(Caracas, 1956). Uno de sus últimos títulos es Piedra en :U: (Candaya, 2016).
Tal vez ella bajaba cada mañana por el otro lado de la calle. Tal vez con la luz tempranera del comenzar del día ella bajara rápidamente por el otro lado de la calle. Yo no lo sé, yo no la veía por las mañanas. Yo sólo la veía por las tardes. Todas las tardes, pasadas las cinco, la silueta solitaria de Margot Vizcarrondo empezaba a aparecer lentamente por el lado izquierdo del pequeño muro que delimitaba la vista desde mi ventana. Su figura iba recortando el cielo, paso a paso, hasta que empezaba a desaparecer por el lado derecho y se desvanecía a contraluz. Este tramo de la subida que pasaba por mi casa era bastante empinado. Ahora pienso que ese muro y todos los muros de la vecindad, del lado de la subida, se construyeron para sostener el sentimiento de Margot Vizcarrondo. Un sentimiento que se movía lento pero seguro, como las agujas de un reloj.
Yo la veía pasar todas las tardes. Yo esperaba la hora para verla pasar y la seguía con los ojos hasta que ya no podía distinguirla. Yo la veía desde lejos y de abajo hacia arriba, porque nuestra casa había sido construida a lo ancho de una hondonada. En esa época yo no había aprendido la diferencia entre pensar y hablar o ver y deducir, pues la semejanza entre las palabras y las imágenes es mucho más notoria en la niñez. Yo no sabía deducir, por la concentración de su semblante, que ella podía caminar y pensar a la vez: ajena a la brisa y ensimismada. Ahora pienso que tal vez ella iba hilando en su pensamiento algunos detalles muy precisos que transitaban lentamente entre el mañana y el ayer. Mucho peso tal vez para permitir un avance de mayor velocidad.
Es cierto también que Margot Vizcarrondo caminaba un poco inclinada, pero era una inclinación de líneas rectas, algo así como las agujas de un reloj detenidas alrededor de las cinco y cinco. El hecho es que Margot Vizcarrondo caminaba inclinada y derecha a la vez, como quien confronta a cada paso la fuerza de la gravedad: no sólo la gravedad física sino también la gravedad del destino. Ella caminaba mirando siempre hacia adelante como el vagón inicial de un tren, como la vigilia de una trinchera, como la costumbre de un acatamiento, como una lágrima borrada, como una santa, como una mártir.
Yo la admiraba cada tarde sin saber que la admiraba. Cuando se es niño no es fácil distinguir entre el afecto o el respeto, la amistad o la admiración, pero sí se puede pre-sentir el peso de lo humano sobre el paisaje y la imposición de la humildad sobre el sufrimiento. Creo que todos los vecinos admiraban en silencio a Margot Vizcarrondo. Todavía oigo resonar su nombre de esa manera en (el recuerdo de) la voz de mi padre: dos palabras unidas y rotundas seguidas por un largo silencio de gran respeto. Sin embargo, la mayor cercanía con ella la obtuve a la distancia y desde mi ventana, las dos separadas y cada una en solitario.
La leve inclinación de su silueta quedaría grabada en mi memoria para siempre, reconstruyéndose de manera cada vez más nítida con el pasar de los años. ¿En qué pensaba Margot Vizcarrondo? Aquello era un misterio para mí. Con el tiempo descubrí que su modo de existir, o su modo de transitar la existencia avanzando contra la gravedad, había forjado dentro de mí un emblema de ser humano y un emblema de ser mujer. Fue a través de mi propia experiencia entonces como me aventuré a presuponer algunas de las cosas en las que tal vez pensaba Margot Vizcarrondo. Algunos sucesos de mi vida me empezaron a parecer similares a algunos sucesos de su vida. Yo no conocía los sucesos de su vida, pero igual los encontraba similares a los míos. Tal vez sucedió simplemente que yo pensé en las mismas cosas que ella pensó por pura casualidad, o tal vez yo pensé en estas cosas por ella, o tal vez aprendí a pensarlas en una memoria que aún podía reconstruir la figura de Margot Vizcarrondo cavilando y caminando en soledad.
Físicamente era una mujer muy bonita. Ahora me doy cuenta de que su belleza era muy exótica: cabellos muy oscuros y ojos muy claros. ¿Sería un tipo de belleza extranjera? Tal vez. Uno, de niño, no se da mucha cuenta de estas cosas. Pero sí recuerdo que sus pestañas muy pobladas le daban un aire de mucha quietud y profundidad a su mirada, aunque no sabría decir entonces si se podía tratar de una mirada triste. Ahora pienso que tal vez Margot Vizcarrondo era una mujer tímida, porque no logro recordar el tono de su voz. La recuerdo sonriendo cuando conversaba con mis padres. Siempre sonriendo, siempre asintiendo con la cabeza.
Tal vez Margot Vizcarrondo era de esas personas que hablan con los ojos. Con los ojos fijos en el pequeño cielo de adelante. Un cielo que yo sólo veía al sesgo cuando ella subía la cuesta por la tardes. Si acaso Margot Vizcarrondo tuvo un carácter introspectivo, su callada presencia era, paradójicamente, completamente expresiva. Alguna veladura transparente revelaba la contención de una gran intensidad. A mis cortos años yo llevaba ya el silencio de Margot Vizcarrondo registrado dentro de mí como una luz tenue o una luz pasiva, por así decir. Más tarde, al inicio de mis veinte años y aún desapercibidamente, esta luz empezaría a crecer y definirse como un faro señero que guiaría mi sendero de vida junto a mis hijos.
Muchos años pasaron hasta que pude percibir claramente que la silueta pensativa de Margot Vizcarrondo cruzando la tarde habría sido una premonición del camino que también me tocaría a mí. La primera premonición la había tenido antes, más niña aún, con un poema que narraba el sonido constante de una máquina de coser en la madrugada. Una calle solitaria. Un farol desvaído. Y el único sonido salía por una pequeña ventana, noche tras noche, repiqueteando solo sobre la calle empedrada. Era un poema de Andrés Eloy Blanco que había leído entre los libros de poesía de mi padre. El argumento de este poema me había conmovido por muchos días y no podía dejar de pensar en él. Sin embargo, no podía pensar completo porque faltaban los detalles de la enigmática figura apenas bosquejada detrás de la ventana. Ni siquiera su silueta se recortaba a contraluz. ¿Quién producía el sonido de la máquina en la madrugada?, ¿quién cosía?, ¿qué cosía? —me preguntaba una y otra vez—, ¿quién era el que cosía?, ¿quién era el que no dormía? Era una mujer. Estaba casi segura de que el que cosía era una mujer, de que el que no dormía era una mujer. Era una madre. Lo sabía porque mi abuela materna cosía vestidos para sus hijas, pero nunca la oí coser de madrugada. Así que esta mujer del poema, esta madre abnegada, no tenía rostro en la oscuridad del sonido, no tenía mirada, no tenía líneas verticales ni horizontales, ni superpuestas.
Apenas un poco más tarde, pero todavía en mi niñez, aparecería la figura de Margot Vizcarrondo bajo la luz del día, para ponerle rostro a la secreta mujer del poema que trabajaba en soledad. Su silueta completa emergió lentamente del horizonte una tarde, pasadas las cinco. Tan cercana al anochecer, esta luz todavía era clara y brillante. Entonces descubrí por primera vez el rostro del trabajo, el rostro del trabajo extenuante: sobre un semblante cerrado se cruzaban algunas líneas firmes y rectas —como venidas de fuera— con otras líneas redondas y suaves —como venidas de dentro—. Parecía la superficie de un reloj colocado sobre la superficie de otro reloj: era el gesto del esfuerzo sobre el gesto de la determinación. Y nunca, desde allí, lo olvidaría.
Continué observando a Margot Vizcarrondo cada tarde, era indispensable poder verla todavía bajo esa luz que ya empezaba a desvanecerse antes de que el suave tic-tac que ella llevaba adentro empezara a contradecir la oscuridad silenciosa de la madrugada. Un tic-tac que ya estaba empezando a formarse dentro de mí como un regalo precoz del destino. Yo creo que Margot Vizcarrondo, que trabajaba en una oficina como trabajé yo después, había recibido también este regalo del destino de manera precoz, pues en la primera mitad del siglo veinte, en la época que Andrés Eloy Blanco escribió este poema y la misma de nuestros padres y nuestros abuelos, las mujeres no trabajaban fuera de las casas.
Así que, a mediados de los años sesenta, Margot Vizcarrondo fue una de las mujeres pioneras en asumir un horario de hombre en un espacio público, donde no se escucharían las voces de los hijos o se les ofrecería un jarabe para la tos. Hablo de América del Sur, hablo de Venezuela, hablo de La Macarena, una bellísima urbanización situada sobre las frías montañas de las afueras de Caracas, donde todas las familias disponían de una madre que cuidaba a los hijos en la casa y un padre que traía el sustento de fuera. Para esas fechas no creo que hubiese mucha diferencia con las familias de otros países, otras ciudades o urbanizaciones de la América toda. Las mujeres de esa época en general y también aquellas a las que yo amaba, como mi madre y mis abuelas, eran rosas cada vez más fragantes en las manos de sus jardineros. Nosotros nos habíamos mudado a aquellas montañas desde La Florida (de cuyo jardín, en pleno valle de Caracas, recuerdo blancas azucenas y trinar de chicharras) pues mi padre buscaba en las alturas el consuelo para la muerte de su adorada madre, quien por cierto también se llamaba Margot, ella murió cuando yo recién cumplía cinco años, pero ya había sembrado en mí un cariño alegre.
El modelo de mujer que me ofreció Margot Vizcarrondo llegó para contradecir hondamente (aunque a nivel inconsciente en ese entonces) las costumbres de mi niñez. Mi madre siempre estuvo protegida por mi padre al igual que mis abuelas por mis abuelos. Dentro de esa plantilla básica del amor infantil, era difícil imaginar que tal vez no fuera siempre cierto que una promesa entre parejas implicara una lealtad que duraría hasta la muerte. Tal vez Margot Vizcarrondo había tenido que luchar también con esa contradicción. En caso de que las cosas salieran mal: ¿cómo pasar de ser rosa a ser jardinero? Y dada también la complicación de la gentileza, porque no todos los caracteres son gentiles pero el de Margot Vizcarrondo lo fue: ¿cómo encarnar las dos entidades a la misma vez? ¿Cómo ser Marta para trabajar y María para sonreír? Probablemente los dos relojes se confundirían en algún momento y uno de los dos daría la hora del otro. Tal vez por eso subía la calle tan lentamente Marta-María-Margot Vizcarrondo, porque iba tratando de coordinar las dos horas que llevaba adentro en una sola: la hora cumplida, la hora de cumplir la promesa que había hecho una vez.
Así iba aprendiendo yo también lo que significaba el carácter. Cada tarde, sin hablarme, sin verme, sin saber que yo la veía, su rostro translucía un cruce de horas inexorable. Su perfil repetía un día tras otro este cruce de horas de manera precisa, como si la posibilidad de error o de olvido presagiara un peligro. La imagen de este reloj compuesto —con sus maquinillas internas que a veces suenan y a veces no— fue un regalo que recibí de Margot Vizcarrondo. Este regalo fue un presentimiento. Un pre-sentimiento es un sentimiento que viene antes de otro que todo lo abarcará. Este regalo, digo, fue de un valor incalculable para mi joven vida, porque más tarde me ayudaría a construir mi propio camino, mi subida, mi sonido, mi destino con mis hijos, contando solamente con nuestra dignidad.
A mediados de 1960, la primera y tal vez la única mujer que conocí sola pero con hijos fue Margot Vizcarrondo, y los primeros hijos sin padre que conocí fueron sus hijos. Hijos bellos, educados y alegres que formaban un hogar armónico junto a la abuela y dos tías abuelas adorables que mantenían al uso los nombres colocados por los niños: Mamama, Pipina y Cacaca. No sé por qué, pero siempre las nombrabámos en el mismo orden. Tal vez porque la Mamama era la abuela biológica. Me parece recordar ahora que la Pipina tejía y que siempre estaba sonreída, y que la Cacaca tenía la voz y la contextura más fuerte de las tres. Ahora pienso que sus nombres de pila tal vez fuesen María, Josefina y Carmen. Pero eso no importaba en aquel entonces, ellas eran las hadas de nuestro cuento infantil.
Ricardo era el mayor de los cinco hijos. Después de Ricardo venía Luis Edgardo y luego Herman. Herman tenía una sensibilidad intensa y contenida como la de Ricardo, pero no lo volví a ver desde nuestra niñez. Nunca olvidaré, sin embargo, que cuando Herman se subía a los árboles de pomarosas y vislumbraba algunas maduras gritaba «¡Mírala! ¡Ve! ¡Mírala! ¡Ve!» con alegría incontenible. Armando era el menor del grupo y por eso tal vez parecía más callado, pero al igual que la Pipina y Luis Edgardo, siempre se mantenía sonreído.
El tesoro más resguardado de nuestras agitadas travesuras al aire libre era que los cuatro varones Godoy-Vizcarrondo tenían en la casa una joya escondida: una niña pequeña, una hermanita tan menor que apenas se le veía jugar ocasionalmente en el jardín. Me parece recordar que la niña tenía los ojos verdes y, a diferencia de sus hermanos, tenía el cabello claro. ¿Por qué era tan importante esta pequeña niña guardada con tanto celo? No sólo porque era niña, no sólo porque era la más pequeña, no sólo porque era literalmente la niña de los ojos de las abuelas, sino porque su nombre era la clave de la madre, la clave de la familia, la clave del mañana: ella se llamaba Esperanza, o mejor dicho«María» Esperanza (tal vez para disimular).
Algunos años más tarde y viviendo en otro país, nos llegó la tremenda y triste noticia de la súbita muerte de Margot Vizcarrondo. Habráse visto tanta sorpresa. Habráse visto tanto dolor. Mis padres sufrieron mucho por la muerte de Margot Vizcarrondo. Mis hermanos estaban asombrados. Y yo. Parecía que no había palabras de explicación. Parecía que no había palabras de consuelo. Hablábamos una y otra vez de Margot Vizcarrondo con amor, con sorpresa y con dolor, en este orden. La rotundidad de su nombre había antecedido a la rotundidad de su partida: ella misma se había hecho estallar los dos relojes a la misma vez. Nosotros nos preguntábamos repetidamente: ¿qué sería ahora de tanta hermosura entre los hijos y las abuelas?, ¿qué pasaría con María Esperanza?, ¿qué pasaría con esa ingenua esperanza que había intentado colocar su frágil nombre sobre la gran autoridad del destino?
En mi mundo personal, la imagen de Margot Vizcarrondo, sin embargo, continuó caminando al borde del pequeño muro sin rozar nunca la brisa. Su retrato se había esculpido para siempre en mi corazón, con una leve inclinación, es cierto, natural tal vez por la gravitación. Como las líneas que van formando las agujas de un reloj cuando empiezan a acercarse a las cinco y cinco de la tarde. Margot Vizcarrondo se mantendría para siempre en lo alto de mis ojos como un hermoso retrato que se movía de perfil y que nunca sabría cuánto lo había admirado yo. Y admiraría aun más en los años por venir.
Pero la impronta de su estirpe honraría con creces su memoria, y más de cuarenta años después, el exquisito grupo familiar fundado por la esperanza de Margot Vizcarrondo ha producido abundante fruto. Me han llegado noticias amables: abrazos, nietos y alegrías avanzan por amplios senderos y abren nuevos mundos en la lontananza. Ojalá que estas nuevas generaciones puedan repetir la antigua plantilla, pues el hogar original de Margot Vizcarrondo en La Macarena Sur fue tal vez el hogar más completo que yo haya alcanzado a conocer durante, ahora, una larga vida. La proverbial gentileza de este hogar rezumaba una armónica variedad de distintos tipos humanos, distintos géneros y distintas generaciones. La casa llevaba el mismo nombre del tesoro que cuidaban entre todos dentro de sí, y que abriría las puertas del mañana: era la casa de la esperanza.
Por esas cosas raras de la vida y las inexplicables coincidencias que me han unido para siempre a la memoria de Margot Vizcarrondo, ahora vivo en una casa muy parecida a su casa. Una casa que levanté guiada por el tic-tac de un reloj interno y solitario, y cuyo sonido tal vez salió también a la calle por el mortecino tragaluz de la madrugada. Una casa tan blanca y tan luminosa de día como si la hubiera pensado Margot Vizcarrondo. Una casa que se sostiene de una esperanza inmaterial aunque ya no espera un mañana a falta de un ayer.
¿Por qué faltó el ayer en esta casa tan parecida a la casa de Margot Vizcarrondo? Porque apenas la alcancé a elevar unos centímetros del suelo ya no había promesas que cumplir: los hijos se habían ido, la madre y los hermanos vivían lejos, el padre muerto. Ahora, mirando de soslayo estas paredes tal vez inútiles y reencontrando al paso mesas y camas vacías por doquier, pienso que tal vez no supe gravitar bien en las subidas o que tal vez los dos relojes en verdad me confundieron. Podría haber sido un poco amarga la eficiencia de Marta o demasiado pasiva la gentileza de María. Yo en verdad creía que los muros hacían falta para sostener los sentimientos.
Pensando en Margot Vizcarrondo he pensado también en mi padre. No sé por qué extraña razón los dos se me han llegado a yuxtaponer en la memoria. Las dos figuras se entrecruzan de pronto en mis pensamientos, como lo hacen las dos agujas de un mismo reloj o las agujas de dos relojes superpuestos. Hay padres tan buenos que vienen a ser como madres. En esos casos, los agradecidos hijos transcurren la vida bajo el amparo de dos madres. Tal vez mi padre y Margot Vizcarrondo tenían por dentro pensamientos parecidos, tal vez los dos miraban siempre hacia adelante, como los primeros vagones de los trenes que llevan allí los comandos. Tal vez los dos habían aprendido a no empañar los vidrios con lágrimas inútiles, tal como le habría enseñado Marta a María confrontando la necesidad de la entereza. Y casi con alegría me consuela pensar que, con excepción de sus tumbas, no alcanzaron a habitar solos en casas vacías.
Ahora me parece que tal vez nosotros, los hijos, habríamos podido presuponer de antemano sus tempranas partidas, pues los caminantes que emplean mucho esfuerzo durante muchas leguas se cansan aún jóvenes. Conozco a muchísima gente con la edad que nuestros padres tendrían ahora, y todos rebozan fuerza y juventud. También estoy segura de que nuestros padres se cansaron involuntariamente. Ellos no hubieran querido cansarse nunca. Ellos nunca pensaban en el cansancio.
De pronto percibo también que, además del cansancio y a pesar de la juventud, los caminantes que llevan a cuestas pensamientos muy pesados, como los que entrelazan el mañana con el ayer, alcanzan posiciones semiverticales antes de tiempo. Semejantes a la inclinación que marcan las agujas de los relojes un poco después de las cinco. Tal vez no nos dimos cuenta a tiempo de que las agujas continúan rodando lentamente después de las cinco y cinco, para venir a doblarse definitivamente alrededor de las seis y media: ambos brazos cerrados sobre los pies y la cabeza, sobre el conjunto. Quedó a los hijos el trabajo de levantar otra vez las agujas hasta el meridiano. Quedó a los hijos la lección de la esperanza.