Se incorporó sobresaltado. Alrededor de él, la oscuridad, ni un solo ruido, sólo su respiración. El estallido cuando se derrumbó el techo de la barraca, un humo que picaba la nariz, un resplandor, rojo y azul, sobre las cabezas de la multitud vociferante. Jadeando, Sylvester Lee Fleming se libró de la cobija hecha bolas y se frotó el cuello. Desde hacía días, desde que había llegado a São Paulo, las cosas estaban así, ayer (sí fue ayer en la noche, ¿no?) las riñas con la policía en la North Water Street y cómo después todos corrieron en dirección al Centro, piedras que se estrellaban contra los escaparates, basureros que ardían, y una y otra vez coros de consignas y gritos… Stop this war. Fleming tanteó con los dedos buscando el apagador de la pequeña lámpara que estaba sobre la mesita, junto a la cama. Una aterciopelada luz amarilla cayó sobre la revista que había estado leyendo antes de quedarse dormido (Newsweek), una botella de cerveza medio vacía (Antarctica) se escurría entre el sofá y los sillones en la profundidad del cuarto. Las cortinas, que llegaban hasta el suelo, estaban cerradas; atrás, ventanas que no se podían abrir, aquí, en el piso 18; un ventanal aislado contra el ruido que daba a otros ventanales, a otros rascacielos que parecía que podían tocarse de tan cerca, helicópteros que flotaban de día y de noche a través de la bruma (una cúpula hecha de partículas de mugre en el aire).
La cerveza, sí, todavía se podía tomar; cuando vio su reloj, eran poco después de las tres, se prendió el aire acondicionado, e inmediatamente un suave rumor inundó hasta el último rincón del cuarto de hotel. Fleming desenredó la cobija con una sola mano, una cobija de lana envuelta en una sábana, y la extendió sobre sus piernas desnudas. Después se volvió a hundir en la almohada, la esbelta botella de cerveza sobre su pecho que encanecía, el otro brazo debajo de su cabeza. La hora del lobo, pensó (y tuvo que sonreír), del cazador solitario, sueños como asaltos en los que se extendía una sensación de pánico que le resultaba ajena. Como si en ese entonces hubiera corrido un serio peligro de ser golpeado por una macana o una bayoneta, después de que ellos (el alcalde y sus manipuladores) hubieran llamado a la Guardia Nacional para decretar un toque de queda nocturno… En las calles, jeeps llenos de hombres armados hasta los dientes, megáfonos estruendosos, tiene que… no hay duda alguna, tiene que haber sido el sábado, el fin de semana antes de la masacre.
En la etiqueta de la botella dos pingüinos estaban parados frente a frente, rodeados de estilizadas espigas y de la leyenda «Cerveza PILSEN, desde 1885». Lo que nunca le había llamado la atención, pero que de alguna manera resultaba lógico en una cerveza llamada Antarctica: pingüinos, ya desde 1885. El año del Mahdi, le pasó como un balazo (como si se lo hubieran ordenado) por la cabeza, en enero los rebeldes asediaron Jartún. Conquistaron Jartún y sellaron el final desdichado de Gordon Bajá, según se puede consultar en los libros de texto y en las crónicas de los regimientos, un niño vestido con su uniforme de internado martiriza su memoria frente a la clase, aburrida… his life was England’s glory, his death was England’s pride, y más que de las últimas líneas del poema de Kipling no se podía acordar Fleming (a pesar de que se esforzó en verdad), conjuros ricos en palabras que no volvieron a la vida ni a una sola alma. Bebió y cerró los ojos.
Tan fuerte como en su sueño no había sido el estruendo de esa noche, decididamente no, un golpe sordo que ahogaban, en el mismo instante, el fuerte crepitar del fuego, el aullido de las sirenas, además la multitud que aplaudió, encantada, cuando el techo se vino abajo en medio de una lluvia de chispas. Tal vez alguien había vertido gasolina o alcohol a través de las ventanas rotas, la madera corroída de la barraca había ardido en llamas en segundos, un calor centelleante que le salía a uno al paso, y había que hacerse a un lado, protegerse la cara con los brazos… fuiste tú, se preguntó después, el que más tarde (no él solo, con otros más) rajó las mangueras de los bomberos, ¿será que Allison, la bella, también estuvo ahí, con su sagrada indignación por la guerra, por los tejemanejes de un gobierno comprado, como solían decir? Todos esos jóvenes rostros en el reflejo de las flamas, de las torretas de las patrullas que titilaban en rojo y azul, de los equipos de bomberos, gritando consignas en el humo, tosiendo, riendo, cientos (o incluso más) que se habían reunido alrededor del viejo edificio de reclutamiento, esparciéndose por sobre la cuesta que había atrás… bajo los árboles en su cima… desde ahí uno hubiera podido creer que se trataba de una fiesta, de una de las fiestas desenfrenadas al final del semestre de primavera que se hubiera salido un poco de control, de modo que la Administración… como si el edificio principal hubiera quedado reducido a cenizas, una llamada de emergencia hasta las altas esferas, donde (eso queda claro) tan sólo habían esperado un motivo para poner en movimiento a las tropas, para darles (a esos idiotas útiles) una lección que no habrían de olvidar tan pronto, claro, pensó Fleming, qué más, vació la botella y la puso junto a la cama agarrándola por el gollete.
No había ninguna explicación, por lo menos ninguna que resultara convincente. Malhumorados elfos (pequeños duendes demoniacos) que se sientan sobre su pecho después de que se queda dormido y le roban el aliento, a pesar de que no tendrían el menor motivo para hacerlo, después de todo. Quizá la consecuencia de un error que pudiera haber cometido hace treinta o cuarenta años, algo imperdonable que habría que compensar de esta manera, soñando. Miedo nunca había tenido Fleming, desde el principio no había estado previsto en él, ciertas congojas en situaciones escabrosas que hacen que uno pierda la cabeza, por no decir que uno se vea dominado por el pánico… como siempre que las entelequias vienen a dar al mundo, un encontronazo bastante doloroso.
Miró el cuarto. Borrosas sombras se dibujaban sobre las cortinas, grandes superficies negras cuyos contornos se difuminaban en los pliegues, los dos sillones, el sofá, una silla giratoria de alto respaldo. El escritorio lo había colocado Fleming frente al ventanal, para no estar viendo todo el tiempo la pared color ocre mientras trabajaba, pantalla, pared, pantalla, pared, como en una correccional. El otro cuarto, el reservado, había estado ocupado, dos habitaciones en el piso ejecutivo… como si no supieran lo que hacían, como si no le hubieran mandado una confirmación, esos… no maldigas, se amonestó, y jaló la cobija un poco más hacia arriba, pobres diablos, sentados frente a terminales desgastadas, pregunta mañana otra vez.
Sonó un clic (como un pequeño perno que pega sobre un tambor vacío), el rumor del aire acondicionado se fue extinguiendo hasta que no quedó nada más que el silencio, una sensación pegajosa en la piel, la respiración y el latido del corazón. Prácticamente nunca se podía descartar, un error… ¿pero cuál? Los acontecimientos hubieran tomado el mismo curso sin él, más o menos, a partir del discurso del presidente. Y no siempre tiene que haber alguien que acelere las cosas, que haga de tripas corazón y tome una decisión en el momento correcto, que es la que en realidad… ¿pues de qué otra manera podría algo volverse histórico, una fecha inolvidable para todos, por generaciones?
Además, Fleming sintió de repente su agotamiento, estaba cansado, hecho polvo, largos días en el caos de la ciudad y noches desgarradas… no fue tu culpa que hayan disparado para dar en el blanco, pero incluso si hubiera sido así, ya está dicho en las Escrituras, el que siembra vientos cosecha tempestades, una imprudencia extrema que no desperdicia ni un solo pensamiento acerca de las posibles consecuencias. Entraron marchando al campus con máscaras de gas y fusiles, tendrían que haberse dado cuenta, cúbranse, la diversión se terminó. Sucursales de banco destrozadas y escaparates estrellados, calles bloqueadas, carros abollados, como si hubiera un derecho natural a destruir el orden público, un derecho a la resistencia a cualquier precio, porque (claro) la Constitución había sido violada, peor aún, había sido mancillada y asesinada por las más altas esferas, como se dijo en el discurso que pronunció uno del curso de Historia frente a los estudiantes que habían acudido en torrentes, antes de que enterrara el texto (un caro facsímil de la biblioteca de la universidad) bajo un pedazo de pasto. Una arrogancia, pensó Fleming, que sólo se le permite a la juventud, no se teme riesgo alguno, no se arredra uno ante nada siempre que se satisfaga la sensación de justicia. El anhelo por un mundo sin mancha y sin mácula, por la pureza… ay, Allison, qué locura, horrorosas equivocaciones que ya no se pueden enderezar.
Se dio la vuelta hasta quedar de lado y encogió las piernas, una mano entre las rodillas, otra bajo su cabeza. Los largos cabellos oscuros de Allison, que eran tan pesados y densos como… como la melena de un poni de las Shetland (Fleming no pudo evitar sonreír por la comparación, pero finalmente eso era lo que uno pensaba, lo que había pensado ya durante su primer encuentro con ella), tal abundancia de brillante cabello que había tenido que controlarse para no tocarlo, en el verano anterior, ya fuera en uno de los clubes en la North Water Street, quizá en el Safari, o durante una tarde en la cafetería donde comía con su novio Barry, quien algunas veces le había comprado mota.
«Hey, Fleming, ven a sentarte con nosotros», Barry señaló su charola, «las penas con pan son menos».
Ella rió y le dio la mano por encima de la mesa.
«Soy Allison, ¿y tú eres Sylvester?».
«Sylvester Lee», dijo Fleming, «mis simpáticos padres».
«Allison Beth, ¿qué tal?».
«Increíble».
«Allison Beth Krause», dijo Barry y le arrojó una mirada de reojo en la que el encanto se tropezaba con el tímido orgullo, medio incrédulo, de haber conquistado a alguien como ella.
El hecho de que nunca pudiera tener a Allison para él solo, nunca en la vida, ese saber más bien hacía más fuerte su amor (extrañamente) y no permitía ni la menor duda acerca de los sentimientos de Allison, de su afecto por él. Eran el uno para el otro, as long as it lasts, maybe forever, en una especie de concordancia secreta, de armonía interior que se manifestaba, por ejemplo, cuando Allison terminaba de la nada una frase que él apenas había empezado. Un pensamiento mágico del que Fleming no poseía ni siquiera rastros, cuando Barry le contaba de eso: «¿Crees que exista algo así?», Fleming había asentido, le había dado una chupada al churro, para después decir algo así como: «Absolutamente», nada más lejos de su pensamiento que cuestionar las fantasías de sus clientes; no era un cliente malo, para nada, aunque tampoco uno que mantuviera andando el negocio de Fleming.
Se veían de vez en cuando, platicaban un poco, fumaban juntos, el dinero pasaba de una bolsa a la otra, en marzo (¿en marzo?) dejó que Allison lo convenciera de participar en una manifestación que ella había organizado. Acompañados por los gestos amenazantes y las maldiciones de los transeúntes, atravesaron la ciudad atrás de una manta tan ancha como la calle, en la que se leía BRING ALL THE TROOPS HOME NOW, Allison en la primera fila, aplaudiendo y gritando consignas, No more war, No more napalm, No more Nixon. Una guerra tonta contra el enemigo equivocado, que tuvo a la Historia de su lado durante algunos años. Como si eso no se hubiera podido reconocer, como si se hubieran necesitado las disputas para entrar de alguna manera al futuro. Un precio que se debía pagar, casualidades que se condensaban en una sola necesidad, el síntoma de nuestra enfermedad. Sin posibilidad de cura (Fleming miró fijamente la etiqueta de la botella vacía de Antarctica sobre la alfombra, desde 1885), pero con medicamentos caros que prolongan la vida. ¿Y para qué? Porque a nadie le gusta morirse, así de simple. Tú no. Tareas que todavía hay que cumplir.
Abrazó sus piernas dobladas e inclinó la cabeza hasta que su frente, las puntas de sus cortos cabellos, casi tocaron sus rodillas. Tanto como sea posible, etapas de desarrollo pasadas, irrepetibles. Buscar sin interrupción un plan sofisticado, interferir en él… eso debe evitarse, cárguenme a mí el muerto, si pueden. Pero nadie puede, ninguno de ustedes. A pesar de eso, ahí estaban esos… sueños, una secuencia desordenada de imágenes confusas, de ruidos que hacían que noche a noche se despertara sobresaltado. Precisamente como si hubiera debido tener miedo, a la policía, a la Guardia Nacional, a otras personas, a los acontecimientos que se precipitaban. Francamente un levantamiento, una rebelión que estalló después del discurso en la televisión. En horario estelar, después iban a pasar un juego de play-off … sí, basquetbol, enjambres de fansse apiñaban en todos los locales frente al televisor, apreturas y empujones, los tarros de cerveza se pasaban por encima de las cabezas, se hacían apuestas… no, el juego fue el viernes, el tramposo había anunciado la noche anterior la entrada de las tropas a Camboya, ahí todavía estaba todo tranquilo, porque el shock… todos estaban como paralizados, pero una noche después… cuando se fueron del barrio donde estaban todos los bares y restaurantes en la North Water Street hacia el Centro, y una franja de devastación… el sábado el incendio de la barraca, el toque de queda, la llegada de las tropas. Y entonces, el lunes… las máscaras de gas y los fusiles, los cascos de acero, los jeeps y los helicópteros.
«Déjame ordenar las cosas», sururró Fleming, su voz sonó ronca, rasposa, «al fondo del cuarto dos banderas lacias, a la derecha el escritorio y un sillón, a la izquierda un mapa del sureste de Asia con líneas y flechas dibujadas, al lado el presidente, que sostenía papeles en la mano y que una y otra vez se inclinaba ligeramente hacia adelante para explicarle al público con el brazo estirado y el dedo índice erguido las operaciones militares. Un mapa colgado en la pared, como en la escuela, las fronteras y las capitales de los países, Bangkok, Vientián, Hanói, Phnom Penh, Saigón».