Dos osas [fragmento] / Meir Shalev

Cachorro de labrador

Para la boda de Dalia y Dubik me puse un vestido blanco para enfadar a la novia, me calcé unos zapatos de tacones bajos para no ser más alta que el novio y me ajusté dos plumarias en la sien derecha. Me miré en el espejo y me dije: «Algún día, cuando dejes de ser el muchacho de los envíos y decidas ser una hermosa mujer, serás una mujer muy hermosa». Tengo dieciséis años, y hasta el día de hoy no me había dado a mí misma tantas directivas escénicas, pero sí he hablado bastante conmigo misma. Es una pena que no haya tenido el don de la profecía, para conocer mi futuro.

     «Te ves linda», me dijo Dubik. Volvió a recordarme que su nuevo y mejor amigo, Eitan, se sentaría con nosotros en la misma mesa y cuán importante era que estableciera con él contacto visual.

     «Es un buen partido para ti», insistió. Hasta el día de hoy me pregunto si realmente quería que nos conociéramos o si me usó de carnada para conseguir a Eitan para él mismo.

     Dubik es mi hermano mayor. A pesar de eso, siempre fui yo la más inteligente de los dos, y por eso mismo sé que soy la más inteligente y él por momentos lo olvida, aunque yo trato de adaptarme.

     «¿De qué estúpido partido hablas?», me burlé. «Tengo sólo dieciséis y medio. ¿Qué es eso del contacto visual? Lo mejor sería que ni siquiera me mirara. Aún no tengo tetas».

     Dubik rió. «Todos estamos esperando pacientemente que te salgan tetas. Que espere él también».

     Eitan vino con una camisa blanca, unos pantalones caqui y su piel dorada, esa que yo llegaría a tocar sólo después de algunos años. Regresaría para comprobar si esa piel era tan cálida y suave como parecía. Al momento vi que era exactamente de mi estatura, cosa que me alegró, pues sabía que él ya había dejado de crecer y yo aún no. Me gustan las parejas en las que la mujer es un poquito más alta. Incluso me divertí al pensar que así como él llegó a nuestro primer encuentro con la ropa y la piel a gusto mío, también lo hizo con la estatura apropiada.

     En resumen, todo se veía muy prometedor, aunque nada sucedió. Vale decir, establecí el contacto visual que Dubik me había exigido y él me devolvió la mirada y me preguntó si yo era la hermanita pequeña del novio, de la que tanto le habían hablado. Pero yo no alcancé a sonreír con la suficiente velocidad y amplitud ni tampoco supe contestarle con alguna frase inolvidable. De hecho, fuera de muchas felicitaciones y alguna otra mirada al pasar que me concedió media hora después, no hubo nada. En la mesa éramos el novio y la novia, las dos suegras, el abuelo Zeev, Eitan y yo. No creerás qué fue lo que pasó: la madre de Dalia también estableció contacto visual con Eitan. Una mirada que duró en total un cuarto de segundo, pero que alcanzó para que él fuera con ella hasta su casa, bastante antes de que la ceremonia terminara. La madre de la novia. ¿Entiendes lo que es eso?

     Esa familia era un mejunje. En el pueblo, como es costumbre, hablaban: sólo en la familia Tabori suceden este tipo de cosas. Miren, ahora se casan con gentes a su imagen y semejanza. Qué bueno que esta vez haya sido solamente un asco y no otro horror extraído del sótano de horrores familiares.

     En cuanto a mí, me fascinó. Incluso diría que me entusiasmó. Sentía celos, cómo no, lo confieso. No creas que albergaba esperanzas de que lograría llevármelo de allí por mi cuenta. Yo no era más que una muchacha sin tetas. Pero, por debajo de los celos y más allá de la inexperiencia y la incomprensión, supe que Dubik lograría su objetivo, que algún día Eitan y yo nos casaríamos y que él formaría parte de la familia. Además, sólo el verle la cara a Dalia valió la pena. Qué placer ver su expresión. Su madre no sólo era más hermosa y elegante que ella, sino que también le había robado el centro de la escena: «Adiós a todos, me voy a casa con mi juguete nuevo. Chau. Abran los regalos solos y saluden a los padres en mi nombre».

     Se llamaba Alice. Hablaba más inglés que hebreo y era todo un personaje. Verdaderamente. No tenía contemplaciones. Era sexy sólo como una mujer de cincuenta y un años puede serlo. Como lo seré yo, en unos años, si descubro qué hacer con los frenos que me detienen, con el dolor que me tuerce y con las pesas que arrastro en el alma. Sencillamente tomó a Eitan con una mano (tú, zorrito, has caído en mi red) y con la otra se despidió de todos. Hasta el día de hoy me parece que a mí me miró de manera especial, como entendiendo que se lo llevaba no sólo de la boda de su hija, sino también del primer encuentro con quien sería su futura esposa.

     Dalia no se lo perdona hasta el día de hoy. Hoy, vale decir, aun después de que su madre falleció. El mismo discurso todos los años, en el aniversario de su muerte: «Ella arruinó mi boda… ella se lleva toda la atención… ella se comportó así desde que yo era una niña…». ¿Conoces a esas mujeres que siguen quejándose de sus madres durante toda la vida? Qué fue lo que no me hizo, que a los tres años me obligaba a tal cosa, que a los diez me dijo tal otra, que a los catorce no me permitió lo de más allá… Basta, chicas. Ya son grandes. Háganse cargo de sus vidas. Nuestra madre, de Dubik y mía, nos dejó cuando éramos niños y se fue a otro país. ¿Acaso me quejo? Yo lo veo de manera positiva: tuve una madre de mierda y así aprendí cómo no hay que ser.

     Bien, detengámonos aquí. Tengo mucho para decir acerca de mi madre, y también de Dalia estoy hasta la coronilla. Pero Eitan, justamente, me pidió que dejara el asunto, una vez que se me fue la mano con las cosas que le dije. Me dijo que no servía para nada, que ésos no eran modos y que había que entenderla. Tenía razón. Debe de ser duro crecer con una madre como la Alice ésa, reluciente y pulida, la embajadora del clasicismo europeo en el maldito Medio Oriente.

     Ya te lo dije: sentí celos. Mejor dicho, me dije a mí misma que lo que estaba sintiendo era, seguramente, lo que se acostumbra a designar con el nombre de celos. Pero no por el hecho que fuera ella y no yo la que se iría a la cama con él. A los dieciséis años y medio ese asunto no estaba en mi cabeza, aún. Sentía celos de su coraje, de lo emocionante que debía ser eso, de su estilo. Y en el fondo de mi pecho, en ese sitio en el que suelo hablar conmigo misma, me dije: No importa, amigo de Dubik, Eitan o comoquiera que te llames, si bien soy la hermanita menor que no tiene todavía nada, soy exitosa, mejoraré aún más y tengo tiempo y paciencia. De seguro, más tiempo del que dispone esa Alice que, con el debido respeto, ya se encamina hacia el fin de sus días, y yo apenas estoy por comenzar la campaña. A fin de cuentas serás mío y puedo esperar.

     Por lo que se dio que mis primeras palabras de galanteo dignas de mención no se las dije a mi amor, sino que las pronuncié en un monólogo interior y sólo varios años después, muy cerca de la boda, cuando ya estaba embarazada de Neta —que me endulzó todo el cuerpo, era como tener un caramelo en el útero—, le exigí saber por fin qué pasó cuando se escaparon de la boda.

     Él me preguntó si realmente quería saberlo. Ambos reímos, porque él no quiere oír nada, ni siquiera de los chicos que fueron conmigo al jardín de infantes.

     «Quiero saberlo».

     «Si eso es lo que quieres», me dijo, «pues estuvimos un mes y medio the two of us juntos all day,[1] desnudos».

     Esa apertura me puso un poco nerviosa, porque hasta ese momento había creído que «the two of us juntos desnudos» lo había inventado en honor a nosotros y que era algo nuestro, exclusivo. Él y yo, nadie más. Pero no importa, no es lo único bueno que aprendió con ella. Ella le recitaba poemas en inglés —más tarde supe que se trataba de las baladas y las canciones que Alterman había traducido y que Eitan me regaló unos años después. Lo hizo escuchar varios requiem y stabat mater, a Rossini, a Hasse, a Fauré. Aún hoy sigo oyéndolos. A Hasse ya no lo conoce nadie, pero en mi opinión es realmente bueno. También música egipcia y turca, y le enseñó además qué, cómo y cuándo beber. Le debo a ella el que, además del limoncello de Dubik, me guste tomar una copita de kir por las tardes y un calvados antes de dormir.

     Espero que empieces a comprender quién se benefició de todo eso, a fin de cuentas. Eitan solía cocinar en su potjie[2] en el vivero, y a mí me servía en la cama las delicatessen de ella. Todo el asunto con el potjie es que cualquier cosa que arrojes adentro, hasta el trapo para limpiar el retrete, sale bien. Eitan mismo decía: «El potjie es una composta que se echa sobre el fuego». Es humor de jardinería. O sea que las porquerías que preparaba en el potjie se las comían los demás y a mí me traía los manjares que un señor civilizado debe prepararle a su esposa: las meriendas en las que él y yo constituíamos el aperitivo, y las cenas en las que éramos el postre. Ella sólo le permitió prepararle una única comida: los huevos del desayuno, porque él sabía hacer unos huevos fritos excelentes, con la yema blanda y las claras bien chamuscadas.

     A los dos días él le dijo que debía darse una vuelta por su casa para cambiarse la ropa. Sólo se cambiaría la ropa y regresaría. Ella le contestó: «No irás a ninguna casa, Ethan». Así lo llamaba ella, Í-th-an, con la í y la te-hache, porque así es como una mujer pronuncia Eitan si es una inglesa que se lo llevó de la boda de su hija. «Nada de a-casa, Ethan, no way[3], si sales afuera solo, y además con el olor que tienes encima y esa expresión en la cara, alguna simplemente te raptará. Las mujeres perciben si un hombre es amado por otra mujer».

     Tenía razón. No sólo cuando un hombre es amado, lo cual no sería una gran ciencia, sino también cuando está enamorado. Si florecerá pronto, aun siendo mayor. O si dará frutos, aunque sea muy joven. Si está por morir, aunque crea que vivirá por siempre. Son como esos perros sobre los que leí en el diario, que pueden oler a los enfermos de cáncer. Ese olfato tienen las mujeres. No es necesario ver el blanco del ojo o las palmas de las manos. Ésas son tonterías. Puedes verlo en los ángulos de la boca, por cómo se pone de pie o cómo sirve agua de la jarra al vaso.

     En resumen, lo llevó a un local de ropa donde le compró todo lo que según ella él necesitaba, y lo regresó a su casa para más sexo, música y comidas. Estuvo un mes y medio allí. Ella no le permitía salir, no sólo de la casa, sino de su lado. Todo se veía fantástico para un muchacho de veintitrés años, sólo que al mes y medio ella le comunicó que el asunto estaba finiquitado, Ethan, ahora debes irte.

     «¿Qué pasó?», preguntó él. «¿Te cansaste de mí? ¿Así como así?».

     No. No se había cansado. Pero sucedía que su novio oficial, un vejestorio inglés lleno de plata —que, por si hacían falta más complicaciones, era también su primo lejano—, trabajaba como capitán de un buque petrolero, de esos enormes que dan la vuelta al mundo, y había terminado de repartir petróleo en Filipinas, en Estocolmo o en Sudamérica y al otro día llegaba a Haifa.

     Eitan le preguntó: «¿Por qué tan de sorpresa? ¿Por qué no me dijiste de antemano que sería sólo un mes y se acabó?».

     «Porque prefiero la guillotina antes que el reloj de arena. Un solo golpe antes que una muerte lenta. Ahora lo haremos por una última y festiva ocasión y nos diremos adiós».

     «Si crees», le dijo en la puerta, tras la última y festiva ocasión, «que después de que él zarpe podrás llamarme de regreso, te equivocas, Alice».

     «Está bien», dijo ella. «Ya has probado que eres joven de muchas y agradables maneras. No es necesario que lo pruebes con declaraciones estúpidas».

     Eso fue todo. Eitan salió. Brillaba el sol y había un cachorro de labrador, regordete y de pelambre clara, que lo miraba sonriente. Eitan se dijo a sí mismo en ese momento (y unos años después a mí) que «un cachorro de labrador es una buena señal». Recuerdo cómo otro día, muchos años después, justo cuando regresaba a casa de la visita semanal a Neta en el cementerio, lo vi más allá de la cerca del vivero, llevando de un lado a otro sus bolsas y sus piedras como el abuelo Zeev le había enseñado a hacer, con los ojos opacados y la piel que había sido dorada y que luego perdió su color. Sentí que yo ya no podía más. No podía verlo así, no soportaba más no entrar para estar con él, no contarle otra vez que había visitado la tumba de nuestro hijo y preguntarle cuándo se concedería a sí mismo un indulto y se permitiría acompañarla.

     Me obligué a seguir. Pasé por la puerta de nuestra casa y continué. Junto a la casa de Elbaum vi a Ofer, mi exalumno. Venía hacia mí, caminando entre las manchas de penumbra de la acera. Traía en sus manos un cachorro de labrador regordete, de pelambre clara. Una buena señal.

     Comenzamos a sonreírnos el uno al otro a la distancia. Sentí que una lágrima que había brotado del ojo izquierdo me surcaba la cara hasta las arrugas de la sonrisa. La sonrisa es algo maravilloso y muy sabio. La primera sonrisa de un bebé, por ejemplo, con muy poca inversión —en definitiva una pequeña mueca de los labios— esclaviza para siempre a sus padres. También la sonrisa de un hombre y una mujer que marchan uno hacia el otro como avizoraron en sus sueños y en sus esperanzas, por una calle que conocen hasta el cansancio y en la que sus pasos son lo único nuevo que sucede. Al principio, todo aquel que sonríe siente en su rostro su propia sonrisa y luego la sonrisa del prójimo.

     «Ofer, hacía mucho que no te veía. ¿Qué es de tu vida? ¿Qué haces con ese cachorro?».

     «Hola, maestra. Qué placer verla».

     Charlamos un rato. Él me contó acerca de los niños que cuidaba en el marco de su servicio voluntario. Me dijo: «Incluso tratándose de una institución especial y aunque los chicos son problemáticos, mucho de lo que hago con ellos lo aprendí de usted». Dijo además que se ayudaba con animales, que ya había llevado un asno viejo que había tenido años malos y que ahora los niños lo cuidaban. «Tienen también un cuervo, amaestrado a medias. Y ahora les llevo este cachorro».

     «Un cachorro de labrador», sonrió, «puede sacar lo mejor de las personas».

     Me resultaba agradable conversar con él. Era más serio e interesante que todos esos combatientes que salieron de mi clase y que regresan a la escuela, en los francos de fin de semana, para pavonearse con sus insignias, sus armas y sus boinas.

     Pasado un rato le propuse que quizás fuera mejor que entráramos en mi casa, en vez de quedarnos de pie en la calle. Preparé limonada fresca. No recuerdo quién fue el primero en tocar al otro, pero a los cinco minutos ya estaba con él en la cama, con el vestido subido y listo, pasó lo que tenía que pasar. Eitan cargaba bultos en el vivero, Dubik estaba en la oficina ocupado con sus asuntos, Dalia trabajaba en el Concejo, Neta yacía en su tumba del cementerio y el abuelo Zeev, la única persona que me atemorizaba, estaba juntando semillas en su wadi[4], en el Carmel. Yo estaba abajo de Ofer y él tapaba mi boca con su mano para que no escucharan mi llanto, pero el cachorro lloriqueaba con dulzura y después vimos que dejó un charquito.

     Así empezó. No lo llevé a un nidito de amor en Tel Aviv, porque no tengo nada por el estilo. No le hice escuchar música y no le serví pasteles y confituras. Tampoco lo eché al mes y medio, porque no tenía un novio capitán que hubiera regresado. Fue él quien decidió cortar conmigo al cabo de tres años, que fueron de vacas flacas y gordas al mismo tiempo.

     ¿Estás decepcionada? Lo siento, pero esto no es Tel Aviv, nuestra adorable Gomorra. Esto es un viejo moshav[5], con familias, vecinos, asuntos y bocas que murmuran. Además, me falta el estilo de Alice. Un estilo así es algo que se mama con la leche materna, y en mi familia sólo mamamos sangre y veneno, ajenjo y cicuta. Sólo ella poseía ese estilo. Cada vez que nos visitaba disfrutaba viéndola: vestidos siempre elegantes, tranquilos, casi no usaba maquillaje; una única joya, no un maniquí de bisutería. Una vez al mes venía a visitar a Dalia y después a sus hijas, las dos nietas gemelas, que eran idénticas hasta que apareció la abuela y supo que una se parecía a ella y la otra realmente no.

     Siempre me sonrió con simpatía y charlaba conmigo, y como era la madre de mi cuñada estuvo invitada a mi boda con Eitan. Dalia dijo: «Espero que de esta boda ya no se lo lleve». Pero Alice se comportó de manera ejemplar y además nos hizo un regalo maravilloso: un dosel gigante con mosquitero de madera hindú tallada que su anciano novio le había traído del Lejano Oriente. Te ríes. ¿Ves lo que hago? Digo que te ríes y me río. Cuando armo mi propio guión de escena todo duele menos. A veces, cuando todo se derrumba sobre mi cabeza, decido que yo no soy yo y que ésta no es mi vida. Soy una actriz en una obra que escribí, me doy a mí misma indicaciones de escena y las cumplo obedientemente. Es tan simple, tan eficaz y me alivia tanto cuando lo necesito.

     No tiene importancia. Estábamos en la boda, cuando el novio capitán trajo el dosel. También él vino a nuestra boda, con sus canas y su roja nariz. Le sonrió a todo el mundo para un lado y para el otro, se balanceaba por tanto alcohol y por las olas y los años que se le fueron acumulando en el cuerpo. Me pregunté si ella le prepararía los mismos desayunos que le preparaba a Eitan o si lo hacía seguir alguna dieta especial que le redujera el colesterol malo y le aumentara el bueno, lo cual indica que una mujer se cansó ya de la entrepierna y prefiere jugar al hermanito y la hermanita. Cuando Alice nos hizo una introduction y me dijo buena suerte y good choice y me rozó apenas con un beso en la mejilla, puse mi mano inconscientemente sobre su cadera, del mismo modo en que Eitan solía poner una mano en mi cadera en aquellos días, antes de que Neta muriese. Le había puesto un nombre a mi cadera izquierda, la llamaba «cadrita». Me susurraba suavemente: «Qué agradable es tocarte, amor mío».

     Así, distraídamente, puse mi mano sobre la cadera de Alice, y quizás no haya estado distraída, sino que fue adrede, porque quería sentir aquella carne que tanto le había gustado alguna vez a mi marido, para ver si quedaba aunque fuera una pizca de aquella magia. La toqué, y antes de entender lo que estaba haciendo ella me sonrió y me dijo: «Conozco ese toque. Ustedes serán una gran pareja». Lanzó una carcajada. «Ten cuidado de que esté en esta boda, no seas tú el muchacho que me lleve a casa». También yo reí. «No sé si la rechazaría». Me sentí tan pulida y adulta como ella, y no sólo por fin dejé de ser el muchacho de los envíos, sino que me transformé en la mujer que aguardaba en su interior.

     También en ese momento vi cómo Dalia nos observaba. Estaba fuera del rango de audición, pero odió lo que estaba viendo. Ella pesaba ya veinte kilos más que su madre y aún no había terminado de culparla, no podía perdonarla: «Se ve bien, realmente. Pero lo que la mantiene tan bien es la maldad y el egoísmo. Duerme en un frasco de veneno».

     Es una linda expresión: duerme en un frasco de veneno. Se le dio bien. Desde el momento en que la pronunció, busco todo el tiempo una oportunidad para repetirla, y no tengo en realidad en quién emplearla. La persona más mala de nuestra familia era el abuelo Zeev, pero su maldad era simple, sin una gota de sofisticación. Era malvado y violento, duro, un asesino: como un golpe con una roca en la cabeza, en comparación con ahorcarte con un cordel de seda.

     No importa. Alice murió hace un año y nosotros (Dalia, Dubik y yo) viajamos para su entierro. No es que me vuelva loca por los entierros, suficiente tuve con el de Neta, cuando tenía seis años y un poco más. Sólo quise ver si aparecían por allí otros Eitanes, muchachos que ella se hubiera llevado de otras bodas. Quizás me lleve yo alguno, para mí, en concepto de herencia. No hubo ninguno. Ni siquiera mi Eitan, el suyo. No fue, ni siquiera reaccionó cuando le anuncié, el día anterior, la muerte de Alice.

     Le dije: «Eitan, ¿te acuerdas de Alice, la madre de Dalia?».

     No contestó. Continuó cargando su bolsa con cincuenta kilos de grava. La abrazaba como si fuera su bebé.

     «Falleció».

     No contestó.

     Lo seguí: «Alice. La que te sacó de la boda de Dubik y Dalia y te llevó a su casa».

     Silencio.

     Le dije: «Eitan, nosotros iremos a su entierro. ¿Quieres acompañarnos? Creo que se lo merece».

     Dejó la bolsa junto a las otras que ya había cargado y regresó por otra. No vi en su rostro la mínima señal de cambio de expresión. Tenía la misma cara que adoptó desde el accidente. No era enojo, no era preocupación, no era alegría ni tristeza. Cara de cortina.

     En resumen, él se quedó para cumplir su castigo de trabajos forzados y yo lo representé en su funeral. Era lo que correspondía. Ella sólo le había dado cosas buenas y le transmitió conocimientos útiles que nos sirvieron luego: cocinar para mí, servirme un desayuno, decirme cosas interesantes, acariciarme en los sitios y en los momentos correctos. Hay quien te dirá que cada mujer es un mundo, unas así y otras asá, ésta con aleteos de mariposas y la otra con forcejeos de lucha libre, unas con «No te detengas» y otras con «Espera un minuto». Pero, en definitiva, todas nos parecemos bastante. Voy a decirlo de este modo: no existe mujer que haya tenido un orgasmo por el solo hecho de que alguien le acaricie la rodilla. Tal parece que me has concedido una sonrisa. Bien. Eso es todo por hoy […] l

    

     Traducción del hebreo de Gerardo Lewin

    

    

    


[1]
    [1] «Ambos, todo el día». En inglés en el original. (Todas las notas son del traductor).

[2]
    [2] Cacerola de hierro usada tradicionalmente en la cocina sudafricana.

[3]
    [3] «De ningún modo». En inglés en el original.

[4]
    [4] Vocablo de origen árabe utilizado para denominar los cauces secos o estacionales de ríos que discurren por regiones cálidas y áridas o desérticas (Wikipedia).

[5]
    [5] Tipo de comunidad rural israelí de carácter cooperativo (Wikipedia).

 

 

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