de distancia. Se da vuelta para mirarla y la mujer tiene la vista puesta en la pantalla del cielo del otro lado de la ventanilla.

—No —dice el hombre al fin—. No estás.

Silencio de nuevo y en él se sigue escuchando el ronroneo hasta que se difumina entre otras capas de sonido.

—Eso es, ¿no?

—¿Qué?

—Eso. El ruido ése. Tú de verdad crees que hay algo aparte de esto.

—Ya cálmate, por favor. Estás diciendo puras tonterías. Se me hizo tarde, es todo.

—De verdad crees que hay alguien o algo afuera. Crees que se puede salir de aquí.

La mujer no contesta. Aburrida, mueve la cabeza de Clayton Kershaw, que se queda bailando un rato. De pronto, a boca de jarro, cae la pregunta entre ellos como un choque automovilístico.

—¿Me amas?

—¿Por qué preguntas eso? ¿Qué te pasa?

—Sólo di sí o no.

La mujer titubea un momento como si la lengua quisiera decir más cosas de las que un músculo puede cargar.

—No. O no sé. No sabría explicarlo.

—Inténtalo.

—Creo que no se puede amar aquí. No sé. ¿Cómo se podría amar… aquí?

El hombre prensado no dice nada. Se recarga en el volante y cierra los ojos. Algo, cualquier cosa que fuera lo que lo sostenía se derrumba dentro de él.

—No me has dicho tu nombre. Hoy, cuando no aparecías, no sabía cómo pensarte, cómo llamarte.

Marlene piensa un poco, pero prefiere no contestar a eso. Corta un trozo de pera y se lo mete a la boca.

—¿No quieres un poco?

Él no responde. Ella desvía la mirada porque tampoco le interesa saber si el hombre llora.

—Hoy vi algo muy curioso mientras revisaba carros. Desde lejos vi a un viejo que estaba parado sosteniéndose de la defensa de un Cutlass que sobresalía como un poste en el suelo. Así nomás: parado con el brazo extendido hacia el metal para no caerse. Sin hacer nada más. Me acerqué poco a poco a ver si hacía algo, pero no. Nada. Pasé a su lado y apenas me volteó a ver. Cuando me alejé seguía igual.

El hombre prensado no responde, parece dormitar, y aunque la mujer no está segura, no hará nada para averiguarlo. Acomoda el respaldo del asiento y ella misma se alista para dormir, pero antes de hacerlo su compañero habla:

—Si te vas, no te despidas.

Piensa en responderle que es un dramático, pero desiste. Ahora ella finge dormir. Cuando la conciencia se desvanece, escucha el estruendo y el zumbido. Piensa en el viejo que vio en la tarde y en que tiene una fotografía más en la cámara.

Cuando el sueño la vence sueña con su padre que la consuela por la muerte de él mismo, aunque ella se resiste a aceptar el luto y la resignación. Detesta a su padre por minimizar la muerte de sí mismo. En la lápida venían su nombre y una frase: «Tomaba fotografías porque le gustaba ver cómo son las cosas cuando son fotografiadas».

No recuerda nada más del sueño.


Ser Dios es una de las cosas más aburridas que hay. Ser ilimitado, expandirse, flotar, ser. Cada vez me convenzo más de que ser no es un verbo. No representa nada. No hay acción. Ni siquiera padecimiento. Es mucho tiempo el que tengo para pensar. Ni siquiera tengo que conducir. Eso se hace cuando se va de un punto A a un punto B. Aquí no hay puntos. No hay lugar a dónde ir ni de dónde venir. A veces, a toda velocidad suelto el volante o lo tuerzo violentamente. Pero no ocurre nada. Las vueltas se suavizan en el espacio ilimitado. A veces pienso que yo no soy Dios, sino que lo es este automóvil. Yo me limito a tripular a Dios. Es él el que se expande sin final a lo largo de la niebla. Es él el que vive y el que conduce. Imagino que, si yo no estuviera aquí, el automóvil se movería sin problemas. También creo que no voy a dónde yo quiero, sino a donde el coche desea. Quizás es que no entiendo los tiempos automotrices. Estoy yendo a algún lado, aunque más despacio. Quizá sí hay un destino y un objetivo. En cualquier caso, aunque carece de importancia, desearía encontrar un límite. Algo con qué chocar. Ya no sé si los destellos son mis propios parpadeos reflejados en la niebla. Como si a los ojos les horrorizara la monotonía del blanco. Lo que me molesta es que no puedo imaginarme a mí mismo conduciendo. Ahora me doy cuenta de que ni siquiera puedo imaginar mi cara. En el retrovisor veo fragmentos de mi rostro: mis ojos o mi boca y mi nariz. Nunca los dos al mismo tiempo. En la guantera hay una foto de una mujer, pero no significa nada para mí. Me incomoda verla, como si existiera una intimidad obscena entre ella y yo por el hecho de ver su fotografía. Aparece recargada en un vehículo que sí reconozco. Es un Toyota Corolla azul. Pero no sé quién es ella y por qué está esa imagen en la guantera. Quisiera una fotografía para acordarme de quién soy. Es la primera vez que enciendo los faros y las intermitentes. Así viajan los que buscan algo. Quizá alguien me vea desde lejos y entienda que soy una valija de Dios para los hombres. Si es que aún hay hombres.


Aún la noche anaranjada parpadea en el cielo cuando Marlene despierta y se desliza fuera del Pointer. El hombre prensado no reacciona o finge no hacerlo, se queda volteado mirando la ventanilla, recargado en el volante. La mujer, tal como se lo pidió, deja el cofre del Pointer sobre el hueco del parabrisas roto.

Avanza a paso veloz sin detenerse en ningún carro alrededor. Mientras anda, ve el amanecer como un destello nuclear en el cielo. El sol se multiplica en los reflejos de la niebla como atravesando los jirones de un cristal estrellado. Apenas se detiene un par de veces a tomar agua y comer un poco de fruta sin sabor.

A mediodía, bajo la luz blanca, llega a zonas donde el terreno es irregular: sube varios metros con automóviles destripados en vertical, poblados de incendios, como chimeneas fabriles; o de pronto desciende la amalgama varios metros como cráteres con fragmentos pulverizados de metal negro y vidrio ahumado. Incluso ve letreros que jamás había visto: Respete las señales. Frene con motor. Bienvenido a Nuevo León. Le resulta curioso ver un Toyota Corolla azul idéntico al de un sueño. Está intacto. Abre la portezuela del piloto y se sienta.

Ve un aromatizante azul con fragancia a auto nuevo colgado del espejo retrovisor. Lo descuelga y se lo pasa por la nariz, sin oler mucho, lo rasca y lo frota con la camisa. Puede oler un poco más y piensa que así huelen los árboles: a auto nuevo. Guarda el aromatizante en la mochila y revisa el automóvil. Hay un vaso de cartón en uno de los aditamentos del tablero, los logos están borrados por el sol. No encuentra nada de comida ni en los huecos junto a la palanca de cambios, ni en los espacios de la puerta. Antes de abrir la guantera supone que encontrará la foto con la que soñó: la mujer con lentes oscuros que está recargada en el Toyota Corolla azul. Al abrir la puerta encuentra una fotografía, pero no la que esperaba. Es la imagen de una niña pequeña, casi una bebé. La mira con atención, pero tampoco dice nada sobre ella ni sobre la mujer con la que soñó. Ver esa fotografía es como ver una refacción automotriz que no sabe para qué sirve.

Se queda un momento sentada en el automóvil y decide que no regresará al Pointer. No hay drama en su decisión. Simplemente se da cuenta de que no volverá y siente alivio. La llave del Corolla está en el interruptor, por primera vez se le ocurre encender un automóvil. Da marcha y aunque tarda en arrancar, lo hace al cabo de un segundo intento. Acelera, pero el vehículo de transmisión automática sigue en la P. No importa, no sabe conducir. Los estruendos de choques suenan más cercanos y nítidos. También el olor a goma quemada y los aullidos de dolor.

Se marcha sin apagar el Corolla, que queda ronroneando calmadamente bajo el resplandor tornasolado de la neblina.

Ahora ya sabe a dónde va: quiere volver al límite del Amasijo. El lugar donde se acaba la realidad y, a juzgar por el olor y el ruido, no debe de faltar mucho para encontrarlo. Ya suenan los parabrisas que se estrellan sobre las planchas de metal. A media tarde tiene que rodear a la derecha, porque desde la distancia se puede ver una columna de humo negro que marca el lugar de un incendio monumental.

En el filo de la tarde llega a una de las orillas del Amasijo. Ve la niebla vacía y cada choque suena con violencia cercana. Sin embargo, sabe que cada golpe tiene la posibilidad de traer a esta vida a seres que renacerán. La tarde aún colorea las nubes de rojo, por lo que tiene que darse prisa. Antes de hacer nada, saca de su mochila la Fujica y apunta a la niebla. Toma una fotografía que, si se pudiera ver, estaría toda de color blanco. Como es el último fotograma del rollo, la máquina automáticamente rebobina la película y se queda en silencio. Ella abre la tapa y saca el rollo: un Kodak Portra 160. Lo mira un rato. Ahora entiende que estuvo atesorando fotos que nunca podrá ver. Observa el cartucho, luego saca la fotografía de la bebé que encontró en el Corolla y la ve otro rato. Piensa que esa bebé tiene rasgos similares a ella misma. Piensa que la mujer con la que soñó es ella, y esta bebé, necesariamente, también es ella. Durante el breve momento que dura un parpadeo traza la historia que separa las fotografías. Con pinceladas rápidas extrae de las ruinas de su memoria cuadros falsos que le impulsan a ir adelante. Guarda el cartucho de film y la fotografía en su mochila y se dispone a bajar del Amasijo.

La luz se va perdiendo en el blanco de la neblina conforme desciende, poniendo un pie tras otro en polveras abolladas y faros rotos. Descansando en los interiores abiertos que en ocasiones tienen uno o dos cadáveres aún frescos. No sabe si ya es de noche. La niebla parece una nata grisácea que no se despega del suelo. En uno de los automóviles encuentra un Bobblehead con el uniforme de los Yankees. Lo guarda en la mochila. Ahora, además de los estruendos y gritos, oye el timbre agudo del llanto de los moribundos que se incendian. Hay una columna de fuego que escala el borde e ilumina el fondo del lugar. Desde donde está ya puede ver pequeños automóviles que siguen adelante hasta estrellarse. Algunos tienen los faros encendidos, otros van a oscuras.

Baja. Alguien grita un nombre con insistencia, primero como si estuviera buscando, después en forma de lamento. De pronto, ya en noche cerrada, no hay más automóviles debajo suyo. De un brinco pisa el suelo firme. Con los dedos repasa la superficie de la tierra, pero no sabría decir qué clase de material es: una especie de betún liso y caliente. Escucha un zumbido potente y brinca a un lado. Un automóvil se estrella con violencia. El conductor golpea el volante con un beso sanguinolento. Se incorpora con los ojos en blanco y mira a la mujer. Dice un nombre, o eso cree ella. Después se desploma sobre el tablero escupiendo hilos de sangre. Detrás viene otro coche con los faros encendidos y se ensarta en la cajuela del primero.

Marlene se aparta. Sin pensarlo demasiado camina en cualquier dirección que la aleje del resplandor de los incendios. Esquiva un par de automóviles en el proceso. El suelo es completamente liso, como si todo ese espacio hubiera sido creado para que los automóviles rodaran sin problemas al Amasijo. Todo el universo está asfaltado.

Poco a poco deja atrás el resplandor y los estruendos apenas suenan como truenos lejanos. Mientras camina, se da cuenta que ya no hay diferencia alguna entre el día y la noche. Piensa que es verdad que no existe nada fuera del Amasijo. Que todo lo que hay afuera es el Agujero.

Quizá el hombre prensado tenía razón. Quizá aún pueda volver. Quizá aún pueda amarlo. Voltea hacia atrás pero ya no puede corroborar la idea de que su camino fue en línea recta. Quizá el Amasijo está frente a ella, pero no lo puede ver. Afina el oído para buscar la dirección del rumor, pero todo suena como si estuviera dentro del agua. De pronto escucha el zumbido sin final: el motor que no termina en estruendo. Oye cómo viene del silencio y marcha de nuevo hacia él de forma entrecortada. Rebusca en el horizonte y entonces lo ve: unas intermitentes amarillas que surcan el espacio blanco.

La mujer no sabe qué hacer. No se decide a llamar la atención: en un primer momento se limita a observar lo que ocurre. El vehículo avanza de forma errática, como si fuera tripulado por un chimpancé o un demente. Pasa tan cerca de ella que distingue la silueta del automóvil y los reflejos de las luces breves le dicen que la pintura es color plata. Marlene entonces se convence de que su destino está irremediablemente ligado al de ese conductor que cabalga el vacío en un corcel argentino. Esto es lo que existe fuera del Amasijo, esto es lo único que existe fuera de la realidad. Un automóvil que surfea con su uve ocho la lisura de la nube apacible que la envuelve. No tiene ninguna experiencia de lo que es la religión, pero algo dentro de ella le hace entender que está ante un dios automotor.

Ella levanta los brazos y grita. El carro da vueltas en zigzag, iluminando su alrededor con las intermitentes. Marlene se descuelga la mochila del hombro y con la Fujica lanza flashazos en dirección al vehículo. El conductor parece verla. Gira en su dirección y acelera. La mujer durante un momento tiene la certeza de que el hombre que conduce debe tener el rostro desconocido que tenía su padre en un sueño. Está ante Dios, y en lugar de hacerse a un lado, se postra. Ve los faros frontales que se acercan hacia ella y las intermitentes que colorean el paso como un mensaje que no puede descifrar. Ve un caballito de cromo en la parrilla delantera mientras el auto se aproxima a toda velocidad y el zumbido que nunca se acaba es ahora una batería de estampidos motorizados.

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