El círculo de las especias [fragmento]

Salha Obeid

(Emiratos Árabes Unidos, 1988). Cuentista y novelista. Una de sus novelas más recientes es Quizá una broma (2018).

Una cabeza, dos cabezas, luego tres. Las tres cabezas se convirtieron en diez en una semana. La semana siguiente, las diez se duplicaron. Veinte cabezas, un gemido, un aguijón que confirma su unión y sangre oscura que brota de sus facciones como una expresión del desastre.Ella era Shamma mirándolas desde lo alto, intentando percibir el olor sumamente penetrante, tanto que todos hablaban de él. Ella era la que se encontraba más próxima a las veinte cabezas. Desde su lugar, constantemente deseaba que el viento le trajera la infección, así que optó por unirse a ellos hasta que les llegara el momento de su muerte; aun así, siempre se estuvo librando. Tal vez sobrevivió por su nariz ausente, o tal vez porque la epidemia se transmitía por el olfato.

Tras recordar sus días de gloria, de cuando percibía agudamente olores, ahora lamentaba no ser más que una Shamma, una con nariz amputada.

Desde su altura observaba destinos inevitables y se sorprendía a sí misma por su afán de estar en el lugar de ellos, entre las dos tierras altas y yermas que se encuentran a lo largo de la costa: el exilio voluntario de todos los infectados con viruela. Cada infectado va hacia allá para cavar su tumba con la mano, entierran el cuerpo y dejan la cabeza fuera, como una marca, con las deformidades del cuerpo como un estigma y todas las supuraciones feroces, hasta que llegue el instante de la muerte, para quedarse con el rostro abatido, esperando el momento en que pase la epidemia, hasta que el alma se extinga y la cabeza podrida se incline, señal del vuelo del alma.

Ella recordaba el comienzo de la epidemia con Abboud Bourasin:[1] un aumento repentino de la temperatura, luego protuberancias repugnantes, forúnculos acuosos que se extendieron por todo su cuerpo; había estado arrastrándose antes de quedar desfigurado, los tratamientos de botica no le funcionaron, y por la propagación del olor lo llevaron al hospital. El médico inglés de la base militar británica que estaba en el emirato de Dubái, quien era la única esperanza de su familia, descubrió la enfermedad; al identificar el mal y hacer el diagnóstico, primero se mostró confundido y luego aterrado: lo supo, la epidemia era de viruela, y debía aislarse de ellos.

Abboud tomó su propio cuerpo, que marcaba la catástrofe que se avecinaba, y se dirigió a la costa

—¡El fin está cerca!

Y tal vez estaba cerca del lugar que había deseado toda su vida. Enterró su cuerpo y mantuvo fuera su gran cabeza, la que siempre había sido como dos cabezas fusionadas. Eligió un lugar entre dos dunas. Era una enfermedad del olfato.

Sólo pasaron dos días antes de que aparecieran los mismos síntomas en su hermano Muhammad. Dormían en la misma habitación, respiraban ​​el mismo aire, la misma potencial desgracia y el mismo inminente destino.

Muhammad hizo lo mismo: un cuerpo enterrado y una cabeza deforme de fuera, la que esperaba su declive y el término de la historia.

Siguieron a Muhammad Said, Ali, Mubarak y Mansur; luego Ghalia, la primera mujer en ser infectada, después de que las mujeres pensaran que de alguna manera estaban protegidas de la infección.

Shamma creyó que no le pasaría a ella, no porque su nariz estuviera cortada, sino porque era una mujer; el momento propicio para contraer la infección le seguía pareciendo un misterio, ya que estuvo siempre con ellas. Perdió su notable capacidad después de que le cortaron la nariz, lo cual siempre la había mantenido fuera del límite de las demás mujeres.

Ya no podía estar en los sitios que ella quería, entre los pasillos del mercado Dowiyat,[2] para probar especias y aromas, para explicar su origen y su composición. Después sólo sirvió para asustar a los niños del barrio y ahuyentar las caravanas de comerciantes que regresaban. ¿A quién le gustaría encontrarse con un monstruo a diario en el mercado? Les bastaba con la enorme cabeza de Abboud, que pasaban por alto; pero con ella era diferente, repentinamente se daban cuenta de que era una mujer y pensaban: «Lo que le pasa a un chico de ninguna manera debería sucederle a una chica»,[3] aunque hubiese un motivo de aversión y alejamiento. Mientras tanto, la epidemia se extendía entre las mujeres del barrio después de que Ghalia se contagiara: era como un collar que se rompía y se le caían las cuentas. Shamma quedó fuera de la ecuación, como un espectro de su antigua gloria, que se asomaba al horizonte haciéndola diferente, no sólo en apariencia.

Ella soñaba diariamente con ese incidente, con el frío filo mezclado con su sangre caliente que manaba. Ambos la derrotaban. Ella no sabía si era una pesadilla porque siempre despertaba con la sensación de flotar en el agua. Después de que su ablación le sangrara mucho y gritara, veía a su hermano huyendo, presa del pánico; podría contarlo aun sin haberlo visto, como es normal al mezclar la ensoñación con los olores distintivos que la preceden, profundizando en el aroma. Seguramente inhaló terror y conmoción; sin embargo, no podía evitar el pesar, ya que reconoció las primeras señales de la pérdida de su fuerza distintiva. Aziz pensaba que ella iba morir. Ella, semiconsciente, tuvo la impresión de que lo había visto detenerse en la orilla, mirar un poco sus manos y meditar, antes de precipitarse hacia el agua, lavando las huellas del crimen y escondiéndose durante varios días.

Después de que en el alba los chicos la encontraran en la playa, por extraño que parezca, nadie sospechaba de él. Ella tampoco habló; tenía miedo de que él, Aziz, le hiciera perder otro de sus miembros si revelaba el secreto de la ausencia de su nariz. Luego, como es costumbre, se urdió una historia sobre el hecho de que el hada que le había dado con anterioridad su peculiar nariz, capaz de oler todo tipo de especias, se había dado cuenta del error que había cometido cuando le otorgó dichos poderes: el don era para el niño y no para la niña.

Ella y Aziz iban paralelos. Ella, sin levantar nunca los ojos y sin pensar en preguntarle lo que hizo, por qué quiso despojarla de la fuente de su poder; no lo sabía y nunca llegaría a saber lo que pasaba por su mente, y lo que significaba para él lo que había hecho. Ahora ella era consciente de su actual, incómoda, feroz y aterrorizante presencia, siempre circulando en su mente ese acre olor que la acompañaba. Al principio no hubo trato entre ellos; posteriormente ella descubrió el odio. Aziz, por otro lado, no quería que, con una palabra o una mirada directa a sus ojos, la equidistancia se convirtiera en intersección; tenía miedo de que se diera cuenta de su aterrada alma; tenía miedo constante de que le dijera a alguien lo que sucedió aquel día en la playa. Cuando sufría por esa obsesión, llegaba a pensar que hubiese sido mejor que haberla despojado de su lengua juntamente con su nariz, porque en cualquier momento podría revelar el secreto. A pesar de esquivarse deliberadamente, a diario los dos se encontraban en sucesos cotidianos en el ambiente de su pequeña casa: Shamma se preguntaba a sí misma, en raros momentos de iluminación: «¿Cómo puede el asesino ver a diario a su víctima sin mostrar ningún gesto de remordimiento?». Antes de que ese extraño sentimiento regresase a envolverla, le diría que obtuvo su merecido y que Aziz debía hacer todo lo que… Pero ¿por qué hay crimen en este mundo lleno de leyes?

Los roles del hombre y la mujer se encuentran predeterminados, y nadie puede hacer frente a casos excepcionales en los que alguno de ellos se desvíe de su supuesto rol; cada caso excepcional crea su propia historia, y decide estar entre la cima de la pirámide social o en la base y salir del ostracismo. Era extraño que ambos compartieran las dos cosas: él salió de la zona de exclusión, por su débil sentido del olfato, a la cima de la jerarquía social, sólo después de que ella perdiera dicha cima con la pérdida de su nariz amputada y se trasladara al terreno del ostracismo.

Aziz nunca había podido distinguir olores. Incluso después del incidente lo veía como parte de una larga serie de fracasos por los que era conocido; pero después, cuando la gente entendió que él había sido despojado de su debilidad, él vio el incidente como su primer éxito, y entendió que necesitaba paciencia para ser un hombre de dominio al lado de la chica que perdió su talento. Eso fue suficiente para resolver el asunto.

Shamma a veces pensaba preguntarle a Aziz dónde estaba su nariz. ¿La tiró al mar? ¿Estaba escondida en algún lugar? Pero que ella le preguntara implicaba que se cruzarían, lo que significaba que cada uno de ellos admitiría que lo que ocurrió verdaderamente la noche de ese día en la playa fue un acto humano deliberado, no un suceso metafísico hecho por un ser mágico.

Cuando Shamma se dio cuenta de que la cabeza de Abboud se posó en la playa, la envolvió una profunda sensación de desesperación y sintió que ahora sí lo había perdido todo, porque Abboud había sido el único que se quedó a su lado sin cambiar de actitud. La sorprendió cuando le dijo, dos días antes de enfermarse, que seguía vigente la propuesta de casarse con ella. Iban a formar una gran familia de mutantes, pensó para sí misma, ese día, antes de culparse por su arrogancia.

Después de Ghalia fue Asma, luego Suaad, la siguiente Amna, luego Noura.

Shamma no podía soportar el montón de cabezas en la playa, no podía tolerar los gemidos, y una noche decidió bajar. De todos modos, ¿qué vida tenía que perder? No perdería nada, al menos habría un miembro nuevo si ella hablaba con los muertos sobre lo que pasó entre ella y Aziz aquel día; tanta confidencialidad casi la convirtió en una bomba de ira que podía explotar en cualquier momento. Debía ir allí, para estar en el lugar del absurdo, donde todos son igualmente anormales.

Llevó un odre de agua y una cesta de palma llena de dátiles y se fue al nuevo inframundo. Se escabulló de noche para que su salida de la casa no despertara sospechas, pues había comenzado a salir hasta hacía poco, después de que le cortaran su nariz.

La noche avanzaba con el sonido de gemidos ahogados provenientes de ahí, los habitantes del barrio se olvidaron del ruido y se distrajeron con el olor, porque nada se comparaba con el hedor persistente de la enfermedad que envolvía al barrio de extremo a extremo, y se desplazaba como una cadena aterradora de un barrio a otro a través de las casas. El aroma era como de una gran cantidad de peces podridos; así escuchó Shamma que la gente describía el olor, un olor que ella reconocía porque ocupaba un lugar en su memoria. En algún momento le trajo a la mente la idea de que debieron ser peces cuyos cuerpos sólo regresaban a su lugar de origen después de su muerte, o eran sólo ilusiones en el camino de la muerte. 

Miró hacia arriba por última vez y reunió todo el valor que le quedaba. Bajó cuidadosamente, un paso tras otro, acercándose más y contemplando la trascendencia del cambio y la devastación que se había extendido por el lugar.

Las cabezas parecían piedras talladas por el viento, con masivas y repulsivas protuberancias levantadas, originalmente unidas entre sí, evidenciando la rapidez de la enfermedad al propagarse en la piel. En primer plano, al observador no le era posible distinguir entre lo que quedaba de esa piel y el tejido debajo de ella, mientras los forúnculos se pudrían antes de desaparecer y revelar el tejido humano vivo e indefenso que había debajo, así como las masas de nervios desprotegidos que habrían de recibir diversas clases de dolor. Sin duda es un olor horrible el que emanaba de este lugar.

Tal vez Shamma estaba en gracia ahora, debido a su incapacidad para percibir los olores. Distinguió densas manchas rojas en zonas cerca de la cabeza, que indicaban sangrado lento y continuo, el mismo patrón con que los cuerpos comenzaron a pudrirse. Recordó que antes había visto pescados en estado de descomposición en el mercado, y que entendió entonces que los peces se pudren fuera del agua salada. Pero ¿qué hace que estos cuerpos se pudran mientras están en su medio vital, del que no han salido?

Cuando ella llegó al fondo ya era luna llena de invierno; esto le dio al paisaje un aspecto más puro y aterrorizador al mismo tiempo, mientras las cabezas se alineaban en su confusa igualdad, entre la vida y la muerte. Había cuerpos dañados, sin separación[4] que indicara diferencias entre el cuerpo de un varón o uno femenino; no había un lugar especial para hombres y otro para mujeres, ni restricciones impuestas por partes íntimas prohibidas o de clases sociales. El primer grupo de enfermos que llegó a la playa eligió un lugar para sí mismos sin condición de género antes de cavar sus medias tumbas con sus propias manos, que habían comenzado a supurar.

Cavar es un trabajo agotador y lento, puede extenderse por días. Cada infectado debía traer consigo tantas herramientas básicas de excavación como pudiera; enseguida, tenía que quitarse la ropa, que estaba saturada con olor pútrido. Los efectos de los furúnculos sangrantes aquejaban a los cuerpos sin que a ninguna de las cabezas les importara. Lo que quedaba era mirar. Cada uno destinado a su propia aflicción y su severo dolor, lo que habría sido necesario para que el virulento pudiese entrar a su fosa, igual que otros y otras, en la descomposición del cuerpo y la ausencia de deseos.

Shamma escuchó a su primo Mudhaffar gimiendo; podía distinguir su voz cuando estaba en el peor momento de debilidad, una voz asociada a su infancia y su juventud, así como a la afinidad que existía entre ambos por la habilidad de distinguir las especias. Recordó a Mudhaffar el fuerte, entre el mar y la tierra, el maestre de los barcos de las especias, a quien siempre envidió por su potestad de navegar por los países prohibidos para ella; porque ella no podía cruzar el mar con los hombres, ese privilegio estaba limitado por su pequeño espacio, mientras que el mundo entero estaba disponible para Mudhaffar.

Hoy los barcos son cadáveres sobre la costa, el famoso mercado es como un cementerio, sin vida; la epidemia destruyó todo, incluso el movimiento continuo del mercado, que sugería una vitalidad inmortal y que daba la impresión de que nada podría detener el trueque y el comercio hasta el gran día del Juicio Final.

Shamma se acercó a Mudhaffar con cautela; su quejido era por el delirio que le provocaba la fiebre; sus ojos estaban hinchados y las protuberancias de sus mejillas rezumaban sangre supurante; su nariz, que había sido afilada, ahora se había hinchado. Esa nariz se volvió muy parecida a la nariz ausente de Shamma. A ella le hubiese gustado preguntarle si aún podía distinguir los olores, pero se arrepintió cuando se dio cuenta de que él estaba harto sediento, por lo que le acercó el odre de agua a los labios erosionados, que le revelaron una fila de dientes flojos. Estaba regando una monstruosidad. Se dio cuenta de ello, pero no tuvo miedo, a diferencia de la primera vez que Mudhaffar la vio a ella, después de que le cortaron la nariz: recordó que sus ojos se abrieron con horror al verla luego de que le curaron la herida; el vacío en la nariz había quedado al descubierto, un bulto crujiente y carnoso, además de dos agujeros situados al azar. Él volvió la cara con disgusto y durante un largo tiempo la evitó. Cuando visitaba a su padre o llegaba al consejo de comerciantes de especias, hacía como si nunca la hubiera conocido o como si la sangre que los unía se hubiera secado o disipado; sin embargo, ahora él la miraba a ella y ella lo miraba a él, recíprocamente se miraban como dos monstruosidades, se encontraban y se familiarizaban uno con el otro.

La ceguera había afectado a la mayoría de las otras cabezas como otro efecto de la viruela. Shamma pensaba que era un acto de misericordia para ellos: ¿cómo podrían soportar ver la carne caer de sus cuerpos a medida que se acercaban al final?

Comenzó a darles sorbos de agua hasta que llegó a la primera cabeza inclinada. Ahora se encontraba en el punto de intersección, dos filas horizontales de cabezas vivas frente a otras cuatro filas de cabezas que yacían latentes e inclinadas hasta que comenzaran a desintegrarse. Y el mar con su amplitud barría los trozos de carne humana que flotaban en su superficie durante días, antes de que la sal los disolviera, o los precipitara a la profundidad y las criaturas del mar los devoraran.

¿Los dejaría así? Recordó a Abboud, de dos cabezas. ¿Cómo se podría pasar por alto su enorme cabeza? No obstante, la carne enconada, hinchada, mohosa y azulada había multiplicado el tamaño de todas las cabezas, y por fin se convirtió en una persona de cabeza común entre ellas. Ella trató de recordar otra peculiaridad en él, pero no había nada más que la enorme cabeza. Contempló la primera cabeza de las cuatro filas, era la más vieja y podrida; y por ser la primera cabeza inclinada, debía de ser la de él. Se aseguró de que su viva desesperación estuviera en esa cabeza, la de Abboud muerto. ¿Lo dejaría así? Se acercó, se sentó al lado de la cabeza, o lo que quedaba de ella, le acercó el odre de agua, tal vez el agua fresca repararía lo estropeado por la sal, tal vez ocurriría un milagro y despertaría. Al aproximar el odre, un trozo de carne podrida que era lo último que quedaba de sus labios cayó, y sólo quedaron sus separados dientes amarillos. Intentó recordar la sonrisa de Abboud. ¿Sus dientes siempre habían sido de ese amarillo brillante? No lo recordaba…

Aquella noche la arena de la playa estaba mojada, tal vez la marea reciente había retrocedido. Por un momento ella no lo entendió; encontró su cuerpo sometido a ese acto sin voluntad, como si ahora fuera de alguien más y éste lo dirigiera; se acercó a la arena húmeda, más parecida al lodo, recogió algo de ella y trató de curar el labio de Abboud con una pasta de esa arena acuosa. 

Después de todo, el hombre es arcilla, ¿no? Esa idea le cruzó por la mente al recapitular lo que su padre le había enseñado, cuando aprendió a leer y a escribir de pequeña. Luego se encontró poniéndole barro en la cabeza por completo; no lo enterraría, pero lo volvería a moldear, una locura comparable al momento en que decidió entrar en el inframundo esa noche: devolverle la dignidad a este muerto reemplazando su cabeza con otra de arcilla. Y así fue como empezó, empezó a moldear arbitrariamente la nueva cabeza esculpida de Abboud, esperó a que el sol secara su obra. Durante el día creó excelentes imágenes en su mente: eran cabezas de barro, reparadas de su inclinación, compensadas las partes que habían perdido. Las contempló con orgullo e intentó seguir ayudando a las cabezas vivas con un sorbo de agua fresca; cuando se le acabó, comenzó a dar sorbos de agua salada, sorbos seguidos de un quejido punzante, pues la sal aumentaba el dolor de las supuraciones, pero no había opción: «La sed es amarga».[5] Aferrándose a la vida, a pesar de todo.

Llegó el atardecer y con él la marea, para revelar la desnudez de los muertos, cabezas mutiladas cargadas de barro y carne podrida, para que regresaran a ser lo que eran.

Comenzó a hacerlo todos los días, pensando que estaba protegida contra la enfermedad para este propósito.

En su angustia, ella no sabía que alguien la buscaba allá en el alto mundo, donde están los sanos. Sabía muy bien que ninguno de ellos se atrevería a aventurarse aquí para buscarla, pero quienquiera de los infectados que viniera a esta horrible zona de aislamiento la encontraría como una guardiana de las cabezas, a quienes trataba de ayudar a que se fueran en paz. Cada uno de los nuevos infectados que llegaba quería lo mismo, por eso llevaban alimentos con ellos para ayudarles en sus últimos días; Shamma también los consumía por igual, junto con las cabezas antiguas y las recién llegadas.

No sabía cuánto tiempo había estado haciendo esta nueva labor, pero notó que el número de cabezas entrantes se redujo, el de cabezas inclinadas aumentó y los sollozos disminuyeron, así como las picaduras. Luego vino una última cabeza, diciéndole que finalmente había una cura que los británicos habían traído al barrio en manos del doctor Holmes, que el número de infectados se estaba reduciendo y que él podría ser el último de los condenados con la enfermedad.

Traducción del árabe de Hatem Saleh.


[1] Significa «de dos cabezas» en el dialecto del Golfo. (Ésta y las demás notas son del traductor).

[2] Mercado de especias y hierbas medicinales en Dubái.

[3] Dicho árabe.

[4] En los países árabes e islámicos no es costumbre sepultar a difuntos de diferente género en la misma tumba; deben estar separados hombres de mujeres.

[5] Expresión árabe.

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