Dressed to kill

José Abdón Flores

I

Los años ochenta en Estados Unidos se caracterizaron por dos cosas: un boom que le dio un baño de oro a la economía más fuerte del mundo, y una especie de desenfreno, mezcla de romanticismo y mal gusto que a la fecha sigue siendo motivo de vergüenza ajena. Por supuesto, lo segundo es consecuencia de lo primero: el florecimiento de la economía siempre trae consigo los frutos más inesperados, desde notables avances tecnológicos hasta los excesos menos creativos. El pulso de la década ochentera estadounidense bien puede equipararse con la nerviosa gráfica del índice Dow Jones, que por entonces subió y subió, y cada máximo que alcanzaba era como una afirmación de que ése, y no otro, era el camino. De la mano de Wall Street, un país bailó el triunfo más dulce del imperio. Y, sin duda, entre los que más y mejor bailaron estuvo Patrick Bateman, el psicópata americano creado por Bret Easton Ellis.

El libro de Ellis, que apareció hasta principios de la década siguiente, es en cierto modo el reflejo de lo que tal bonanza generó en las altas esferas neoyorquinas, el fenómeno yuppie llevado a consecuencias que parecerían extremas. Su autor polarizó la atención al presentar un ejemplo patente de la desalmada sociedad capitalista, un paradigma por demás descarado y cínico con el que, lejos de acercarse a esa utopía llamada Gran Novela Americana, logró al menos perfilar uno de los Grandes Temas Americanos (y hoy por hoy del mundo): la violencia.

Pero partamos de cero. En la obra de Ellis la violencia tuvo un período de gestación de dos libros. En su primera novela, Menos que cero, la violencia sólo se insinúa. Como una tormenta lejana, se presienten sus reverberaciones, y uno intuye su grandeza pero jamás llega a contemplarla, no como en American Psycho. Y, sin embargo, su aura es hechizante. De hecho, el gran mérito de Ellis en esta opera prima es la capacidad para cargar de malos augurios su narrativa. Nada terrible pasa realmente en la historia; pese a ello, la amenaza distrae.

Para Las reglas de la atracción, Ellis libera el espíritu de la violencia y lo hace deambular por las páginas de un libro cuyos personajes serán el sustrato que en mayor o menor medida le darán arraigo. La sexualidad es la puerta por la que a veces tendrá el acceso libre. Evidentemente, en el mundo de Ellis la violencia es un fenómeno generacional que los adolescentes presencian, los universitarios ponderan y los adultos ejercen, visión hasta cierto modo esquemática que lleva a pensar en un ciclo biológico de la violencia.

Ellis siempre ha hablado poco de su obra, misma que, por otra parte, siempre ha tenido al escándalo como satélite. Ya sea por esnobismo o por- que en verdad no le interesa, sus entrevistas y presentaciones suelen carecer de profundidad y terminan divagando sobre la vida privada del propio autor o abordando el otro gran tema de sus libros, la Moda. Por supuesto, el establishment literario lo considera definitivamente un autor menor. (Norman Mailer llegó incluso a decir que American Psycho era demasiado tema para un autor como Ellis.) Banalización o no, es más sabido que Bret Easton Ellis proviene de una familia acomodada, sufre de grandes depresiones, ha sido amenazado de muerte varias veces y se viste con trajes negros Calvin Klein; se sabe más este tipo de cosas que sus opiniones literarias.

Sin embargo, hay una sentencia de Don DeLillo en Cosmópolis, novela neoyorquina también, muy del ambiente Wall Street, que acredita plenamente al psicópata estadounidense Patrick Bateman y que justifica no sólo su existencia sino su proceder hasta la última gota de sangre. Según DeLillo, «The logical extension of business is murder». En este sentido, en el mundo de los negocios, más que haber permiso para todo, el hecho de matar complementa satisfactoriamente el ciclo mercantil. Y esta inferencia, conforme pasa el tiempo, parece estar ganando la contundencia de una ley. Ley o no, el personaje de Ellis la siguió fiel, creativa y estéticamente en hombres y mujeres, ricos y pobres, viejos y jóvenes, tantas y tan variadas veces que sencillamente se convirtió en parte de su estilo de vida (el famoso lifestyle, término que también nace con esta época de bonanza.)

Ahora bien, Patrick Bateman representa una fase muy avanzada del businessman, del dandy, del sibarita y, más que del racista, del misántropo. Es el hombre —quién sabe si ideal— propuesto por Ellis para llevar las riendas del mundo. Bateman es capaz de nombrar y evaluar treinta marcas de agua mineral distintas, de distinguir cualquier sello comercial de alto rango en ropa y accesorios que la gente porta, de escoger como el mejor trader las acciones más promisorias de la bolsa, y de matar a sangre fría, sin remordimientos y con sadismo, a no importa quién. En hombres como él, muerte y violencia son, al principio, algo colindante con la perversión, para después volverse credo.

El poeta Jack Spicer, identificado dentro de una de las corrientes literarias más peculiares de Estados Unidos, el absurdismo, generó un término que conjuga bastante bien con el proceder criminal de Patrick Bateman. La «desversión», según Spicer en «The Unverted Manifesto», es el intento de hacer que el acto sexual sea tan raro como un pétalo de rosa. Para él, la desversión consiste en hacer del sexo una experiencia temible, como un chiste obsceno o un ángel. Bajo estas premisas, Patrick Bateman es un desvertido modelo. Introducir una rata hambrienta en la vagina de una mujer predispuesta al sexo no sólo le valió a Ellis el odio unánime del feminismo: también le valió a su creación, el licencioso Mr. Bateman, el título de gran desvertido. Ellis ha comentado reiteradamente que su polémica novela, en buena medida, gira en torno al humor, un humor grotesco, de caricatura, un humor absurdo.

II

Pese a que en Estados Unidos la violencia es el generador de un mercado muy importante (cine, televisión e industria bélica), hubo algo que hizo de Patrick Bateman un personaje muy mal visto, sin el appeal de otros caracteres de ficción que también personificaban el mal y cuya admiración era sinónimo de aceptación, y por lo tanto de compra. El tipo de violencia ejercida por el broker Patrick Bateman sencillamente escapaba al entendimiento de la masa norteamericana.

El estadounidense común y corriente puede entender que haya asesinatos por dinero, por narcotráfico, por poder; alcanza, mal que bien, a razonar las muertes debidas al terrorismo y aquellas que aluden a la diferencia de religiones como motivo; puede perfectamente racionalizar las muertes por diferencias ideológicas y raciales. Pero ¿cómo comprender lo que destila la mente de un psicópata, Adonis blanco, arquetipo en más de un modo y que, además, en cuestiones económicas es el paradigma al que ese mismo individuo estándar de Estados Unidos siempre aspirará?

El odio innato que lleva a Bateman a matar, y que suele tener como preámbulo sesiones de sexualidad intensa, es prácticamente un odio genético en contra de la especie. En este sentido, Patrick Bateman sería el producto, aberrante por ahora, más frecuente con el paso de los siglos, de un pool genético que se ha sobrerreproducido. En sí, no tiene un móvil material para la aniquilación, y ese credo que profesa sería el reflejo natural de un mecanismo de control de la especie puesto en práctica. Tal parece que para Ellis, como creador del personaje, seis mil millones de seres humanos han dejado atrás el límite genético de la especie, esa frontera que, una vez rebasada, vuelve aberrante el código de ge

Por si esto no bastara, Ellis aun distanció —o distinguió— más a Bateman vistiéndolo para matar.

El tan buscado y pregonado American way of life tiene básicamente una vida cómoda por objetivo. Una vida apacible donde las altas superan a las bajas, pero esas altas bien pueden ser una tarde otoñal con fast food y un televisor donde dos equipos de football luchan por la posición de campo. El American way of life abunda en ejemplos como éste, prácticamente todos de aspiraciones medianas y vulgares que van haciendo del individuo profesante un perfecto oso gris siempre dispuesto a hibernar. Y la ropa para hibernar, ese vasto uniforme producido a escala industrial, siempre será cómoda, ancha y desgarbada.

La diferenciación de Patrick Bateman —es decir, su desprecio— se presenta en dos aspectos: su lenguaje, cultivado, asertivo, preciso, informado, una oralidad sin alma que sólo funciona como registro de información; y, sobre todo, su ostentosa manera de vestir, de tan buen estilo que raya en el insulto. En el país de lo casual —esto es: en la nación de los tennis de basquetbolista, de los jerseys de los Acereros, de las gorras beisboleras, de los jeans y las camisas de cuadritos, de las tallas grandes y extragrandes—, en la sociedad de lo informal, el refinado Patrick Bateman no tenía cabida. Mucho menos si, además, su pasatiempo era asesinar por gusto.

Cabe decir que, a través de la Moda, Bret Easton Ellis descubre en esta novela una singular prosodia conformada por las marcas del lujo, especial- mente de ropa, pero también de enseres domésticos y de otros productos que por supuesto devalúan el American way of life (y cualquier otro). Como un rezo interminable, Bottega Venetta, Susan Bennis, Warren Edwards, Louis Dell’Olio, Alan Flusser, Michael Kors, Fortunoff, Christian Lacroix, Valentino Couture y demás nombres sonoros —exóticos para muchos, familiares para pocos—, van componiendo un ritmo que acelera la espiral del distó- pico mundo de Patrick Bateman.

No es de extrañar que la novela encontrara sus más fervientes lectores dentro del mundillo de la Moda, que, de buenas a primeras, encumbró a Ellis como un entendido en la materia y como una especie de estandarte a través del cual la Moda vio un parcial renacimiento literario. Sin embargo, el llamado universo fashion es en buena medida responsable de que American Psycho sea a menudo vista como un manual para vestir y no como un esbozo, hasta cierto punto arriesgado, de una cuestión tan profunda como la descomposición sanguínea del hombre.

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