El accidente de la novela moderna / Ignacio Padilla

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Conviene aclarar que les habla un cuentista. Suelo definirme y defenderme siempre como un impenitente contador de historias. No soy más que un físico cuéntico a quien a veces, como ahora, se le pide que diserte o reniegue o juzgue sobre el viejo arte de la novela nueva. Cuando esto sucede, hago lo que está en razón que haga: me inclino por lo obvio y arrimo mis veladoras a un santo laico llamado Jorge Luis Borges, quien no escribió novelas si bien no tuvo empacho en hablar de ellas, y de qué modo, desde su vocación preclara de cuentista y desde la atalaya del lector clarísimo que supo ser.
     He oído decir, más de una vez, que una de las razones esgrimidas por el argentino para no escribir novelas era que no quería permitirse equivocarse tanto. Ignoro si lo dijo él mismo o si la frase es apócrifa; como sea, la confesión de Borges me parece interesante en más de un sentido, pues me sugiere muchas luces sobre el arte de escribir o la sabiduría de no escribir novelas. Compartir algunas de esas reflexiones es el propósito de estas líneas.
     Creo, en primer lugar, que la confesión de Borges sobre la novela como oportunidad para la equivocación va mucho más allá de un menosprecio aparente hacia el ejercicio novelístico. La frase invoca ante todo el hipertrofiado escrúpulo y el neurótico utopismo del cuentista, quiero decir: de cualquiera que por hábito o por enfermedad se dedique a la narración breve. El cuentista, parece advertirnos Borges, está patológicamente condenado a buscar la perfección, siempre inhumana, siempre fugitiva, siempre inaccesible. La escasa tolerancia del cuentista a lo irregular, lo abierto o lo inconcluso acaba siempre por embarcarle en una quijotada: la quimera de la perfección áurea lo empuja a pretender de balde la ecuación resuelta, el cierre exacto y la forma intacta que quepan sin rebabas ni huecos en la idea platónica del relato. Así como el poeta se impone a veces, por disciplina o por simple soberbia, el reto de acomodarse al rígido contenedor del soneto, así también el cuentista busca la necesariedad sin contingencia del cuento. Sabe el cuentista que aspira a lo imposible, pero se niega a reconocerlo porque entiende que ese ánimo de perfección es su motor, y que en esa afanosa búsqueda de la utopía formal se juega la mucha o escasa belleza que su obra pueda alcanzar.
     Por otra parte, el juicio de Borges sobre la equivocidad del acto novelístico me parece también una definición codificada de la novela moderna en sí misma. Al expresar su intolerancia ante el error que le sugiere perpetrar un narración extensa, Borges no desprecia ni disminuye la novela; antes la exalta, en buena medida espiga la novela como el género esencialmente imperfecto, con todas las bondades y todos los retos que dicha imperfección conlleva. Insisto: que nadie infiera aquí que lo inacabado o lo imperfecto son deplorables. Pensar esto en nuestro siglo es tan aberrante como desconocer la grandeza de la intencional inconclusión de los esclavos de Miguel Ángel o las esculturas de Rodin. Como aquellas obras, la novela moderna asumió desde su nacimiento que su grandeza radica en la imperfección, en ese mostrar con desenfado sus costuras, en desnudar ante el lector y con el lector el andamiaje que le permite cumplirse, distinguirse y mostrarse en formación mientras reflexiona sobre sí misma. Precisamente esas costuras y esa reflexión visible convierten a la novela en el género por antonomasia de una modernidad que también ha tenido que mirarse a sí misma para aprender a ser y aceptarse como imperfecta, brutal, ambigua e impura.
     Renacida nada menos que con el barroco, la novela moderna es antes distópica que utópica: la novela se afirma en sus tropiezos, en su devanearse entre crestas y abismos, en su nunca ser del todo un todo. El novelista sabe ya que en el ser esencialmente accidental de la novela radica su compatibilidad con lo humano y con lo moderno, que es también imperfección y sucesión de accidentes. Es el carácter paradójico de la imperfección de la novela lo que, agigantándola, la distingue de los restantes géneros, particularmente del cuento: el titubeo de la novela es su excelencia, su excedencia es su esencia, su portento radica nada menos que en la asunción entre humilde y humillante de su eterna perfectibilidad y de su eterna inconclusión.
     Como cuentista a quien alguna vez le ha ocurrido el accidente de la novela, creo que el cuento carece de la capacidad y de la obligación que sí tiene la novela para mirarse a sí misma mientras se va constituyendo. El cuento no puede darse el lujo de cumplirse como una equivocación o como un accidente, pues no puede reconocerse en lo que le sobra; el cuento está obligado a afirmar más por lo que omite que por lo que lo desborda, se consagra en la ambición prometeica o quijotesca de alcanzar un diamante que de tan pulido parezca divino; el cuentista se catapulta, siempre ingenuamente, en el sueño de crear una obra que refleje una aspiración de perfección de modo que el lector vea estimulado en él o en ella la intuición de lo único, lo bueno, lo verdadero y lo bello.
La novela, en cambio, puede y debe contar por lo que la excede; su enormidad depende de lo que ostenta en demasía. En este sentido, la novela es esencial y etimológicamente monstruosa: la novela se muestra y muestra al hombre en el hermoso patetismo de su desnudez y de su imperfección. Si existe la novela moderna es porque ésta aprendió muy pronto a abrazarse a la inconclusión, a esa inconstancia que la vuelve más humana que angélica, más carnal que espiritual, más distópica que utópica. Excelente por excesiva, la novela explica al hombre por sus tumbos, por esos baches y esas exuberancias con las que, ya sin el pudor del cuento, nos define tal cual somos, no así como debíamos ser.

2
Carlos Fuentes escribió más de una vez que la novela perfecta rechazaría al lector. Así suscribe el gran novelista mexicano las palabras del gran cuentista argentino: uno y otro reconocen que la novela, como el hombre y la visión del mundo moderno nacida naturalmente con la picaresca, es dura, cenagosa e irregular como una perla barroca.
     No creo necesario, para confirmar lo dicho, perpetrar aquí un cotejo entre ciertos cuentos y ciertas novelas de la modernidad latinoamericana. Bastará, me parece, contrastar dos novelas que son una misma novela que es todas las novelas modernas. Me refiero por supuesto a la primera y segunda partes del Quijote de Miguel de Cervantes.
     Decía Carlos Fuentes, con razón y hasta el hartazgo, que la novela moderna nace con el ingenioso hidalgo. Estoy de acuerdo, pero creo que viene al caso invocar algunos matices: primero, que el Quijote es por lo menos dos obras en ocasiones contrastantes y aun opuestas; y segundo, que la novela moderna habría nacido no en estas obras en sí mismas, o no solamente, sino en el singular diálogo que hay entre ellas, o mejor, en la refriega de aprendizajes, enmiendas e iluminaciones que sobre los géneros literarios hierve en la mente de Cervantes entre la redacción del Quijote de 1605 y la del Quijote de 1615.
Por más que lo intento, no consigo no leer la primera parte de las aventuras del ingenioso hidalgo como un laboratorio donde un cuentista audaz, un dramaturgo frustrado y un poeta desigual se ensayó sin saberlo en la creación accidental del primer gran monstruo novelístico de la modernidad. En otras palabras e invocando a Borges, creo que el Quijote de 1605 es la equivocación dichosa de un Cervantes inconsciente y reticente al milagro novelístico; se trata de una concatenación de accidentes geniales pero no del todo asumidos que conducirán al magno monstruo del Quijote de 1615, que es también un accidente, aunque ahora se trata de un accidente por completo aceptado.
     Creo que la primera parte del Quijote ocurrió a su autor pese a sí mismo. El cuento primigenio que le dio origen acabó por desmadrarse y anegó a Cervantes. He imaginado al viejo soldado adentrándose en su propia historia con un mapa cuentístico en las manos; acaso el autor había metido ese mapa en cierto ejemplar de su Galatea, de modo que fue quemado accidentalmente por el cura y el barbero en el donoso escrutinio de la biblioteca quijotesca. Una vez despojado de su mapa, Cervantes habría tenido que acudir a una brújula; ésta, sin embargo, debió romperse en el combate contra el gallardo vizcaíno, de modo que Cervantes, incapaz ya de contener su historia, no tuvo más remedio que comenzar a leer con avidez e ignorancia las estrellas de la constelación de la novela moderna, astros y cometas que le eran ajenos porque apenas asomaban sobre el horizonte de un mundo tan cambiante como decadente.
     Navegó, pues, Cervantes por una mar procelosa y desconocida para él. Lo hizo quizá lleno de dudas, reticente, creyendo aún que llegaría a las Indias del cuento y sin resignarse a que las mareas novelísticas lo llevaran a territorios hasta entonces inexplorados. Una y otra vez, el cuentista Cervantes tira con alarma de las riendas de su desbocado Rocinante narrativo: aquí intenta acotar el relato de Grisóstomo y Marcela, allá interpola sin más la nouvelle de «El curioso impertinente», y sólo poco después el relato del Capitán Cautivo. Se nota que Cervantes padece el descontrol que le va exigiendo el relato, remienda sobre la marcha, se resiste con lo que tiene al vaivén tumultuoso de su propia modernidad; el alcalaíno se rehúsa a reconocer que sus personajes quieren un campo más amplio que el de Montiel, buscan un espacio que Cervantes no se aviene a concederles en términos que no sean los del escrúpulo cuentístico.
     Si bien Cervantes ha visto ya cómo Lope de Vega se ha atrevido a romper con el canon teatral aristotélico, el alcalaíno duda todavía, y tanto, que al terminar el relato del Capitán Cautivo se nota al cuentista agotado. Pero le queda una última carta: la carta del teatro. El vencido cuentista que es Cervantes acude al relevo del dramaturgo que cree que es, lo invoca para que contenga el accidente de la amplitud y combata la nacencia monstruosa de su novela: de improviso la venta de Juan Palomeque, a despecho de sí misma y de las reglas más elementales de la verosimilitud, se convierte en escenario teatral disonante con el espacio novelístico. Sus alcobas y tapancos se convierten en bambalinas y proscenios donde se amontona indiscriminadamente medio centenar de personajes en un triquitraque que no hay más que ver: cuatro amantes se perdonan sus traiciones, dos hermanos largamente separados por fin se reencuentran, un barbero despojado vuelve por sus fueros y reclama su baciyelmo, un mozo de mulas se revela burguesito enamorado, un tropel de cuadrilleros emprende una riña, Maritornes y la hija del ventero humillan al hidalgo. Todo se amontona y se remata en esta venta, todo pretende resolverse en este bochinche de carátula en el que don Quijote se va desdibujando hasta ser casi una acotación teatral, una fantasmagoría contrastada con esa sublevación tumultuaria de historias que el autor se va resignando a no controlar y que rubrica con un final atropellado en el que sin embargo es posible ya reconocer el nacimiento de la novela como el género abierto por excelencia.
     ¡Qué distinto resulta en este sentido el Quijote de 1615! Distinto y semejante, si se quiere, pues en él la paradoja novelística del accidente subsiste, aunque ahora es asumida. No es que la segunda parte de las aventuras del hidalgo sea menos accidental en términos narrativos: sucede solamente que esta vez los accidentes son aceptados como virtud atañedera al género; lo inesperado, lo fortuito y lo arbitrario son ya tolerados, liberados y hasta procurados. Cervantes ha dejado de resistirse al accidente para abrazar el accidente; se deja llevar atenido a las altas y las bajas que le imponen sus criaturas; incorpora y omite los acontecimientos como se incorporan y omiten las mil cosas que nos van ocurriendo en la vida. Parece que Cervantes ahora ha terminado por entender que la novela tiene que sucederle como la verdad y la realidad le han venido sucediendo desde que le envasaron tres arcabuzazos en Lepanto: ya no queda lugar para el ideal heroico como no queda lugar para la utopía del cuento; tan impertinentes en esa realidad literaria son los sonetos y los relatos cerrados como anacrónico es seguir pensando que hay una Armada Invencible, o que la cristiandad es intocable, o que América es El Dorado. En la España decadente y teatral de Felipe III hay que vivir y escribir en gerundio, dejándose ocurrir, poniéndose a merced de la corriente salvaje de la novela. Ya no hay tiempo ni lugar para los tapujos ni el tirón de riendas. Quien escribe el Quijote de 1615 ha dejado de ser el cuentista obcecado en la utópica perfección de lo breve; ha nacido el novelista y, con él, la novela moderna.

3
He visto a las mejores mentes de la generación de mis padres declarar la muerte de casi todo, y a las de mis abuelos demostrar que mis padres estaban equivocados. En mi primera juventud se me dijo que no habría poesía después de Auschwitz ni historia después de la caída del Muro de Berlín ni libros después de Bill Gates ni novela después de Joyce y del Nouveau Roman. Ahora sabemos cuán apresurados fueron y cuán descaminados iban aquellos epitafios: nos consta que mientras haya realidad y desencanto, habrá novela. Hoy, gracias a un prodigioso anacronismo entre generaciones, sabemos que tanto el arte como la historia cabalgan como Miguel Páramo: ignorantes de que están muertos, o acaso desentendidos de su propia muerte porque en el fondo saben que tienen todavía demasiadas asignaturas pendientes con el infierno-mundo de los vivos del siglo xxi.
     Esta lección, debo insistir, se la debo a la generación de mis abuelos literarios, todos ellos maestros de la novela que llegaron cuando nadie los esperaba y de donde nadie los esperaba. Los grandes novelistas de América Latina fueron mis clásicos vivos. Por ellos pude comprender que en el llamado Siglo del Terror son más necesarios y más pertinentes que nunca Victor Hugo y Balzac, Kafka y Cervantes. Las novelas de los gigantes latinoamericanos y el posterior derrumbe de las utopías, tan semejante al desenmascaramiento barroco de los ideales del siglo xvi, nos prepararon para interpretar con novelas el vacío del Mundo Después del Fin del Mundo. El accidente de la novela se erigió como un respiro necesario, un monstruo dichoso en la vida que no lo es tanto, un impasse propicio para que generaciones y lectores aprendamos a dialogar en tiempos de transición, en el stand by del Apocalypse not yet or not now. Los novelistas del boom vinieron a ordenar con sus obras el cascajo y el cascote de un siglo xxi sobrevenido como una sucesión interminable e imparable de accidentes en todos los ámbitos de la existencia.
     Con semejantes ancestros y maestros, creo que nadie como los lectores y los autores del siglo xxi estábamos preparados para descreer de la muerte de la novela. Si es verdad que la utopía terminó en 1989, quienes la vimos terminar mientras leíamos al boom estábamos destinados a ser los más aptos para promover la supervivencia de la novela como el género distópico por excelencia. El escepticismo que signa a nuestra generación contra el desencanto de la precedente ha mostrado ser el caldo de cultivo óptimo para la consagración de la novela, ese género que descree de todo menos de la imperfecta realidad y de sí misma.
     Con eso que por un tiempo deseé ese mismo destino para el cuento. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia postapocalíptica de la narrativa recayesen en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme a salvo de mis propios arañazos. Acudo todavía al cuento porque me acobarda a veces el abismo de la novela, ese vértigo que en el fondo me atrae porque después de todo es el abismo del mundo descascarado que me tocó en suerte o en desgracia habitar. Con el cuento me refugio, me regalo una caja que imagino suficiente para no dejar de creer en una utopía de perfección que no es ni ha sido nunca viable; con el cuento me doy un contenedor para que mi materia no se desparrame y pueda yo pulirla hasta el cansancio, ingenuo, quijotesco otra vez, ignorante de que el diamante demasiado pulido no será más luminoso sino cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un grano de arena en el que nada consiga reflejarse, como no sea otro grano de arena: un invisible átomo de silencio que no puede ya decir nada de los hombres ni del tiempo que habitan.
     Bien hubiera estado que el cuento dijese más sobre nuestro siglo. Pero no es así, y tanto mejor. Como nadie o como todos, la vida se conjuga en gerundio cuando está en otra parte, nos ocurre antes de que nosotros le ocurramos a ella, esa vida llena como ha estado siempre de accidentes, siempre a jinetas de una solidez que se va desvaneciendo en el aire. Esos accidentes y esos desvanecimientos son por excelencia territorio de la novela.

4
Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo.
     Ricardo Piglia, una de nuestros novelistas más ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.
Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo xx. Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del fervoroso nacionalismo herderiano del siglo xix. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad. En el yermo del escepticismo ante la lengua y la literatura del continente pícaro por excelencia, la feliz legión de grandes novelistas hispanoamericanos nos enseñó que, hablando de novelas modernas, todos los caminos conducen a Cervantes a través de Borges. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Onetti nos demostraron que tanto debió Victor Hugo a Maupassant como Cortázar a Felisberto Hernández. Como los cuentos de Cervantes, los cuentos de América Latina estaban condenados a crecer y desmadrarse en novelas por la simple razón de que la novela se entiende mejor en los tiempos transitivos y los espacios liminales: por eso «El llano en llamas» engendró Pedro Páramo, y por eso «Casa tomada» creció en Rayuela; por eso nació Aura, un relato tan siniestramente fronterizo que es ya un punto más y un punto menos que una novela.     
     Novela que es cuento que es vida como instrucción de uso, novela como pluralidad del cuentote desbordado de la existencia latinoamericana. Con las novelas de la dictadura y las novelas de la decadencia y las novelas del fracaso de la megalópolis comprendí de qué modo y en qué enorme medida de la cantera del cuento sacaron los novelistas sus piedras en bruto, unas piedras que dejaron así porque sabían que la contemporaneidad americana servía mejor antes opaca que brillante, pues la belleza hoy es un espejo cóncavo capaz de reflejar el hecho de que la realidad de América Latina era la realidad de todos los hombres en otro siglo atroz, un siglo donde vida y muerte nos ocurrieron como sólo ocurren las cosas en la novela: sin esperarlo y sin esperanza, sin mapa posible, siempre reflexionando, siempre urgentes, sumergidos y emergentes, siempre improvisando frente a la sorpresa de la injusticia, el genocidio y el terror, siempre resignándonos a no comprender la historia ni controlarla por la sencilla razón de que la historia va siempre más aprisa que el historiador, y tanto, que mejor parece acudir a la novela, esa ficción de los ojos cerrados, y esperar lo que venga y que sea lo que Godot quiera.

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