Los disimulantes / Yosa Vidal

La primera vez que supe de su existencia fue para la visita de un profesor francés, un sociólogo muy conocido; yo para ese tiempo trabajaba en la universidad, hacía las veces de manager de curias intelectuales y entre otras cosas debía organizar congresos y seminarios. El caso es que en esa oportunidad iba yo de un lado a otro viendo que todo estuviera en su lugar y, mientras atravesaba una larga fila de gente que se extendía fuera de la sala, fui llamada por uno de los guardias, pues afuera tenían «una situación». Había un sujeto alto de manos atadas, de aspecto extrañamente normal y muy alterado por lo que pasaba. El guardia, que realmente parecía un gendarme, tenía una actitud altiva pero también algo socarrona. Me contó que había por fin atrapado a este tipo que siempre iba sólo para comer del coctel que ofrecían luego, recalcó su condición de indigente e insistió que era necesario echarlo de una buena vez para no sentar precedentes, lo que haría sólo después de mi autorización. Era sorprendente la forma en que los funcionarios protegían los dos pedazos de queso que no comerían los otros asistentes. Un ruedo de gente se había apostado alrededor y nadie opinaba porque, según como era tratado, el tipo podría haber sido un verdadero ladrón. El hombre jadeaba y su debilidad lo disminuía aún más en su intento por zafarse de los brazos del guardia. De pronto, en una epifanía, pude reconocer su cara tantas veces vista, decenas de veces, innumerables, y supe que el tipo realmente asistía a cualquier evento que se presentaba. Su apariencia era demasiado normal, tanto que lo delataba; su miseria se filtraba en un tufillo denso y pastoso que emanaba de su ropa y su piel, y pude reconocer ese mismo olor en tantos otros momentos. Era un mendicante que, a diferencia de tantos de su misma especie, no despreciaba la obsesión por las apariencias, sino se ocultaba en ella, disimulándose.
     Antes de intentar comprender sus argumentos hice que lo soltaran, primero porque la actividad era expresamente abierta a todo el que quisiera ir, y segundo porque nadie podía asegurar la intención con la que él o el resto del público iría. Entonces todos quedaron descontentos conmigo, los guardias por desautorizarlos, la gente por no ver más rosca y el hombre porque finalmente yo representaba a la institución que lo vejaba. El tipo entró a la charla y se camufló en la multitud asistente. Yo me olvidé de él, pues debía atender tantos otros detalles, hasta la noche, en que me apareció su rostro entre sueños, como una masa de humo que se materializaba en una efigie.
     Desde el día de «la situación» tomé mayor atención al grupo y me di cuenta de que no era uno sino muchos, a lo menos cinco, que presenciaban ceremonias intelectuales sin cabecear ni bostezar una vez, ¡ni una sola!, y después salían como en distracción, conversando, para tomar algo del coctel que se ofrecía. Iban a todos los eventos gratuitos, a cada uno sin excepción, a escuchar lo que se dijera. Pero si no había nada que comer ni tomar, en silencio se retiraban, sin decir nada, sin expresión de hambre. Y ¿quién por casualidad no ha pasado por un coctel, sin siquiera saber lo que se celebraba, y ha tomado, disimuladamente, una copa de vino? ¿Quién se ha negado ante una brocheta o una pequeña empanada, fragante y tibia?
     En un principio creí entender a los disimulantes, pensé que se trataba de un grupo que se informaba entre sí de los eventos abiertos que se organizaban en la universidad, acordaban juntarse para apoyarse en el hambre y aprovechar un trago para conversar y festejar que aún seguían vivos, sanos, y tan camuflados en el mundo como les era posible. Pero me di cuenta de que no sólo les interesaba el mundo académico cuando, espantada, los vi entrar en la inauguración de una exposición de pinturas en torno al poeta Gonzalo Rojas; aunque era un evento abierto, el número de invitados era pequeño, casi familiar, y no hubo un sistema organizado de difusión, sólo llamados telefónicos y quizás algún correo personal. Y allí estaban, quién sabe cómo supieron, pero ahí estaban, cinco en total, tres iban de traje, uno muy formal hasta con corbata, mientras los otros dos vestían con cierta formalidad pero de zapatillas y un suéter ajustado del que sólo se asomaba el cuello de la camisa, los tres afeitados y aparentemente limpios; el cuarto era un sujeto más joven, con la apariencia de un profesional hippie, con barba pero recortada, y la quinta era una mujer bien vestida, bonita pero no atractiva, los cinco afables pero sin ser carismáticos, y todos demostraban real interés en lo que sucedía. En la exposición nadie notó su presencia, se instalaron lejos de la salida de los mozos con las bandejas llenas de delicias, entonces nadie extrañó las copas de vino que tomaron, ninguno de los presentes asoció ese tufillo pastoso con su persona, sino con los quesos, o con alguna pasta de huevo que adornaba un trozo de baguette. Y estuvieron en la entrega del subsidio habitacional y también en la inauguración del policlínico, en la asunción del nuevo presidente de cada partido político, en toda conmemoración de cualquier prócer, en fin, en todos los actos que se precien de ser públicos y gratuitos, y para esto se juntaban, se dividían, se distribuían los deberes, para no faltar a una sola ocasión.
     De esto me di cuenta, pues se transformaron, lentamente, en una secreta obsesión para mí. Empecé a asistir a eventos que jamás me han interesado ni me interesarán, sólo por el placer de corroborar su presencia y así afirmar una espantosa sospecha que iba incubando. La imagen de la efigie de humo fue poco a poco tomado cuerpo y supe que la red de información que sostenían era gestionada por un grupo humano concreto, que sabía no sólo cuándo sucedía qué, sino el contenido último de toda política pública, discurso académico, de todo movimiento artístico, es decir, sabían todo lo que ocurría en los principales espacios de poder. Ellos tenían un plan y yo quería conocerlo. Seguí yendo a más y más eventos, quise saber cuánto entendían de las peroratas que escuchaban, me escondí de ellos, me sumergí en las multitudes para que no vieran que alguien se había enterado de su disimulo. Me di cuenta de sus estrategias, supe de sus puntos de encuentro, la forma en que luego se dispersaban, o hacia dónde se dirigían luego de haber degustado licores, quesos y panecillos. No los seguí a sus antros por miedo, pero sí crucé un límite que no debí atravesar.
     Una tarde, en la inauguración de un museo, me acerqué a ellos y les entregué una invitación al lanzamiento de un libro de poesía de un amigo: «Sólo los que tienen entrada pueden ingresar, y ustedes están invitados», les dije. Se miraron con sorpresa, no respondieron, sólo guardaron su invitación en sus bolsillos llenos de porquerías sin despegar su vista de mí. Con el silencio me incomodé, y con esa estúpida reacción de quien espera un agradecimiento que no llega, les di las gracias y me retiré.
     Las tres semanas que faltaban para la presentación del libro fueron eternas. Los eventos que se interponían entre ese funesto día y el lanzamiento estuvieron limpios de su presencia, ninguno de ellos fue ni a la inauguración de la cátedra sobre globalización que se hacía en tal lado ni al vino de honor que celebraba la visita del tal filósofo italiano, y a medida que pasaban los días y las copas de vino de los eventos más generosos se quedaban sin tomar, más crecía mi angustia. Pensaba que quizás sólo fuera fruto de mi mentalidad conspiracionista y paranoica, pero ya no podía probar un solo bocadillo sin que una masa de bilis subiera a mi garganta para recordar su ausencia y nuestro inminente encuentro. Pero no fue necesario llegar hasta ese día. Ellos se acercaron antes a mí.
     Caminaba por la calle Ejército, en el centro de Santiago, cuando me adelantaron dos de ellos, la mujer y el joven de barba, y me tomaron fuertemente del brazo. «Nada es tan firmemente creído como aquello que menos sabemos», me dijeron. Sentí cómo un sudor frío me recorría la nuca e intenté zafarme, pero mis piernas no tenían fuerza. Con sus troncos presionaban mi torso, mis pies casi no tocaban el suelo; lo último que recuerdo fue que, al dar media vuelta por Sazié, nadie escuchó el intento de grito que dejé escapar. Desperté con los ojos vendados, sentada en una silla de madera, con los pies y manos atados. Cuando me sacaron la venda de los ojos, supe que estaba encerrada en un salón oscuro y húmedo. Frente a mí, en un estrado de madera, estaban sentados los cinco sujetos. Todo era muy elegante pero viejo y tenía un olor agrio y dulzón. Los muros estaban forrados de rasos gastados, de las sillas vacías que estaban a mi alrededor colgaban cintas de seda rotas y seguramente en descomposición, la testera era de una madera fina y roída y algunas goteras interrumpían el silencio. El ambiente era desolador. Pude ver en una esquina una gran colección de armamento, seguramente inservible, pero su sola presencia me aterró y desvié la vista tan rápido como pude. El más formal carraspeó, y empezó con su perorata. Hablaba de todo y de nada a la vez, acerca de los políticos, la globalización, la democracia, el republicanismo, de los aparatos del Estado, de la represión, de biopolítica. Luego siguieron los dos tipos de chaqueta, uno habló de literatura y poesía, conceptos inentendibles, frases descabelladas, durante horas, y el otro le discutía desde la filosofía, con sus mismas palabras, con sus mismos argumentos extraños, pero en su negatividad. Hablaron del cosismo de la cosa y de la cosa en sí, de la negatividad de la nada, del ser, de la razón, de metafísica, de Borges. Yo era la única asistente a estas charlas que se alargaron por jornadas. La chica se refirió a la ciencia, de sus sustratos epistemológicos, de la importancia de las excepciones, enumeró la tabla periódica infinitas veces, y cada vez que la repetía cambiaba el nombre de los elementos, una y otra vez, y luego retomaba sus argumentos de la arbitrariedad de las nomenclaturas y la pretendida exactitud de las disciplinas. A medida que pasaba el tiempo el peso de la efigie me aplastaba, pensaba que ésa era la forma más tediosa de extinguirse, y entendí que hasta ese entonces no sabía lo que eran el hambre y la sed. Finalmente concluyó el hombre de barba con una exposición acerca de las artes en general, habló y habló de cada una de las disciplinas, de lo que se entendía por postmodernidad y de lo que no, de la muerte y la vida del arte, de la forma, de la idea, del margen, en un cantinfleo infinito y espectral. Un vacío cada vez mayor se apoderaba de mi estómago y la sed había hecho llagas en mis labios. Cuando por fin terminó el último, apareció un sexto hombre, vestido perfectamente de mozo, con una bandeja vacía en cada mano.
     —Nosotros nunca estamos invitados —dijo el hombre formal.
     Desperté en la misma calle en que me secuestraron, a mitad de la noche, sin ningún peso en los bolsillos y unos cuantos kilos menos. Supe que su plan no se modificaría, que asistirían a los eventos siguientes como si nada hubiese pasado y que esta vez yo debía disimular. Y así fue.

 

 

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