(Bulgaria, 1975). Su libro más reciente es «Vulcan» (Janet-45 Print and Publishing, 2023).
DIOS TENÍA LA EXTRAÑA PECULIARIDAD DE DESAPARECER y aparecer cuando le apetecía, y Primero de ningún modo podía aceptar eso. Él siempre notaba cuando Dios se disponía a desaparecer y hacía todo lo posible para seguirle, pero Dios no se lo permitía. A veces, incluso, si se mostraba demasiado insistente a pesar de las amenazas y advertencias, Él se enfadaba horriblemente y Primero no tenía otra salida que obedecer. Su ocupación principal mientras Dios no estaba era quedarse esperando a que Él apareciera de nuevo. En algunos casos la espera absorbía su atención hasta tal punto que Primero no tenía ganas de hacer nada más. Sin embargo, no pocas veces se dedicaba a ocupaciones de su gusto sin que, por supuesto, dejara de esperar.
Primero no tenía ni idea de que era Primero. Es más, en aquella época Dios tampoco sabía que Primero era Primero. Lo supo mucho más tarde, cuando aparecieron Segundo y Tercero y tras ellos, también Cuarto.
Por lo general, Dios llamaba a Primero «Roger». Primero no entendía muy claramente qué era «Roger», pero se había dado cuenta de que cuando Dios decía «Roger» era precisamente a él, a Primero, a quien Él se refería. Dios afirmaba que «Roger» era un nombre y que el nombre de Primero era justamente Roger. Primero no tenía objeciones, pero aun si las tuviera era poco probable que Dios las escuchara. Le bastaba con que Él le llamaba y Primero podía ponerse de pie ante Él llevando en el corazón toda la turbia mezcla de amor y miedo que Dios le infundía.
No había manera de que Primero explicara a Dios que no necesitaba nombre porque, aun si Éste se dirigiera a él con «eh, tú», Primero acudiría sin la menor duda. En general, Dios estaba sumido en un montón de equivocaciones y prejuicios acerca de Primero, que éste no tenía modo de disipar. Además, constantemente sospechaba que él hacía algunas cosas, sobre todo malas. Pero Primero no le guardaba rencor. Prefería obedecerle, porque cuando Primero obedecía a Dios ambos estaban felices.
Primero a menudo sentía la necesidad de hablar con Dios, pero Éste se negaba a escucharle, bien porque estaba ocupado, bien porque simplemente no le apetecía escuchar. Primero se extrañaba, puesto que no tenía intención de quejarse a Dios ni de pedirle algo. Por lo general, esa necesidad surgía en él en exactamente dos casos: a) cuando deseaba compartir algo con Dios (alegría) y b) cuando urgentemente tenía que informarle de algo (peligro). Dios, sin embargo, con toda franqueza no le entendía, y por eso cada vez que trataba de hablarle, reprendía a Primero, y Primero se sentía culpable. En su opinión, a Dios no le gustaba su voz porque la voz de Primero era mucho más fuerte y brusca que la suya y, por consiguiente, se oía más lejos. Dios, por su parte, estaba convencido de que Primero no sabía hablar sólo porque Él no le entendía. A veces, incluso, decía sentirse apenado por ello, pero Primero percibía que la pena de Dios de ningún modo era sincera.
Así como ni Dios ni Primero sabían que Primero era Primero, ninguno tenía ni idea de que Dios era Dios. Tal vez Dios tuviera alguna sospecha al respecto —no había manera de comprobarlo con seguridad—, pero Primero definitivamente no tenía ni idea. Él estaba convencido de la naturaleza divina de Dios y creía incondicionalmente que Dios era eterno y único. Sentía su presencia en lo más íntimo de su ser y en todas partes del mundo circundante. Se esforzaba en actuar siempre de acuerdo con su voluntad porque, de lo contrario, Dios se enojaba y vertía su ira sobre la infeliz cabeza de Primero, quien solamente podía bajarse y esperar a que pasara la tormenta.[1] Por añadidura, Dios cuidaba de que Primero estuviera saciado, curaba sus dolencias si algo le dolía, le dejaba divertirse e incluso le animaba, le protegía, dentro de Sus posibilidades, del calor y del frío excesivos, y, en suma, era un Dios bueno y justo. Pero Primero nunca le llamaba Dios, ni siquiera en sus pensamientos. Él simplemente sabía que Dios era Dios porque como tal lo sentía con todo su ser. Pero si alguien se hubiera plantado frente a Primero, hubiera señalado a Dios y hubiera dicho: «Éste es Dios», Primero no habría entendido nada y sólo se habría confundido tremendamente.
Naturalmente, Dios y Primero no vivían solos en el mundo, a pesar de que, si ése fuera el caso, Primero no tendría nada en contra. El mundo estaba lleno de todo tipo de maravillas y Primero nunca se cansaba de explorarlas y admirarlas. A él, por ejemplo, le gustaba muchísimo la nieve. La nieve aparecía raramente y entre dos apariciones suyas Primero disponía de bastante tiempo para olvidar que en principio existía nieve. Luego, cuando por fin una mañana Dios abría las puertas ante él y Primero, con una alegría desenfrenada, se lanzaba fuera, hallaba, sorprendido, la nieve que había aparecido como por arte de magia y había convertido el mundo en un lugar desconocido. Además de ser blanda y fría, la nieve olía de un modo insólito y sabía a agua. Primero adoraba revolcarse en ella y comerla. En tales momentos, Dios también estaba de buen humor y no reprendía a Primero, sino que le hablaba benévolamente y se regocijaba junto con él.
Además, el mundo estaba lleno de dioses, pero ninguno de ellos era Dios. Primero ni siquiera pensaba en ellos como en dioses, pese a que se parecían mucho más a Dios que a Primero. Los dioses eran muy diversos, grandes y pequeños, de sexo masculino y femenino y, en efecto, infinitos. Primero no tenía especial miedo de ellos, pero a veces ocurría que algún dios se asustaba de él, aunque la mayoría se mostraba bien dispuesta o simplemente indiferente hacia su presencia. Incluso le gustaban algunos y les tenía cariño, pero esos sentimientos suyos de ningún modo se podían comparar con lo que experimentaba hacia Dios.
Primero vivía así con Dios desde el mismo origen. Su mayor temor era que algún día Dios pudiera desaparecer para no volver más. Ante esta idea, el corazón de Primero se encogía alarmado. Y aunque siempre sabía si Dios estaba cerca o lejos, la alarma raras veces lo abandonaba por completo. No es que no le creyera, pero siempre tenía algo entre ceja y ceja.
A veces, cuando Dios no estaba, Primero se ponía a reordenar el mundo a su manera. Trabajaba asidua y ansiosamente. Derrumbaba y trasladaba, escondía y exponía. En su opinión, el mundo tal y como lo había ordenado Dios no era tan interesante y práctico como podía ser. Por eso, Primero se afanaba en demostrarle cómo, con un poco de esfuerzo, este mismo mundo podía mejorarse. Dios, no obstante, raramente quedaba satisfecho de las ideas de Primero. Muy al contrario, a menudo se ponía furioso, y Primero tenía que quedarse quieto hasta que a Dios se le pasara. Pero a pesar de eso, no se cansaba de experimentar. Estaba seguro de que tarde o temprano Dios llegaría a entenderle y a recompensarle.
A diferencia de Dios, que no le entendía muy bien, Primero siempre entendía a Dios, incluso cuando simulaba no entenderle del todo. Cuando Él le decía: «¡Ve allí!», Primero iba al lugar señalado. Cuando Él le decía: «Traeme no-sé-qué-cosa», Primero llevaba lo pedido. En tales momentos, Dios no se ahorraba las alabanzas y Primero se llenaba de una dicha indecible. Por lo general, aprovechaba la ocasión para solicitarle a Dios algo precioso, un bocado de pan o un pedazo de carne, o cualquier otra cosa que Él decidiera, siempre según su voluntad. Dios, por su parte, se alegraba al ver el entusiasmo con que sus dones eran invariablemente recibidos. Y Primero, al sentir su alegría, volvía a dirigirse a Él solicitando más, no por sí mismo, sino para hacer que la satisfacción de Dios no se agotara. Eso se repetía hasta que Dios se hartaba y reprendía a Primero por su voracidad inconmensurable. Y Primero se sentía de nuevo incomprendido.
Una vez, Dios tiró algo al lago y Primero, sin ni siquiera esperar a que Él se lo ordenara, se arrojó al agua, lo encontró, llegó nadando a la orilla y, mojado como estaba, lo colocó a los pies de Dios. Dios le elogió, e, incluso, antes de que Primero hubiera vuelto en sí, volvió a soltar el objeto en el lago. Primero se arrojó de nuevo al agua, lo encontró y lo colocó a los pies de Dios, y Dios le elogió. Primero estaba a punto de tumbarse al sol para secarse bien cuando Él, por tercera vez, volvió a tirarlo y Primero tuvo que buscarlo. Eso se repitió muchas más veces. Primero sospechaba que para Dios era un juego y por eso intentaba mostrarse feliz y asiduo y jugarlo según sus reglas. Y a lo mejor era, de hecho, un juego, porque en caso contrario Primero tendría que llegar a pensar que Dios era tan torpe que soltaba constantemente el objeto en el lago por no poder retenerlo en su mano ni un instante. Y Primero no tenía ni la más mínima gana de creer en tal suposición. Sin embargo, y a pesar de eso, acabó cansándose mucho y al final se tumbó en la orilla, negándose a buscarlo. Estaba dispuesto a soportar su ira por muy terrible que fuera. No obstante, esta vez, en contra de las expectativas, Dios no se enfadó. Simplemente se encogió de hombros y se sentó junto a Primero con la mirada fija en la orilla lejana del lago.
Luego, un día ocurrió lo más terrible: Dios desapareció sin aparecer más. Por más que Primero lo esperara, por más que intentara divisarlo con la mirada y por más que aguzara el oído, por más alarmantes que fueran sus sueños y por más vaga que fuese la esperanza con que se despertaba de ellos, Dios no volvía. Primero cayó en la desesperación. Dejó de comer y entre los demoledores asaltos de tristeza se puso a pensar qué hacer. Ni por un momento se le pasó por la cabeza que Dios pudiera haberle abandonado: Primero sabía que eso era imposible. Era más probable que Él se hubiera perdido y no pudiera encontrar el camino de regreso o que le hubiera pasado algo malo, tan malo que Primero ni siquiera osaba imaginar qué. Por eso decidió que su deber era ir a buscar a Dios.
Al principio, Primero vagaba por las calles sin rumbo. Recordaba con claridad todos los lugares a los que Dios le había llevado a menudo, así que los recorrió uno a uno, pero de Él no había ni rastro. La tristeza volvió a invadirle, pero Primero no se dejó vencer. Seguía sintiendo la presencia de Dios, aunque de manera lejana e indefinida. Primero se puso en camino tras ella prestando atención para no desviarse. Dios estaba en alguna parte y él, tarde o temprano, iba a encontrarle y a salvarle.
El viaje de Primero fue largo y agotador. Se extenuó hasta volverse irreconocible. El cansancio se apoderó de todo su cuerpo y ya no lo abandonó. Hallaba muy poca comida. Para colmo, constató que el mundo era mucho más grande de lo que había creído. Se extendía por todas partes y no conducía a ningún lugar determinado. Adondequiera que llegara Primero, el mundo no terminaba. Además, estaba lleno de peligros que no siempre podía prever. Ahora que Dios había desaparecido, Primero tenía que vencerlos solo. A veces no lo lograba. Entonces, simplemente huía y se escondía.
Por fin, tras miles de peripecias, Primero llegó a encontrar a Dios. Cuando apareció ante Él, Dios se asombró muchísimo. «¡Roger!» dijo Él, y Primero se dio cuenta de que Dios no le había olvidado y le hablaba a él. Primero también le habló y, en medio de la excitación y el regocijo por haberle encontrado, le preguntó varias veces: «¿Dónde estabas? ¿Por qué desapareciste?». Dios no le respondió, pero tampoco le reprendió por el inusual volumen de su voz. Quizá porque la voz de Primero había cambiado y ya no era tan fuerte. Dios le escuchó pacientemente, le dio de comer y beber y le colocó a su lado. Desde aquel día, Dios y Primero volvieron a ser inseparables.
No sólo la voz de Primero había cambiado. Todo su ser era el mismo y a la vez no lo era. Su sueño no era tan profundo como antes. El cansancio lo vencía con más facilidad. Ahora prefería estar tumbado en algún lugar y observar a su alrededor. Por supuesto, tenía la mirada fija sobre todo en Dios. Dios seguía desapareciendo y apareciendo cuando le apetecía, pero Primero ya no tenía tanto miedo. Sabía que Él no podía escapársele. El mundo era realmente enorme, pero no tan grande como para que Primero no lograra atravesarlo para encontrar a Dios.
Primero no sabía qué era el tiempo, sólo lo sentía. El tiempo era una parte inseparable de él, así que no era necesario prestarle ninguna atención. Notaba los cambios, pero no sospechaba de dónde venían ni adónde iban. Su debilidad se hacía cada vez más evidente y cuanto más decaía Primero, más preocupado y amable se volvía Dios. A los ojos de Primero, Él no había cambiado en absoluto. Era el mismo Dios, único y eterno.
La noche en que Primero murió, Dios se sentó junto a él y le colocó la cabeza en su regazo. Primero se alegró mucho, pero estaba tan débil que no pudo demostrarle a Dios lo mucho que se alegraba. Desde luego, Primero no sabía que se estaba muriendo, aunque suponía que se avecinaba algún cambio radical. En su largo camino en busca de Dios, más de una vez había visto animales muertos y recordaba con claridad la fuerza de lo no vivo que se desprendía de ellos. Primero se había detenido ante cada uno de los animales muertos, se había agachado junto a ellos y había meditado sobre cómo era posible que algo que había estado vivo ya no lo estuviera. Pero como tenía prisa, había seguido adelante sin hallar respuesta.
Primero agonizó lentamente, durante toda la noche, hasta la mañana. Dios no se separó de él ni por un momento. Primero se iba cada vez más lejos y aunque esta vez viajaba absolutamente solo, no tenía miedo. Sabía que Dios no podía acompañarle y no estaba enfadado con Él. Dios estaba sentado en silencio, aún con la cabeza de Primero en su regazo. De vez en cuando, le decía algo, pero Primero ya no podía oírle.
No vio las lágrimas de Dios cuando éstas corrieron por su cara. Si las hubiera visto, seguramente se habría extrañado muchísimo. Primero no se imaginaba que de los ojos de Dios pudiera manar agua, y además salada. Pero Dios sabía hacer muchas cosas que asombraban a Primero.
Por la mañana, Dios ya no era Dios porque Primero ya no estaba. Por más que lo abrazaba y pasaba la cara por su piel, Primero se había ido definitivamente. Dios, que ya no era ningún Dios, sentía cómo el cuerpo de Primero se iba enfriando rápidamente en sus brazos, y se puso a pensar en dónde enterrarlo.
Desde entonces, pasó mucho tiempo y Dios, que hacía mucho que ya no era ningún Dios, sentía a todas horas la ausencia de Primero. Estaba solo, tenía la necesidad de ser amado tal y como lo había amado Primero. El vacío en él no se cerraba y resonaba sordamente, cuando hasta sus oídos llegaba por azar el ladrido de un perro. Pero quizá había algo más. Quizá le había gustado ser el Dios de alguien y, a pesar de la tristeza que sentía por Primero, tenía ganas de intentarlo de nuevo. Mas quizá había una tercera posibilidad: quizá él fuese de verdad tan solitario y torpe que necesitaba que, cada vez que tirara algo al lago, alguien se arrojara al agua y se lo llevara. Fuese cual fuese la verdad, Dios, que hacía mucho tiempo que ya no era ningún Dios, sólo veía una salida. Vaciló un poco, ya que seguía sintiendo pena por Primero, y por fin se decidió. Así, en su vida apareció Segundo
Traducción del búlgaro de Teodora Tzankova.
[1] Aquí se hace alusión a la expresión «bajarnos y esperar a que pase la tormenta» que el exdictador comunista búlgaro Todor Zhivkov usaba para describir el comportamiento de Bulgaria respecto a los procesos de perestroika en los países socialistas. (Nota de la traductora).