Tel Aviv, Israel, 1966. Su libro más reciente es «Too Lazy to Die». (Keter, 2021).
—Disculpe, ¿de casualidad sabe a qué hora está programado el evento?
Estaba sentada en la banca como alguien que hubiera llegado temprano al teatro, congelada e indiferente al bullicio de la calle; tenía un sombrero de fieltro con plumas, un traje de tweed azul y las piernas bien cerradas bajo la falda. Los tendones de su cuello se estiraban entre los pliegues de una bufanda de seda mientras me miraba.
—En veinticinco minutos —le dije—. Pero no se quede aquí. Es mejor esperar a cielo abierto, donde la visibilidad sea mucho mejor.
—Gracias por su amabilidad.
Una cara puntiaguda; aburridos ojos, escondidos detrás de gruesos lentes. De seguro sobrepasaba los ochenta años.
—El parque Lietzensee queda aquí a la vuelta —le ofrecí.
—Sí, sí.
—Vamos para allá. Acompáñenos si gusta.
Su rostro se suavizó. —Qué amable.
—¿Qué hace, por qué invita a esa tarada? —escuché a Amir susurrar a mis espaldas.
Sophie se encogió de hombros.
La viejita diminuta —no mediría más de un metro cincuenta de estatura— se abrió paso entre nosotros y se agarró de mi brazo. Su determinación superó fácilmente el lánguido disgusto de mis anfitriones, mientras seguían luchando contra el bajón luego de la parranda de la noche anterior.
Dimos la vuelta en Friedbergstrasse. Siempre adormilada, la callecita berlinesa estaba llena de actividad aquella mañana. Hasta el Café Emilio se había vaciado y sus clientes habituales se mezclaban con la multitud que fluía hacia el parque. Un espíritu de buena voluntad reinaba sobre todos: la gente platicaba, bromeaba y se trataba con extrema amabilidad.
Amir prendió un churro.
La noche anterior, él y Sophie habían organizado una reunión íntima del fin del mundo para celebrar el último eclipse del milenio, que terminaría en ciento cuarenta y un días. El alcohol fluía como agua y el humo de la marihuana llenaba la noche. Yo había llegado de Tel Aviv días antes para pasar unas vacaciones cortas y, como me estaba quedando con mis amigos, los ayudé a preparar la fiesta.
Un número indecoroso de invitados llenaba el pequeño departamento. El último en llegar —un precioso rubio con barba de chivo, único descendiente, según me dijeron, de un banquero de Frankfurt— insistió en pontificar sobre el papel del socialismo en la era postsoviética antes de desnudarse y tumbarse con una sonrisa en mi colchón del cuarto del fondo.
A las siete de la mañana, cuando me levanté para orinar, noté que se había ido. Con la vista nublada, me arrastré hasta la cocina para prepararme un espresso doble. Tuve la oportunidad de recuperarme un poco e incluso logré afeitarme antes de que Sophie despertara.
Amir inhaló hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas antes de ofrecerme el churro.
—No, gracias.
—¿Por qué no le ofreces una calada a tu nueva amiga? —murmuró, mirando a la anciana por el rabillo del ojo.
—¡Oye, dijimos que nada de hebreo! —protestó Sophie.
Amir y yo nos habíamos conocido en el ejército. Él había servido como intendente en la misma base desolada donde yo estaba destinado. La piadosa kipá que llevaba en la cabeza confundía a los jóvenes oficiales ingenuos, quienes jamás imaginaron que un hombre de fe pudiera mostrar tal hastío e indiferencia hacia ellos y sus órdenes. Lo único que Amir consideraba sagrado era su siesta diaria de la tarde.
Después de ser honorablemente dados de baja, él se mudó rápidamente de la casa de sus padres y se deshizo de la kipá enseguida. Compartimos un departamento sórdido en el corazón de Tel Aviv, cerca de la playa, donde malgastamos nuestra juventud en películas de medianoche y aventuras sexuales, todas las cuales más tarde nos contábamos el uno al otro, hasta el más íntimo detalle, en las cafeterías de la ciudad.
Yo vagaba de aquí para allá hasta que me ofrecieron un puesto de editor en un periódico local. Amir comenzó a tomar clases de alemán y me convenció de acompañarlo. Un año después, en la primavera de 1994, fue aceptado en el departamento de psicología de la Universidad Libre de Berlín. Se demoró en sus estudios, utilizándolos principalmente como excusa para extender su visa una y otra vez. Sus ingresos, que dependían de trabajos temporales y de la modesta pensión de su padre, eran suficientes para una habitación amueblada en Kreuzberg y una vida de barata depravación.
Una noche de noviembre, en la inauguración de una expo, conoció a Sophie, una productora de radio ágil y alegre que se había mudado a Berlín desde un aburrido pueblo del norte. La noche era fría y su habitación estaba cerca. A la mañana siguiente, se dieron cuenta al mismo tiempo de que no podían soportar estar separados. Tres meses después, se mudaron juntos al ático de un antiguo y grandioso altbau en Charlottenburg.
—¿Sabes? —dijo la anciana—, este no es mi primer eclipse. Cuando era joven, al final de la guerra, hubo un gran eclipse, pero no tuve la oportunidad de verlo. Todo era tan complicado. Mi esposo estaba en el este, y yo estaba ocupada con los niños.
—Me encantaría saber qué estaba haciendo exactamente el esposo de esta vieja nazi en el este —murmuró Amir.
—¡Cállate! —exclamé asustado.
—¿Cuál es el problema? Ella no habla hebreo.
—No tenía ningún momento libre —continuó ella—. Todas nosotras, las mujeres, tuvimos que ayudar a limpiar los escombros. No quedó un solo edificio intacto en todo Berlín. Bueno, es una vieja historia… ¿Quién iba a pensar que tendría una segunda oportunidad?
El buen clima —un tardío verano europeo— fue eliminado por un cielo gris. El viento aullaba. Pasamos un pequeño prado arbolado. Cuanto más nos acercábamos a nuestro destino, más emocionada se ponía la viejecita. Su cuerpo pesado, apoyado en mi brazo, tiraba de mí hacia el suelo.
De repente, el parque apareció ante nosotros, extendido en todo su esplendor. Un paseo bien cuidado conducía hacia el lago. En su centro, estanques artificiales en terrazas murmuraban, el agua fluyendo pacíficamente de uno a otro, derramándose en el lago bajo un puente ornamentado. Docenas de personas ya estaban sentadas en las anchas paredes de piedra que flanqueaban los estanques. Otros abarrotaban el césped.
Caminamos por el paseo hasta encontrar un espacio libre en la piedra y nos sentamos. Sophie y Amir se mantenían a cierta distancia de nosotros, dejándome a la anciana toda para mí. Junto a nosotros, un pequeño grupo se reunió alrededor de un par de cazadores de eclipses ya maduros de Estados Unidos, quienes entusiasmaban a su público narrando a voz en cuello historias de persecuciones pasadas del fenómeno natural. El hombre, un tipo gordo y enrojecido, se jactaba de haber conducido una vez mil kilómetros sólo para presenciar un eclipse. Alguien le preguntó qué pensaba de los eclipses lunares, pero la pregunta fue descartada de inmediato.
El cielo se oscureció. Pedazos de papel revoloteaban, las copas de los árboles susurraban. Sophie se recogió el cabello en una cola de caballo y repartió discos para proteger nuestros ojos de los rayos. Le ofrecí uno a la anciana.
—Gracias, pero estoy bien. Frau Rupke me compró un par de lentes especiales en Bahnhof Zoo —dijo ella, rebuscando en su resistente bolso. Se sumergió en una bolsa de celofán, de la que sacó un par de lentes de un solo uso desplegándolos cuidadosamente en su regazo, pulió los oscuros cristales con un trapo—. Mire. Sólo cuatro marcos alemanes. Es difícil de creer.
—Realmente es difícil de creer —murmuré—. Ojalá hubiera comprado un par para mí.
La anciana sonrió. —No todos tienen tanta suerte con sus vecinos. Frau Rupke siempre piensa en mí. Cada Navidad le compro un pastel de mazapán en Leysieffer.
—Qué bien.
La oscuridad descendió como en cámara rápida. Los pájaros enmudecieron y un frío extraño llenó el aire. Nos envolvimos en nuestras chaquetas. La charla fue reemplazada por un silencio tenso. Las personas sentadas en el césped se levantaron y se acercaron más unas a otras. Algunos se tomaban de las manos. Otros se abrazaban. La expectativa mezclada con el asombro se extendía entre todos.
—Ahí viene —declaró Amir.
Mis ojos se desviaron por un momento: el jardín, los árboles, las casas distantes. El mundo se replegó en la sombra, perdiendo su palpabilidad familiar.
Sostuve el disco frente a mis ojos.
—¡Un momento! —gritó la anciana.
La silueta de la luna mordió el sol. Por un instante, agudo y aterrador, sentí que la enorme bola dorada que había estado saliendo y poniéndose toda mi vida nunca volvería a renacer. A partir de ahora, parecía, sólo habría un invierno eterno, que es la verdadera esencia del universo. Estaba allí, rodeado de completos extraños, apiñados, mirando hacia el cielo, atrapados en un horror primordial debajo de su elegante fachada urbana. Pensé en nuestros antepasados, ignorantes campesinos medievales o idólatras, plantados en lo alto de sus torres de Babel, mirando, impotentes e hipnotizados, mientras fuerzas monumentales dejaban sus marcas en la faz de los cielos, marcas misteriosas y lejanas, en las cuales esperaban en vano encontrar un significado para su mortalidad ineludible.
Miré a la anciana. Sus manos temblaban. Intentó ponerse su equipo de protección, pero sólo logró colgarlo en una diagonal grotesca sobre sus pesadas gafas.
Puse mi disco sobre el muro de piedra e intenté ayudarla.
—¡Señor! —me apartó la mano de un manotazo—. ¡¿Qué hace?!
Sophie me miró, conteniendo una sonrisa.
Amir cambió nuevamente al hebreo. —¿Podrías darte por vencido? ¿No ves que la mujer está completamente ciega y probablemente un poco zafada también?
La anciana giró la cabeza de un lado a otro en una búsqueda desesperada. Sus ojos parpadeaban como desde un abismo. —¿Dónde? ¿Donde? —clamaba. Su boca se abría en un asombro retorcido. La pluma se erigía desafiante desde un lado de su sombrero.
—¡Ahora! —gritó Sophie—. ¡Un aura casi perfecta!
Me invadió un impulso persistente de ayudarla, incluso forzarla a mirar al sol. Esta vez, vería el eclipse, costara lo que costara. Todo dependía de ello. Agarré la nuca de la anciana y le incliné la cara hacia el sol, como si fuera un títere. No presté atención a su resistencia.
Justo en ese momento, antes de que tuviera la oportunidad de presenciar la maravilla, el sol comenzó a brillar de nuevo tan repentinamente como había desaparecido.
La multitud se regocijó. Algunas personas incluso aplaudieron. El grupo que estaba junto a nosotros descorchó una botella de champán con un estallido explosivo. Alguien cantó una melodía de broma. El gordo americano se apresuró a sacar su cuaderno para anotar algunos datos, resumiendo las estadísticas y parámetros del eclipse a sus oyentes curiosos, comparándolo con otros que había presenciado antes.
Nada de esto impresionó a la anciana, que finalmente había logrado ponerse sus gafas protectoras y ahora estaba sentada erguida, mirando al cielo, apretando con fuerza las asas de cuero oscuro de su bolso. —¿Ya comenzó? —gritó—. ¿Pueden ver algo?
Sophie y Amir me miraron, con vacilación.
—Lo siento, señora —dije—, ya terminó.
Sophie se inclinó y tocó suavemente el hombro de la mujer.
—¿Le gustaría un poco de agua?
No estaba segura de que la mujer la hubiera escuchado. Permaneció petrificada en su lugar durante uno o dos minutos más, luego se quitó las gafas protectoras, las dobló cuidadosamente y las puso de nuevo en la bolsa de celofán. La boca de su bolso se cerró con un clic decisivo. Se levantó, alisó su chaqueta y metió los extremos de su bufanda en su cuello. —Una pérdida de tiempo —murmuró—. Una completa pérdida de tiempo.
Sin decir una sola palabra de despedida, se dio la vuelta para irse.
La multitud comenzó a dispersarse. Amir encendió otro churro.
—Bueno —dijo—, ¿vamos al Emilio?
—Tengo ganas de un croissant —rumió Sophie.
—¡Entonces vámonos! ¿Qué estamos esperando?
Caminaron abrazados y riendo hacia Friedbergstrasse. Yo me quedé atrás, de mal humor. No tenía paciencia para soportar a Amir, que no paraba de hablar, relatando el eclipse hasta en el más mínimo detalle.
Al acercarnos al café, le pedí a Sophie las llaves y le dije que no estaba de humor para tomar café y que prefería esperarlos en el departamento.
Traducción de Víctor Ortiz Partida de la versión del hebreo al inglés de Yardenne Greenspan
Publicado por acuerdo con la Agencia Literaria Cohen Shiloh
Cuento e ilustración ©Yirmi Pinkus