El dedo de Madre / Antonio Díaz Oliva

¿Quién había matado a Laura Palmer?
     Pasé varios meses con la duda. Todos los martes, luego de la hora de almuerzo, luego de haber hecho todas las cosas de la casa, luego de haber acostado a Madre, veía Twin Peaks como una forma de terapia.
     Madre, en esos tiempos, perdía la memoria gradualmente. Por eso con Hermana tuvimos que volver a nuestra casa de la infancia. Debíamos cuidarla en sus últimos días. Yo trabajaba por las noches y en las mañanas me encargaba de todo. Luego con Hermana hacíamos un relevo y ella quedaba a cargo. De todas maneras, alrededor de las ocho yo interrumpía mi labor para cenar los tres juntos.
     No teníamos que darle comida a Madre en la boca. Pero tampoco se podía tener una conversación coherente con ella por más de cinco minutos; Madre saltaba de tema en tema como si nada. O se quedaba mirando algo detenidamente (el salero o un tenedor), haciendo caso omiso de lo que pasara a su alrededor y de lo que uno le estuviese diciendo. Parecía una niña de seis años con problemas de concentración en su primer día de colegio.
    
     Una semana Madre tuvo una mejoría. Nunca supimos cómo ni por qué; pudimos entablar conversaciones más extensas de lo normal. Parecía como si Madre hubiese vuelto de un viaje largo. De hecho la tarde de verano en que eso sucedió, Madre me contaba sobre un viaje a Europa que hizo cuando joven. Ella estaba en la mesa tomando una infusión de manzanilla y yo enjuagaba una ruma de loza acumulada en el lavavajillas que llevaba desde que llegáramos con Hermana días atrás. Ya iba finalizando mi tarea y sólo me quedaba un pote lleno de detergente espumoso con todos los cubiertos. Fue entonces cuando palpé algo que no era ni de metal ni duro; tenía consistencia blanda, como un pedazo de zanahoria o una rebanada de pepino. Primero lo sentí un rato. Luego lo extraje del agua de inmediato y lo puse debajo de la ampolleta. Era un dedo. Me saqué los guantes amarillos y lo tanteé con mis manos al descubierto para asegurarme. Y sí, en efecto, era un dedo. Hasta tenía la uña pintada de rojo. De un rojo profundo y denso. Desde el comedor, Madre seguía hablando sobre trenes, Alemania, Francia y Suiza. Guardé el dedo en una servilleta y me lo metí en el bolsillo. Terminé de lavar la loza y me senté en la mesa con Madre. Hice como que escuchaba el final de su relato, aunque en verdad aprovechaba cada momento para ver sus manos por si lo que acababa de encontrar fuese de ella.
     Guardé el dedo en una caja pequeña, con algodón en el interior. Por las noches, mientras no me podía concentrar en mi trabajo, lo sacaba y me dedicaba a mirarlo detenidamente. Analizaba los bordes, la piel arrugada y el hueso. Especulé sobre su procedencia: probablemente un accidente al cortar vegetales con un cuchillo grande y filoso. Cada día que pasaba se iba poniendo más pálido. Incluso se podía notar un tinte verdoso en los extremos. La uña seguía roja y por más que intentase rascarle la pintura no podía sacársela. Llegué a la conclusión de que, sin duda, era un dedo anular y de mujer. Además tenía una marca gruesa que le daba vuelta en el medio, como si alguna vez hubiese estado un anillo ahí. Descarté de inmediato que fuese de Madre. Con Padre nunca se casaron y, como eran hippies o algo así, se comprometieron a que lo único que los uniera fuera el amor y no un anillo o unos papeles legales.
     Entretanto Madre seguía en su buena racha de salud. Incluso algunas mañanas salía a trotar por el vecindario. Yo trabajaba por las noches hasta tarde, y cuando me despertaba en las mañanas ella ya estaba tomando desayuno luego de su trote matutino, leyendo el diario y escuchando música clásica. Una de esas mañanas recordé la escena de la oreja en Terciopelo azul. Incluso arrendé esa película y otras de David Lynch. No sé: por un momento creí que hallaría alguna pista sobre el dedo y su procedencia.
    
     Ese mismo día me acerqué a la pieza de Hermana y puse mi oreja en la puerta. Ni un sonido. Tal vez duerme, pensé. Luego miré a través del cerrojo: ahí estaba Hermana silenciosa en su escritorio, abriendo uno de los cajones. Tenía una lupa en la mano. Vi que de una caja pequeña sacaba un anillo. No era una joya fina ni nada, de hecho puede que fuera de imitación. Decidí parar el espionaje y simplemente entré. Ya luego pensaría una excusa para decir por qué había ingresado de improvisto en su pieza.
     Al verme entrar, Hermana cerró la mano. El anillo desapareció en su puño.
     ¿Qué es eso que tienes en la mano?, le pregunté.
     Hermana me miró y estiró los dedos. Tomé el anillo. Era una réplica barata, tal como lo había pensado. En el medio tenía una joya de fantasía de color rojo, una suerte de rubí de imitación.
     Lo encontré un día lavando la loza, dijo.
     Espérame, le respondí. Te quiero mostrar algo.
     Fui a mi pieza y traje la caja con el dedo. Se lo mostré a Hermana. Primero hizo una mueca de asco y soltó un ugh. De ahí lo extrajo y observó detenidamente hasta llegar a la marca del anillo.
     Entonces agarré el anillo y lo calcé en el dedo. Encajaban a la perfección. Coloqué el dedo, esta vez con la argolla, en la caja con algodón y nos pusimos a conversar sobre Madre. Nos quedamos así toda la noche; tendidos en su cama, a la luz de una lámpara de escritorio.
    
     Madre siguió con su buena racha. Ahora también trotaba por las tardes y hasta comenzó a cocinar. Dado que no se le necesitaba tanto en la casa, Hermana aprovechó el buen momento para conseguir otro trabajo.
     El repunte de Madre nos pareció extraño, así que llamamos a Doctor. La idea era hacerle un chequeo general. Y así fue. Parecía que nada mal había con Madre, que había rejuvenecido de un día a otro.
     Se encuentra perfectamente, nos dijo Doctor a Hermana y a mí. Pero temo que sea sólo un… veranito de San Juan, ¿me entienden? Claro, dijimos con Hermana. Doctor recomendó que siguiéramos con el mismo ritmo de vida y con la misma medicación. Dijo: Puede que el veranito de San Juan se alargue durante años o que sea sólo un par de días y nada más. Entonces calló. Luego vendrá lo inevitable.
     Con Hermana continuamos confusos por lo del dedo y pensamos que tal vez era de la sirvienta que alguna vez trabajó en esta casa. La llamé con la excusa de que le debíamos algún dinero por todo el mal rato que le habíamos hecho pasar cuidando a Madre cuando estaba en su peor condición. Se extrañó. Me dijo que la pasara a ver esa misma tarde. Nuestra conversa apenas duró diez minutos y todo el rato desvié mi mirada hacia sus manos. Pero nada: cinco dedos sin rareza alguna tanto en la izquierda como en la derecha. Por último le pregunté si en los últimos meses en que estuvo en casa hubo visitas. Me miró algo escéptica. Luego agregó que sólo vio a una de las amigas de Madre.
     A su vez, Hermana visitó a las amistades de Madre, que a esas alturas de la vida no eran numerosas. Tampoco consiguió pista alguna y únicamente vio manos enteras, con todo en su lugar. Era extraño, pero el dedo seguía pesando en nuestras vidas. Como si lo hubiésemos tenido colgando del techo en un hilo en cada comida y momento familiar.
    
     Una mañana Madre no salió a trotar.
     Luego yo volví a la cocina para preparar los almuerzos.
     Hermana tuvo que decidir a cuál de los dos trabajos renunciar.
     Y Madre empezó nuevamente a perder el hilo de las conversaciones. A centrar la vista en el salero o una cuchara. A ser esa niña de seis años que se desconcentra por todo y alega por todo.
     El mismo día que el veranito de San Juan de Madre parecía estar acabándose, con Hermana decidimos enterrar el dedo. Ninguna de nuestras averiguaciones sobre su procedencia sirvió. Como detectives nos morimos de hambre, dijo Hermana. Pensé en reírme pero no pude. Y tampoco era apropiado. Así que pensé en Twin Peaks, en el agente Dale Cooper, aunque a esas alturas ya se sabía quién había matado a Laura Palmer y la serie ya me estaba empezando a decepcionar.
     En el patio trasero, al lado de las únicas dos mascotas que tuvimos en nuestra infancia (un perro sin cola y un gato siamés tuerto), cavé un hoyo. Decidimos poner el dedo con la caja y el algodón y así lo hicimos. Hermana tapó el agujero. Con una rama tracé una marca de cruz gigante en la superficie y se acabó.
     Nos quedamos en silencio viendo el pedazo de tierra. Hasta que escuchamos a Madre quejarse y pedir ayuda.
     Tiempo después vendimos la casa. Yo me cambié a un departamento en el centro de Santiago y Hermana se fue Buenos Aires con una amiga. Siempre que hablamos, nos ronda la duda de a quién perteneció el maldito dedo. O si apareció en nuestras vidas por alguna razón en especial. Durante nuestras conversaciones telefónicas, de hecho, Hermana se mira las manos constantemente. Dice que es una idea estúpida, pero así se asegura. ¿Te aseguras de qué?, le pregunté una vez. De que no es mío, me respondió. De que el dedo que enterramos en el patio no es mío.

 

 

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