Breve paseo por el libro

Raúl Olvera Mijares

(Saltillo, 1968). Su libro más reciente es La ciudad y la tarde. Relatos (Secretaría de Cultura de Coahuila / Consejo Editorial del Estado, 2018).

En el original latino, la voz liber designaba la corteza de ciertas plantas, emparentada con una raíz indoeuropea que se refiere a entes del reino vegetal; Laub, en alemán, es el follaje o las hojas tomadas en su conjunto; list, en polaco, designa justo a la hoja. A imitación del papiro en Egipto, helenos y latinos escribían en diversas cortezas, en griego, al parecer; biblos procede de la ciudad de Biblos, sita en el Líbano, no lejos de la actual Beirut, de donde se importaban los rollos de papiro; Buch, «libro» en alemán, se deriva del árbol llamado buche, o sea el haya en español, que prestaba su piel para grabar sobre ésta los caracteres rúnicos, al principio inscritos en piedra. Más dura y permanente, la lápida ha sido depositaria de la escritura, en particular de las grandes sentencias, cuasi epigramas o aforismos —definiciones— que, de manera sacra y ritual, encabezaban los portentosos recordatorios que presidían las fundaciones, las conquistas, los prohombres idos. Exegi monumentum aere perennius reza el verso de aquella inmortal oda de Horacio: «Hice surgir una insignia que servía de advertencia —o amonestación— incluso más duradera que el mismo bronce», va una posible glosa. Libro, entonces, es un conjunto de hojas escritas; hecho que supone el material mismo, aunque también el alfabeto. Ambas creaciones culturales, se sabe, llegaron a Occidente del Medio Oriente, por vía de Fenicia.

Notas esenciales de ese objeto tangible, tridimensional, característico que, desde la época romana, se conoce como liber, es constar de un conjunto de hojas (papiro, papel, cuero u otro material incluso sintético), mantenidas juntas por un canto (lomo), que presentan unas pastas firmes (forros); ya al abrirse, los blancos que enmarcan la caja de texto son los márgenes (exterior, superior e inferior) y el medianil (por dentro, de donde va encuadernado); por fuera, es justo el lomo. Sin cansar con el conjunto de términos que designan las distintas partes del libro, tanto interiores como exteriores, recaiga el acento sobre el carácter práctico, portátil, resistente —hasta cierto grado— a la intemperie, de este invento, vehículo de un texto de cierto aliento, portador estructurado de una noticia, dispuesto, en cierta forma, a fin de transmitir con la mayor fidelidad posible el mensaje, coherente y complejo.

Es claro que, desde la aparición de la imprenta y los tipos móviles, el libro entrará en esa transición de pasar de ser objeto meramente artesanal, hecho a mano por completo, a tornarse artículo de producción industrial, en que la mano humana interviene en forma mínima durante el proceso. Esta evolución del objeto cultural conocido como libro, que ha experimentado con el correr de los siglos variedad de innovaciones técnicas —tipos fijos, tipos móviles, ófset, impresión láser—, justifica, hasta cierto grado, que hoy se hable, con facilidad que pasma, de libro digital o electrónico, un artículo que ha cesado de ser tridimensional; para comenzar, ni siquiera exhibe partes externas —corte de cabeza, guardas, cejas, juego, entrenervio, cabezada, gracia— y depende de la mediación de un componente electrónico para su uso (computadora de escritorio, portátil, tableta, teléfono móvil), además de que la letra impresa sobre papel estimula, de una manera ligeramente distinta, la retina del ojo; no se trata de puntos de luz que parpadean a gran velocidad, sino de letras fijas que admiten distintas fuentes luminosas; la mejor, entre ellas, es la luz de día, por entero natural, jamás reflejada, en forma directa, pues es capaz de cegar; la luz acariciante de una vela o lámpara de aceite, o bien la luz vacilante y siempre cálida de una hoguera; en fin, también está la socorrida luz eléctrica, artificial, con todas las variedades hodiernas que se quiera, de bombilla incandescente o filamento luminoso.

Salta a la vista que se trata de dos objetos diversos, uno de ellos, el más nuevo, sólo se llama libro por analogía respecto de un objeto previo, el cual se ostentaba como autosuficiente, en el sentido de que no requería de algo más, aparte del ojo humano y la luz, claro está, es decir, de un sostén informático (que supone una batería o alimentación eléctrica directa); para acceder a él, podía llevarse consigo casi a cualquier parte y resultaba útil, pues cumplía con el propósito de permitir que el ojo recorriera una serie de líneas y renglones, en pos de descifrar un contenido, de naturaleza informativa, o bien poética o expresiva. Ambos artículos, el tridimensional y el bidimensional, persiguen, no obstante, los mismos fines: facilitar la lectura de materiales escritos.

La lectura puede verse como un desciframiento de símbolos, acomodados o dispuestos, siguiendo una serie de convenciones; la vista puede recorrer la superficie del texto en forma vertical, de arriba hacia abajo, como se hace de manera tradicional en el caso del chino, el japonés y el coreano (en forma moderna se disponen los caracteres de izquierda a derecha), o bien observar una disposición horizontal, seguir un orden sinistroverso, de derecha a izquierda, como es en la escritura de idiomas otrora en uso en la península itálica (etrusco y umbro) y las lenguas empleadas en el Medio Oriente (fenicio, árabe, siriaco, arameo, hebreo, turco antiguo, samaritano, chipriota, mandeo, lidio), o el orden habitual, dextroverso, que procede de izquierda a derecha, el propio de la escritura de helenos, latinos, brahamanes, etíopes y de cristianos ortodoxos que, bajo la inspiración de los santos Cirilo (de ahí el término cirílico) y Metodio, adoptaron, y aun adaptaron, los caracteres griegos (antiguo eslavo, ruso, ruteno, bielorruso, serbio, búlgaro), así como la aplastante mayoría, con escasísimas excepciones, de las lenguas que se usan en Asia y el Sudeste Asiático. Al parecer, proceder de izquierda a derecha tiene que ver con la aparición misma de los caracteres alfabéticos, que, como se ha apuntado con anterioridad, son de origen semita, en forma preponderante, fenicio, y con el hecho de sostener el cincel, cuando se grababa en piedra, con la mano izquierda y el mazo con la derecha. De hecho, adoptar el orden contrario, de derecha a izquierda, tiene que ver con el empleo de la tinta; entonces se vuelve más práctico y natural asir el estilete, el cálamo o la plumilla con la mano derecha, moviéndose en el orden en que se despliega el brazo, claro, en el caso de diestros o derechos. Los pictogramas, ideogramas o sistemas mixtos, que incluyen indicación de los sonidos, presentan una complejidad fascinante: la maravilla de valerse de los mismos signos para escribir en una variedad de idiomas diversos, en China, pues, aunque varíe el sonido, el sentido se mantiene, basado en una serie de reglas sutiles, adoptadas por convenio, propias de una mentalidad o una cosmovisión articulada de manera gráfica, según asociaciones canónicas de ideas. Es lo más cercano que existe a alcanzar una escritura universal, si bien el empleo de un tan alto número de ideogramas, en el uso culto y matizado, entraña un período bastante prolongado de adquisición.

Desde luego, el concepto de libro es sumamente amplio: en éste caben desde las obras de bellas letras, propiamente dichas (literatura, claro, aunque este término también puede englobar la bibliografía de algún tema técnico o científico, o bien todo material escrito, de manera indiscriminada), hasta los más variados materiales relativos a las disciplinas más dispares, saberes, tradiciones culturales, habilidades prácticas (desde cómo reparar un auto hasta cómo plantar una diminuta semilla de mostaza y, con ésta, hacer un ornamental e impresionante bonsái, por ejemplo). Los libros que mayor interés suscitan —en el caso particular de aquellos que aspiran a ser escritores— son los literarios y los que caen en el terreno de las llamadas humanidades —filosofía, filología, historia, antropología—, donde también es posible hallar celosos artífices y refinados custodios de la palabra. Libros son tanto la Ilíada, de Homero, como cualquier manual de cocina o jardinería; muy distintos entre sí, es obvio, lo que no es tan manifiesto es por qué. Acaso porque uno se propone conmover, sacudir al lector, evocar, emocionar, exaltar, mientras el otro es puramente escueto, práctico, más inclinado por el contenido que por la forma. Referido a uno y otro tipo de obras, el término libro adquiere un significado casi equívoco, en realidad, análogo. De entrada, uno estaría inclinado a adscribirle un carácter unívoco, porque fuera de la forma exterior, es decir, que ambas obras estén compuestas de páginas, tengan portada y contraportada, índice, página legal (en una edición moderna, y probablemente en traducción, de la gran epopeya clásica), no sólo el contenido difiere, sino inclusive la función del lenguaje que tiende a predominar. Las obras de literatura, me atrevería a considerar, dependen en mayor medida, para su cabal comprensión y deleite, del sostén material en que reposan, y tinta y papel parecen ser idóneos para permitir el apartamiento, el silencio, la concentración necesaria que exige una obra para apreciarse a cabalidad.

En realidad, un libro es un objeto bastante variado, que obedece a distintos fines: existen libros de consulta o referencia, como los diccionarios, los lexicones, las enciclopedias, los atlas tanto geográficos como anatómicos; manuales, desde recetarios de cocina, libros devotos o de oración, misales romanos, hasta instructivos operativos para todo tipo de máquinas e instrumentos; libros de texto, que es requisito repasar para un curso determinado, silabarios y libros de escuela elemental; libros de estudio asiduo, como las gramáticas, los códigos de leyes (civiles, mercantiles, laborales, corporativas y, por supuesto, penales), los libros de verbos y conjugaciones; en fin, libros de lectura, obras de esparcimiento o —como se empeñan en llamarlas hoy— de recreación, colocándolas en esa escueta y algo mecánica categoría, que desmerece el arte —por ocioso—, poniendo muy por encima el carácter práctico, ahí se echa de ver el desdén por lo que no produce beneficio material sino puramente anímico; en esta ancha categoría caben —con orgullo— los poemarios, los cancioneros y romanceros, las epopeyas nacionales, las fábulas y apólogos, las novelas largas, los relatos tradicionales, las noveletas, las piezas de teatro, los guiones de cine, los cuentos modernos, las minificciones y las brevedades, sin olvidar ese «centauro de los géneros», como con tino bautizara Alfonso Reyes al ensayo. El campo del libro es demasiado ancho, abarca asimismo listines telefónicos, almanaques mundiales, guías turísticas, constituciones nacionales, informes de cabezas de Estado, de sociedades anónimas, de comisiones especiales dentro del Gobierno, encíclicas, bulas, constituciones apostólicas, catecismos, desde canónicos y brevísimos como el del padre Ripalda, sj (de la Compañía de Jesús, como el actual pontífice), hasta el pergeñado por Juan Pablo II, plagado de reflexiones teológicas y hasta filosófico-éticas, mamotreto de la talla de un diccionario de castellano al uso, al estilo de aquel célebre de la señora Moliner. En achaque de posibles funciones, ejercidas por un solo libro, por decir, Das Stunden-Buch (1899-1903), de la autoría de Rainer Maria Rilke, título inspirado en el libro de las horas, correspondiente al officium parvum de la Iglesia católica, que los fieles, devotos, debían rezar durante las principales horas del día, a imitación del oficio mayor, propio de los monjes, marcado con las canónicas horas de laudes, maitines, prima, tercia, sexta, nona y completas, esta obra rilkeana es un poemario extenso, compuesto, a su vez, de varias partes, llamadas también libros (de la vida monjil, de la peregrinación, de la pobreza y la muerte), obra de lectura, de consulta, raras veces, libro de texto, en cierto curso sobre poesía entre el Neorromanticismo y el Jugendstil, libro de estudio y memorización, al menos ciertos pasajes, por parte de aficionados a la poesía, maestros de escuela germanos —de hace tiempo, es muy dudoso que hoy continúe esta práctica— y celosos estudiantes de la lengua alemana (de esos que se cuentan con los dedos de una mano e incluso sobran). En resumen, es tal la casi infinita variedad de los materiales impresos, de los posibles usos que pueden hallar y de las formas en que es factible conceptuar los que ya existen que, si bien se encuentran disponibles —muchos de ellos, no todos, claro está— en la red, no deja de ser algo más manejable y práctica la versión física de ese grueso o delgado volumen de pastas duras o blandas, en papel biblia, satinado, sutilísimo o en basto material, resistente, para uso pesado, en medida de folio, cuarto u octavo. Objeto prodigioso y, a la vez, manual y práctico, bueno para llevar a todos lados y conservar en casi cualquier parte. Como con otros medios de comunicación, la novísima versión no aniquila las precedentes. Existen los medios electrónicos, desde hace algún tiempo; ello no obsta para que sigan perviviendo el cine, la televisión, la radio, el telégrafo, la prensa escrita, ¿por qué habría de suceder otra cosa con el libro tridimensional, tangible, como objeto físico? El futuro puede deparar muchas cosas, de hecho, han estado ahí, desde hace algún tiempo, el audiolibro, el libro electrónico, los dispositivos especializados para facilitar la lectura en las distintas marcas registradas, hasta la fecha, con pantallas mate, opacas, más amables para la vista, sobre todo, menos dañinas. La tendencia, no para el mañana, sino desde hoy, es la de sacar más materiales de lectura en versión electrónica. Que eso entrañe, por necesidad, la desaparición del libro material, no lo sé. Me queda el necio consuelo de que, al menos, no es algo que han de ver mis ojos. Como una suerte de antigüedad, de pieza de anticuario, de curiosidad, si se quiere, el libro antiguo ha de pervivir mientras haya eso que se llama civilización, es decir, hasta el aciago día —por desgracia, cada vez más próximo y avizorable— en que la barbarie se enseñoree de este concepto de mundo que nos tocó en suerte conocer. Llegada la última hora para el libro, vulnerant omnes, ultima necat, como afirmaba aquel adagio latino, otrora inscrito en los relojes de sol o en lo alto de un torreón de iglesia —«todas hieren, pero la última mata»—, es evidente que con el fin del libro habrá de sucumbir igualmente el summum de la obra del hombre, es decir, la Cultura.

Sin embargo, no todo hay que pintarlo tan gris y fatídico. Entre las ventajas destacables del libro digital o electrónico hay varias, entre otras la accesibilidad, la portabilidad, la inmediatez, la reducción de costes. Es claro que ahora es posible consultar casi a cualquier autor clásico cuyas obras —incluso algunos incunables— se hayan digitalizado, es decir, pasado por un tipo de escaneo que arrojará facsímiles o copias idénticas —de hecho, simples reproducciones fotográficas— de las páginas originales del impreso. Si bien, las más veces no es necesario tener acceso a reproducciones de páginas reales, sino a resoluciones de índole práctica y técnica que ofrecen los sistemas de cómputo, es decir, la reproducción en cualquier fuente, formato y estilo que resulten ser los más idóneos y accesibles. El proyecto Gutenberg —tanto en la versión original como en la versión australiana— ofrece una variedad de clásicos en varias lenguas. Desde luego, hay ofertas más especializadas y exclusivas que, a cambio de cierta cuota regular, ponen a la disposición nutridos e interesantes acervos, desde bibliotecas hasta librerías electrónicas (entre estas últimas, la X Library presentaba particular interés, siendo de uso gratuito, en especial cuando uno pretendía tener acceso a las novedades del mercado editorial, inclusive, en idiomas diversos, hasta el oscuro día en que el fbi, por orden judicial, incautó el sitio so pretexto de piratería, asestando un duro golpe en las caras de atónitos estudiantes sin dinero para los demasiados libros de asignatura, y para algún lector de inagotable curiosidad, también, mucho lamento).

Cuando se va de viaje, en especial cuando uno hace uso de esas nuevas líneas aéreas de bajo presupuesto, el sobrepeso deviene gran inquietud. En mi último viaje a Portugal pude recorrer la patria de Fernando Pessoa con sus Obras completas a cuestas y éstas son bastante nutridas; de hecho, iban compactadas en algún lugar de la memoria del dispositivo móvil, ese artilugio que parece hoy en verdad imprescindible. Desde luego, no pude acabar de leer las que aún me faltan. Se trata de una cantidad considerable de material y, de manera patente, además de leer, uno tiene que visitar lugares, probar platillos locales, respirar aire fresco y, en resumen, vivir. Así como esas opera omnia, cargaba otras más de diferentes autores, junto con novelas sueltas de apabullantes dimensiones, es decir, toda una biblioteca móvil y, sobre todo, privada; no por eso, sin embargo, prescindí de echarme en el morral que cargaba un modesto ejemplar —in a paperback edition— que fue a todos lados conmigo, casi como la cálida compañía de una persona. La emotividad que causan los objetos, tangibles y reales, resulta incomparable y, en ocasiones, deja muy por debajo la vasta y aparentemente ilimitada capacidad de los novedosos componentes electrónicos.

No avizoro, en el resto de lo que me queda de vida, prescindir de esa maravillosa invención que es el libro real. Cuasi presencia humana, compañero de andanzas, fiel escudero, parapeto cierto, refugio firme, codiciado amuleto, fetiche o token. Al igual que en mi caso, debe haber muchos seres humanos, de mi generación, por supuesto, aunque también de otras generaciones más recientes. Entre los más jóvenes, en particular, puede echarse de ver una tendencia a trabar amistad no sólo con seres animados, sino con objetos inertes, a los que uno da vida con las propias expectativas, afectos, añoranzas, anhelos, carencias; sucede no sólo con osos de felpa, diminutos monigotes de plástico, inspirados en los populares mangas japoneses, que veo colgar de innúmeras mochilas, sino también con otros enseres menudos, ¿por qué no un libro? Después de todo, más allá de la entrañable materialidad del objeto, está lo que contiene, el secreto celosamente guardado, la portentosa embajada, la indecible felicidad que promete, una vez concluida la lectura, cuando se llega al meollo de la trama y una como corriente eléctrica eriza la piel; entonces soplará aquel vientecillo cargado de universalidad que revuelve la cabellera, que hace sentirse —a aquel solitario individuo— uno con el Todo, parte del Universo, en unísono con el Cosmos.

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