El hombre que va y que viene, la mujer que va y que viene. ¡Mírale! Entre sus manos, azarosos gestos, jadeos, aire como alimento y pies como rodillos.
Ese hombre, esa mujer, ese niño mudo con cara de lápida, sombrío en su mirada y ha visto pasar tantas vidas que podrían cubrir el rastro de sus pasos, del inmenso camino desde el dónde van hasta el dónde vienen, con lágrimas de arroz, pan, leche y migas de sapiencia.
Ese hombre que va y que viene es múltiple, como un destello de luz a través de un cristal: nunca podrás ver una versión única de su gesto y mirada. La mujer que marca el paso entre el ir y venir está agarrotada y tiene sed de abrazos amigos.
La soledad, esa eterna compañera mal avenida, se convierte en bálsamo para los que ven en la oscuridad. Y sólo o mejor dicho solos, en la espesura del manto tenebroso, se recupera el aliento.
¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
Símbolo de fe, el milagro es despertarse en medio de la noche y saciar la sed de hace días. El milagro es encontrarse con las vidas pasadas y no aparentar ser un fantasma en aquellos recuerdos: ecos, figuras transmutadas, monstruos del recuerdo.
Encontrarte una noche con voces susurrándote, por ese eterno extravío en el que sucumbimos. Un día es tu padre, otro tu madre, los amigos y amigas que dejaste, los hijos que dejan de llamarte papá o mamá.
Las voces se pierden entre tanto cuchicheo, escuchar no es un sentido de nuestra naturaleza, es el ejercicio de expiar culpas.
Y a veces surge ese porqué que busca súplicas y predica más de lo mismo, un eterno perdón:
«¿Qué he hecho yo para ser despreciado y vivir mis días así?».
Qué he hecho yo o qué ha hecho el resto.
Esto da risa, si lo pensamos bien, la desgracia de aquel que vive con una vida reducida a sus pies no tiene más solución que la huida. Huida del pasado, del presente y del futuro. Qué vida, qué suplicio, qué esfuerzo.
Y mientras, los niños sonríen, aunque sea flotando en el agua del Mediterráneo, incluso después del naufragio.
El hombre múltiple, la mujer múltiple, consagran su vida a su fe, saben y entienden que algo mejor les espera, viven la vida con más salud en sus corazones que fortuna. La fortuna es poder sentir la fuerza que ellos sienten al no rendirse nunca, traspasar los límites, hacernos creer y hacernos ver que existen otras posibilidades.
Abandonados a la avaricia vivimos los que agarrotados nunca salimos de la alambrada, mustios porque no creemos en nada, nuestra vida es desposesión del alma y nuestra alma recela del vuelo, porque no podemos o no queremos.
Volar se proponen el hombre y la mujer cuyos pies son rodillos, viven del movimiento y la muerte no los persigue, se cansa de ellos y de seguir jugando sus juegos. Ella busca que sean otros los que le faciliten el trabajo y por trabajo la economía de la muerte tiene enormes beneficios para el que la emprende.
Es una pena que no veamos más allá de las cuentas y numerosos acumulados, las fosas de cuerpos mutilados y ahogados, y los niños muertos del Mediterráneo.
¿Vivir, qué es vivir? En los pies, y en nuestros pasos, se encuentra la vida, y también la muerte.
Pero sólo aquellos que saben lo que es andar, el frío, en el calor y en el esfuerzo por volver a encontrarse con aquellos a los que aman, habrán encontrado la paz.
Y la paz no es repiqueteo, escozor en la garganta o tener días fríos cuando las brasas surgen de tu piel.
La paz es encontrarse a uno mismo.
¡Bienvenidos todos aquellos que inician el viaje! Sobre vuestra espalda cargáis no sólo con vuestro equipaje, sino también con nuestra culpa y la repulsa de cientos y miles.
La culpa de un mundo abyecto que no quiere creer y se deja seducir por las migajas que otros dejan. Bienvenidos porque sois vosotros los que por desgracia o fortuna nos permitís ver nuestro rostro en el espejo.