1. Pedro Páramo
Que tu corazón se enderece:
aquí nadie vivirá para siempre.
Nezahualcóyotl
Asombra el caudal de poesía que hay en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo publicada en 1955, el mismo año de la segunda edición de El Llano en llamas.
Si imaginar es crear imágenes, en Pedro Páramo esto podría parecer algo más que una simple y programática premisa. Hay en esta novela una imaginación, una carga de imágenes que parecen liberarse, de manera por lo demás natural, de una profunda carga de silencios.
Tanto el tono como la atmósfera, afirmó alguna vez su autor, le fueron allanados por la intuición, por una suerte de dictado secreto. Escribió su primer manuscrito en un cuaderno escolar y en cualquier sitio, recordaba el parco escritor mexicano en alguna de sus entrevistas.
Ese tono y esa atmósfera parecen desprendidos del conticinio, que es esa hora de la noche en la que han cesado todos los ruidos, o, posiblemente, de las cabeceras del mejor romanticismo, de cierto irracionalismo: «el hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando piensa», dijo Hölderlin, alguien que conocía muy bien los hilos tan tenues que separan a deidades y parias. Pero, sobre todo, nacen de su capacidad natural para descubrir en todo lo cotidiano, en los hechos en apariencia más triviales, una veta poética.
Así como Gustave Flaubert afirmó alguna vez que la escritura de Madame Bovary fue un intento por lograr la tonalidad del musgo, el color de la pátina de algún rincón de un cuarto de un hotel de paso, Rulfo quiso, con Pedro Páramo, atrapar el tono opaco, ceniciento, de un presente poblado por fantasmas. Es el tono plomizo que recorre la casa de sus palabras, las voces de los muertos que viven en la incierta comarca de Comala.
Alguna vez dijo: «Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca. Fue pensada a partir de una muchacha que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida».
La anterior clave de la escritura de Pedro Páramo tuvo nacimiento en el hecho de imaginar a partir de una imagen, que es lo propio de la poesía como forma exploratoria de la percepción, como una forma escrita de diseminar entre los lectores, que siempre son una suerte de interlocutores de la misma materia de los fantasmas, unos arraigados recuerdos, una corresponsalía del sueño y una ración de miradas.
En otros grandes novelistas latinoamericanos como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez o Héctor Rojas Herazo, la poesía se da casi siempre por abundancia verbal, por un desborde de voces.
Lo que hubiera sido una descripción exhaustiva en estos autores, el sentido de la distancia, por ejemplo, en Rulfo se da desde una magra expresión. Dice, hablando de la ubicación de Comala: «su lugar queda más allá de muchos días». Lo que resulta una medida que metería en líos al más certero agrimensor, pero no a quien reconoce en la vaguedad de la expresión una distancia sin medidas.
Expresiones como «era un pedazo de culebra sin vida», para hablar de un machete, o «estaba revolcada en la tierra», para hablar de una mirada melancólica, aluden a un origen metafórico.
Ése es otro rasgo que lo separa de la corriente realista de la narrativa mexicana anterior a su obra.
No hay requisitorias, casi desaparece del relato para mostrarnos las cosas con una hondura y una desnudez verbal que a poco tiempo de ser leído se nos hacen imborrables.
Pedro Páramo es una metáfora de la soledad y de la muerte, de ahí que su lenguaje acuda al hueso más que a la carnosidad, como en las obras de dos grabadores del México insurgente, Manilla y Posada, que hacían su crítica social desde las cuencas de las calaveras.
Juan Rulfo es, antes que nada, un observador de sí mismo, lo que también es como decir un observador de su pueblo, de sus animales, sus frutos, de sus voces y murmuraciones.
Durante algún tiempo pensó en titular su novela, precisamente, Los murmullos. Esas voces, esos murmullos que según Elena Poniatowska cruzan toda la novela con «un rumor de ánima en pena que vaga por las calles del pueblo abandonado», tienen hondas y claras raíces en su infancia. Son los gestos o las voces apagadas por una larga historia de violencias y miserias, de grandes heroísmos y de más grandes entregas.
Los asesinatos de su abuelo y de su padre, los años de orfanato en Guadalajara, la revolución de los cristeros, son hechos que le hablan desde tiempos diferentes, como le hablan a Juan Preciado en muchos recodos de su libro.
Desde la primera frase de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», el narrador se asoma al pasado, que es un tiempo que siempre, con sólo escarbar un poco en la realidad inmediata, se pone de presente en la cultura mexicana. Por eso resulta tan natural la manera como Rulfo se aproxima a los sucesos pretéritos desde un lenguaje lírico, algo que sin embargo no lo hace perder de vista las clavijas de su estructura novelística.
Bebió en William Faulkner y en los expresionistas, pero también en poetas como Edgar Lee Masters, creador de Spoon River, otro poblado irreal donde los muertos cuentan su historia, donde una coral de voces ausentes fragua las historias de un poblado imaginario. No resultaría tampoco caprichoso hermanarlo con un legado de Francisco de Quevedo y Villegas: «Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos».
2. El Llano en llamas
Golpeábamos en los muros de adobe
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Poema náhuatl
El primer libro publicado por Juan Rulfo, El Llano en llamas (México, 1953), es un fresco de las miserias humanas. Una historia clínica, si se quiere, de las grandes soledades de un país en el que también vive la muerte.
De ahí que resulte, más que un volumen de cuentos, una suerte de Biblia de pobres, de saga que entremezcla el mito y la realidad inmediata, la historia como una forma circular de la pesadilla.
Al autor le basta con una cuantas pinceladas expresionistas, con un ascetismo del lenguaje venido del fondo de la historia mexicana, con unos giros de cosa hablada, para atraparnos sin tregua hasta su último aliento.
Alguna vez Marta Traba, señalando los cuentos de un autor casi olvidado, Hernando Téllez, a quien debemos el más agudo y bien escrito de los cuentos colombianos que giran en torno a la violencia, «Espuma y nada más», decía que Téllez era un virtuoso escritor que sabía muy bien cómo describir sus personajes. En oposición, a contramarcha, agregaba que Juan Rulfo no describe sino que «sufre» a sus personajes. Tal vez por eso sus relatos estén teñidos de un acento confesional. De una carnadura humana que resulta padeciente.
La afirmación de Marta Traba tiene visos de irrefutable. Hasta el paisaje en Rulfo es padecido más que descrito. Parajes como Comala o Luvina, donde los cactus parecen ser percheros del viento y los fantasmas tienen su reino, hacen su desolado maridaje con los personajes que los habitan.
No hay costumbrismo, así haya cuadros de las costumbres campesinas mexicanas. No hay realismo, así todo tenga el sabor real de una historia de revueltas y traiciones. No hay evidencias antropológicas, aunque sí una especie de arqueología del miedo. Es como si la diosa de la vida, Coatlicue, llevara sobre su rostro la máscara de los muertos. No hay excesos líricos, pero todo deviene poesía.
Son diecisiete narraciones que encabalgadas resultan diecisiete retratos colectivos de una misma tragedia.
En «Luvina», un cuento sobre un lugar anclado en otro mundo en el que sólo se oye el viento, para señalar el señorío de los fantasmas le basta con tres pinceladas teñidas, como tantas cosas del pueblo mexicano, de un atávico fatalismo: «Entonces yo le pregunté a mi mujer: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Y ella se alzó de hombros».
En «¿No oyes ladrar los perros?», la sombra de un hombre que lleva a cuestas a su hijo herido es en realidad una sombra doble fusionada por una misma tragedia. Van en busca de Tonaya, un poblado al que esperan llegar oyendo en la noche el ladrido de los perros, ese «horizonte de perros» del que hablara Federico García Lorca.
Es el diálogo de quien asiste a la agonía del otro y al velorio de sus propias esperanzas.
Una esquirla más de ese comercio con la muerte que es toda la obra de Rulfo se hace manifiesto en «Diles que no me maten», una historia de odio y revanchismo.
Si bien El Llano en llamas es un prontuario de ausentes, no se siente el peso del monotema ni el de una coral que tararea la misma tonada, una y otra vez, como si fuera un mantra entonado a las puertas del purgatorio.
He ahí la magia de quien avanza en círculos y vuelve a su centro para de nuevo sorprendernos.
Carlos Fuentes señaló que Juan Rulfo cierra «con llave de oro la temática documental de la Revolución». No hay duda de que lo hace desde un registro de acontecimientos irreales que se vuelven reales a fuerza de un lenguaje riguroso y cotidiano. Esa terca ternura y ese amor hacia los derrotados, no obstante sus rasgos de humor negro, parece injertada en los frutos amargos de una infancia rural y de un profundo conocimiento del ser mexicano.
Todo está tocado de un habla tan sencilla que resulta elusiva, de una forma de dialogar y de narrar que no fue aprendida como insumo para la escritura. «Nunca dije: a ver cómo hablan, voy a aprender su forma de hablar. Así oí hablar desde que nací», afirmó alguna vez el escritor, rompiendo la tela de araña de uno de sus largos silencios.
El Llano en llamas es un manual de sombras o un repertorio de orfandades.
Es un libro que deja en el aire una serie de preguntas que parecen montadas en un trípode conformado por la soledad, la muerte y el poder, instancias que desde la antigüedad hasta hoy han sido tres cercos en los que se debate la condición humana.
Leer su obra es una forma de leernos a nosotros mismos.