Espalda con espalda (fragmento) / Julia Franck

     Los naipes
     caen
     la suerte cae
     de ése
     a aquél
     cae
     la cara
     cae la mirada
     bajo la mesa y
     hacia allá

     Y Dios
     calla
     y sonríe sobre eso
     ahora
     que el triunfo es cruz
     Cae
     la suerte bajo la mesa y
     hacia allá
     Y Dios
     calla
     y sonríe
     forzadamente
     al hombre
     de su vida de naipes
     a la muerte de naipes
     Callado
     Implacable

12 de agosto de 1961

    
Tambaleo
    
El bote estaba escondido entre los juncos; lo habían encontrado un par de días antes en el muelle, se mecía en el agua, el viento lo había arrastrado a la ensenada pantanosa junto con hojas, ramas y astas más grandes que la tormenta había derribado y llevado consigo. No estaba atado, aparentemente no le pertenecía a nadie. En el bote yacía un remo, otro flotaba algo lejano en medio de las ramas.
     Por la escalera al patio, Thomas y Ela se llevaron de la casa los objetos más importantes: un edredón, dos pequeñas ollas, papas, zanahorias y una rebanada gruesa de pan. También llevaban consigo una caja de cerillos, algo de papel y una botella de vino vacía, porque Thomas pensaba que tal vez podrían arrojarla con un mensaje dentro. Por último cargaron el hornillo de gas y una lámpara de mano a través del pantano. Oscurecía temprano en octubre, por la mañana había escarcha sobre la paja y las hojas. Pasarían frío.
     En las últimas dos semanas habían estado solos en la casa, Käthe trabajaba en la cantera. Poco antes del viaje de Käthe, Eduard había desaparecido después de una discusión. Thomas y Ela se habían cuidado solos. Habían cocinado papas y requesón, los habían mezclado con agua, sal y cebollino; habían ido a la escuela: tenían diez y once años de edad, ya eran capaces de hacerlo. Preparándose para el regreso de Käthe, dos semanas más tarde, habían querido solamente recoger un poco, pero luego habían lavado los platos, y mientras que Ela secaba los platos, Thomas había empezado a limpiar el piso de la cocina; restregaron las manchas oscuras de la hoja de la puerta y pulieron el
picaporte con ceniza, los marcos de la puerta los lavaron con jabón,
el felpudo lo golpearon con el sacudidor de alfombras y lo cepillaron en la cisterna. «¡Señores! Hoy me ven limpiando picaportes y cantando una canción para todos».
     Sonriendo, Thomas se tapaba los oídos una y otra vez; él no la quería ofender, pero ella desafinaba y cambiaba la melodía como se le ocurría. El candelabro podía brillar cuando se le frotaba. El olor del latón se adhería a los dedos. Era divertido, querían arreglar la casa como nunca nadie la había visto jamás. Thomas desempolvaba los libros y libreros con un paño seco y los sacudía con un trapo húmedo, ordenaba los libros de arte según la época y el tamaño, los de literatura por orden alfabético, las revistas políticas por temas. Con voz retumbante, con los binoculares del padre fallecido frente a sus ojos, preguntaba hacia lo profundo de la habitación: «Señorita Ela, ¿desearía pedir prestada de la bella literatura una lectura romántica o una de aventuras? ¿Estudia usted la guerra de Troya por Helena? Con gusto puedo llenar una ficha de préstamo para usted». Ela no le hizo caso, se encontraba debajo de la mesa limpiándola con un cuchillo y una esponja, algo que evidentemente desde hacía décadas nadie había hecho. Había pegadas costras resistentes, huellas de comida tal vez, o de cera. Ela estaba remojando el mantel de damasco italiano en la tina de zinc en el jardín, debía lavarse concienzudamente, se habían anidado en él migajas y manchas oscuras de salsas y vino durante largo tiempo.
     Si Thomas y Ela no hubieran querido terminar con la limpieza de la casa en dos días, habría sido un placer para Thomas desempeñarse como bibliotecario: quería crear un fichero para la biblioteca y sus futuros usuarios y elaborar una ficha de préstamo para cada libro. Al colgar el mantel amarillo azafrán en el tendedero, a Ela le dolían los brazos por el constante escurrir. Armada con un palillo y una bola de algodón se trepó a un taburete porque quería limpiar el marco del cuadro del paisaje siciliano, que estaba colgado sobre el baúl. El cielo cobalto brillaba sobre los peñascos cársticos, en donde solamente crecían olivos. El recubrimiento reluciente del marco dejó el algodón tan oscuro, que Ela temió que se desprendiera no solamente la mugre sino también la pintura. Ela incluso ordenó el costurero, enrolló los carretes de hilo y guardó los hilos de bordar en cajitas de cartón, acomodó los botones en tres cajas negras, las agujas por tamaños en sobres delgados. Después de que la sirvienta fue despedida, probablemente nadie más, excepto Ela, había utilizado el costurero. Ela imitaba alternadamente a su aristocrática abuela y a su costurera, y con los labios fruncidos y la voz artificial de la abuela, comentaba el trabajo con sus expresiones en francés: «Alors, c’est si parfait!».
     Thomas respondía al pasar junto a ella: «Perfetto. Perfettamente», y su tono rural y teatral imitaba el desdén de Käthe contra el francés aburguesado de su madre.
     Limpiaron cada habitación, cada metro cuadrado de toda la casa, como nunca antes había sido hecho. Habían lavado las cortinas en la tina de zinc bajo el olmo y las habían puesto a secar al viento en el tendedero en el jardín. Con la plancha habían alisado las telas: Käthe se quedaría con la boca abierta. Eran como sirvientes pronunciándose en dúo, benevolentes y llenos de admiración por sus señores. Solamente una vez se modificó el tono de la conversación acerca de la señora de la casa, porque recientemente —por enojo, a causa del hurto de un frasco de compota de manzana— había abofeteado a la sirvienta con tal violencia que la hizo perder el sentido. Los sirvientes ponderaban la bondad y la violencia de su señora, mientras que barrían y limpiaban la cocina. El horno lo limpiaron con una esponja de metal delgado y utilizaron tan generosamente el detergente hasta que no quedó nada en el paquete; limpiaron la alacena y encontraron en un cesto con zapatos viejos un nido con nueve diminutos ratones desnudos. El rosa tierno de los diminutos animalitos que temblaban al ritmo rápido de los latidos del corazón. No chillaban, tal vez porque eran demasiado pequeños. Thomas levantó el cesto, sacó una bota y contempló el nido. «Pequeños tritones desnudos»: su voz era cariñosa, aterciopelada. A Ela le produjeron asco los animales ciegos. No los quería ver. Los quería ahogar en la cisterna. Thomas no. Si él llevaba los pequeños al sótano, la ratona madre ya no los encontraría y perecerían miserablemente. Por consiguiente, el zoólogo concluyó atraer a la ratona a una trampa para llevarla también a ella viva al sótano. Colocó un trozo de queso en una olla honda de barro, encima puso una tabla, dejando sólo una rendija. Ya por la tarde encontró a la ratona en la olla, la escuchó saltando en las paredes interiores, resbalándose una y otra vez. Thomas llevó la olla con la ratona y el cesto con los pequeños por la escalera del porche al jardín y de ahí hasta la puerta de la carbonera. Ela lo seguía pegada a sus talones porque sabía que él no se atrevería a bajar al sótano en la oscuridad. Tenía miedo.
     Él presentía cómo podría persuadirla. «Si recoges el carbón, yo te hago la tarea de matemáticas. Si recoges el carbón te daré espadines ahumados. Si recoges el carbón y lo traes hasta el avellano a la puerta del sótano, no solamente lo meto por las escaleras dentro de la casa, sino que caliento la casa toda la semana y parto la leña».
     «Por favor», le dijo Thomas a Ela, le entregó la olla y el cesto, «solamente los tienes que poner en el suelo y quitar la tabla, saldrán por su propia cuenta».
     «¿Qué voy a recibir?».
     «Una historia, hoy por la noche».
     «Pero tiene que ser larga. Y otra cosa».
     «¿Qué?»
     «Eso no basta».
     «Cargo tu mochila toda la semana, lo prometo, te hago la tarea de matemáticas y también la de alemán».
     «Bueno, está bien». Al bajar las escaleras del sótano ella tropezó, sostuvo el cesto y la olla con las manos extendidas para mantenerlas alejadas de sí y cayó cuan larga era. Él escuchó el chillido de la ratona; la olla estaba rota, sólo el cesto con los pequeños fue a parar ileso al lado de la cabeza de Ela. Se levantó con dificultad; el pantalón estaba roto, tenía las rodillas escocidas, las manos negras y raspadas.
     Vacilante y de puntillas, Thomas avanzó hacia la oscuridad. El susto no anuló el miedo; seguramente era el frío lo que le hacía castañear los dientes. Se paró en el último escalón y le tendió la mano a Ela.
     «Lo siento», él le pasó un brazo por sus hombros. Luego le examinó la rodilla, la subió por las escaleras y la llevó a la casa, en donde le lavó las heridas y les untó yodo.
     Más tarde, Ela y Thomas sacudieron los tapetes; primero habían barrido los pisos, luego los lavaron y, ya secos, les aplicaron cera, los cepillaron y los pulieron con un paño hasta dejarlos relucientes. Habían limpiado durante horas, y después de la media noche cayeron agotados en la cama. A la mañana siguiente se levantaron temprano; afuera todavía estaba oscuro, y se pusieron a trabajar sin desayunar. Encendieron todas las estufas de calefacción de la casa, incluso la del baño; era posible que Käthe quisiera tomar un baño a su regreso; limpiaron la bañera y la puerta hasta dejarlas relucientes, colgaron las cortinas recién lavadas en las ventanas limpias. A mediodía echaron más carbón, como fogoneros llevaron la ceniza a la basura y limpiaron el exterior del cubo de basura, rastrillaron las hojas bajo el olmo, arrancaron los tallos marchitos de las jardineras y limpiaron las escaleras del porche en el jardín. Ela recorrió la casa con un plumero y comenzó a desempolvar las pinturas y quitar las telarañas de las esquinas. Algo bulló en ella ahora que se acercaba al óleo de los cerezos en flor en el jardín de Wannsee. Una obra maestra, la llamaba Käthe, cuando los visitantes asombrados contemplaban la pintura. A Ela le alegraba siempre el asentimiento reverente de los visitantes. Hace unos años, una vez que estaba en cama enferma y nadie le había hecho compañía por varias semanas, quiso pintar un óleo de su familia sobre una tabla de madera.
     No lo consiguió: ella misma era enorme, más grande que la madre; flotaba libre en la habitación, su hermano se veía como un espíritu; los pequeños gemelos se colgaban como roedores del seno de la madre, y los pechos que sobresalían de la blusa eran todo menos rosados, el carmesí berreaba con la blusa verde. En aquel tiempo, Ela acababa de ingresar a la escuela, pero la exigencia era enorme y ella sabía que ese cuadro nunca podría enseñárselo a su madre. Cuando su mirada había recaído en los cerezos en flor en el Wannsee, no había podido resistir, se había levantado y con su pincel había distribuido pequeños puntitos blancos sobre la verde pradera. Había añadido algo de amarillo, muy finamente, porque el blanco nunca era solamente blanco.
     Y contemplándolos más de cerca, ¿no se veían acaso como margaritas silvestres? Nadie debía reparar en los puntitos blancos, de manera que Ela, en los años siguientes, cambiaba una y otra vez pequeños detalles en el cuadro del gran maestro. Ahora no había tiempo para eso. Solamente sonrió al acariciar con el plumero los cerezos en flor en el Wannsee. Thomas y Ela quitaron el polvo de cada mueble, frotaron cada silla con agua tibia y jabón y finalmente las lubricaron, de tal manera que la madera brillaba, melada.
     Únicamente la habitación de Eduard permaneció inalterada; tenían estrictamente prohibido entrar en ella. Ela abrió la puerta secretamente; la habitación olía desagradable, a agua podrida de un florero. Pero Ela no descubrió ninguno. La ausencia de Eduard la excitaba, ella tenía que entrar a su habitación como si buscara algo que ella misma desconocía. Entró silenciosamente, a hurtadillas, aunque nadie estaba al alcance del oído y ella sabía que Thomas estaba lejos, en la cocina. El cajón del escritorio estaba cerrado. ¿Cuántas veces Ela había tratado ya de abrir ese cajón? Con un pasador para el cabello, con un alfiler, con una llave perdida que había encontrado al barrer bajo el tapete. ¿Había sido ella quien había arañado la chapa de la cerradura?
     En el estudio dejaron todo en su lugar, no tocaron ningún modelo de cera, aun cuando tenían pegadas capas de polvo y uno tenía los brazos rotos por la resequedad y la edad. No desempolvaron las modelos de yeso; Ela solamente acarició en secreto las caderas redondas de las figuras yacentes.
     Nadie les había prohibido tocar, pero era una regla no escrita que nada debía ocurrirles a los frágiles modelos y que especialmente los niños no tenían permitido jugar en la cercanía; de preferencia no debían permanecer ahí. Los pedazos de piedra arenosa en el tonel debajo de la galería, el barro húmedo, así como también los pequeños trozos de mármol en el alféizar: lo dejaron todo donde estaba. Ni siquiera tomaron la escoba para barrer las migajas, ni quitaron ninguna telaraña. Oscurecía cuando Ela, con los pies cansados, se dirigió al jardín a cortar un ramo de amelos; para el follaje utilizó pequeñas ramas desnudas con radiantes escaramujos rojos.
     Thomas estaba cocinando una sopa de lentejas, aunque nunca antes había cocinado ninguna y en la casa no había un libro de recetas. Respiraba por la boca, ya que le costaba un esfuerzo freír el tocino. Le daba náuseas el olor de la carne ahumada frita; no le gustaban los puercos más que las liebres, pero no quería saber de ningún animal que hubiera sido sacrificado nada más para ser comido. Él suponía que a Käthe le parecería incomible una sopa de lentejas sin tocino. Ela se burlaba de su manera de respirar por la boca, porque se veía como un pescado jadeante. El tocino chisporroteaba en el fuego, más tarde en la sopa quedaría sofrito y blando. Thomas cortó en trozos pequeños las zanahorias y las papas; había comprado apio, porque se acordó de los gruñidos placenteros de Käthe al pronunciar la palabra apio. Había agregado dos dientes de ajo a la olla. Tampoco olvidó la hoja de laurel, junto con un clavo que encajó en la cebolla. Una sopa tan sabrosa nunca la habría comido Käthe. Ela estaba sentada sobre el baúl de harina, balanceando los pies y doblando las servilletas planchadas; observaba a Thomas cocinar, ahora también ella respiraba por la boca.
     «¡La oigo!». Ela dio un salto. Desde lejos escucharon un claro zurrido que se acercaba y resonaba en eco entre la casa, el estudio y el cobertizo sobre el patio. Ninguna motocicleta hacía un ruido como la Muckepicke de Käthe, su sonido era inconfundible. Ela y Thomas corrieron a la despensa, miraron por la ventana al patio y se cercioraron. Allí estaba ella. En la cabeza, Käthe llevaba su gorro de piloto de piel. Se inclinó sobre la caja en el portaequipajes y desató una gran bolsa, algo deforme. En eso apareció su perro, saltándole con alegría: la había alcanzado. En cada viaje iba con ella, en una caja de madera en el portaequipajes la mayor parte del tiempo. Antes de Rahnsdorf, en el bosque en las montañas de Pütt, Käthe lo bajaba para que pudiera correr los últimos kilómetros. Los perros y los niños amaban las altas dunas, en las que la arena se había acumulado en la orilla sudeste del valle glaciar de Berlín. 1954. Bosque hasta el arroyo y la ribera del lago Müggel. Casas aisladas, un barrio rural al linde de Berlín, altos pinos margraviatos de troncos rojos sobresalían de las copas de los robles, arces y hayas. Raras veces salía Käthe de la ciudad sin su Muckepicke, pero deseaba un auto con el que pudiera transportar sus materiales y herramientas. En el remolque de la moto cabían pequeñas esculturas. Pero cuando llevaba modelos para quemar o fundir, tenía que llamar por teléfono y tratar a sus vecinos lejanos como amigos para que le prestaran su automóvil.
     Thomas regresó a la cocina, probó su sopa y se quemó la lengua. ¿Cómo saber si estaba demasiado salada? A él le gustaba la sal. Thomas bajó la flama. «Prueba», le pidió a Ela, pero ella pasó corriendo. Desde el pasillo escucharon un golpeteo, a continuación el ladrido del perro de Käthe. Thomas siguió a Ela al salón de fumar.
    

     Traducción de Bertha Alicia Rodríguez Rincón
 
 
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