Una taza de té verde

Kallia Papadaki

(Didimótico, Grecia, 1978). Su libro más reciente es «Roots of Cotton» (Nefeli Publishers, 2022).

HIERVE EL AGUA PARA EL TÉ EN UN CAZO. La cocina es relativamente nueva, de última tecnología, con vitrocerámica. Le han comprado un hervidor eléctrico, pero no lo usa, no se fía. Hay casas en llamas, inquilinos quemados vivos. Retira el cazo del fuego antes de que hierva el agua. Han pasado veinte años y, sin embargo, parece que fue ayer. El pasado se cuela en los pequeños y acostumbrados movimientos de sus manos, en los hábitos, en una taza de té verde.

Debían volar a Nueva York a la mañana siguiente. Tenía dos lavadoras puestas, la ropa se estaba secando en el tendedero, ponía la casa en orden. Por la tarde, ella y Stéfanos habían quedado para ver a una pareja de amigos que vivían en París y que no se veían desde hacía más de un año. Sus hijos habían salido en el vuelo de la mañana. El mayor volvía en segundo año a la Universidad de Boston, el mediano tenía a su novia esperándolo, el pequeño se quejaba porque quería quedarse con ellos. No consiguieron billete en su vuelo, estaba lleno, lo metieron en el avión con sus hermanos.

Busca la caja de sobres en el armario de los alimentos envasados. No está en su sitio habitual, con las especias y el café. Por un momento está perdida, sus ojos recorren las estanterías, la encimera de la cocina, la mesa, siente una punzada en el corazón; sus certezas se desmoronan. Aquella tarde, Stéfanos tenía una cita importante con un colega en Kifisiá. Charlaban sobre las perspectivas de una apertura en el mercado del noreste de Europa. Era principios de septiembre, llovía a ratos y salió a recoger la ropa. Con las prisas, tropezó y se torció el tobillo. El dolor era insoportable, apretó los dientes, no prestó atención, era muy fuerte. Abre el congelador, más por curiosidad, quizás incluso por incredulidad, junto a la carne y los guisantes congelados, encuentra la caja de sobres verde.

Incluso hoy, tantos años después, no recuerda si llamó primero el teléfono fijo o vio la mala noticia en el diario de la noche. Stéfanos insistió en que la llamó al móvil, pero ya no está con ella para confirmarlo. Rara vez veía la televisión, prefería la radio y el cine. Pero aquella tarde de septiembre sintió un malestar que le revolvió el estómago, la dejó sin aliento. Viajaban a la mañana siguiente, la lluvia no amainaba, la ropa no se secaba, no había hecho la maleta. Encendió la televisión porque no sabía qué hacer, no tenía nada que hacer. Tuvo que esperar. El agua del cazo ya se había enfriado. Encendió el fuego para volver a calentar el agua. Doscientos veintinueve muertos. ¿O eran doscientos veintitrés? El aparato cayó mar adentro en el Atlántico. A medio camino. Y entre ellos, sus tres hijos; Stratos de veintipocos años, Miguel que no llegaba a los quince y Vasilis de ocho. No guardó ni una sola foto de ellos, no podía, después se arrepintió. Le quedan los titulares de los periódicos.

No quiere pensar, y, cuanto más no quiere, más llegan a su mente, llaman a su ventana, tiran guijarros, arañan las puertas, pisotean los suelos de madera, rompen las mosquiteras, embarran el mosaico de la cocina, su casa es un campo de batalla lleno de trampas. Stéfanos se dio cuenta en un año y si vivían, vivirían separados. No la soportaba, sus hijos tenían su cara, ella era insoportable para él. Ya no le guardaba rencor. Cuando los echaba de menos se pasaba horas mirando su cara en el espejo, les hablaba y, si tenía suerte, le contestaban. Sólo el menor no la perdona, todos estos años después sigue reprochándola. Pone el sobre en la taza blanca que está ligeramente amarillenta por dentro. Vierte el agua que hierve, quema de más. Aquel septiembre habría cumplido cuarenta y ocho años. No lo parecía, parecía más joven. Estaba contenta.

Los primeros cuarenta y ocho años de su vida fueron despreocupados, sin muertes repentinas, sus padres vivían, su hermana hacía carrera en el Banco Europeo y acababa de conocer a Christian, sus hijos crecían muy bien en un apartamento de una planta en el este de Manhattan, sus finanzas estaban en alza. No tenían necesidad de grandes pasiones ni de excesivas emociones, sólo en un momento de locura habían comprado aquel verano la casa de campo de dos plantas en Patmos y habían hecho planes para los veranos en que sus hijos llevarían a sus nietos a Grecia. Se olvidó y dejó el sobre en el agua una hora más. Ella lo probó, le calentó la boca, la punta de la lengua; así pasaron los siguientes veinte años, en un abrir y cerrar de ojos. Stéfanos la abandonó, sus padres murieron con cerca de noventa años, su hermana se divorció de Christian y se instaló definitivamente en Frankfurt, vendieron la casa de Patmos que se caía a pedazos y ella se jubiló.

Toma su té en la cocina a sorbos lentos. Sus sobrinos la convencieron de renovar el apartamento, ella no quería, al final les dio el gusto para que no se enfadaran las dos veces que la visitan al año. Como si la tristeza sólo residiera en los objetos viejos y carcomidos. Ahora vive en una casa vieja que parece nueva y no le recuerda a nada. Se ha quedado sin miel y no quiere echar azúcar. Toma dos sorbos más. A Stéfanos nunca le ha gustado el té; ni siquiera cuando estaba enfermo. Mira por la ventana. Las nubes se acumulan en el cielo. Le duelen las articulaciones, le molesta el tobillo, incluso los huesos tienen memoria.

Stéfanos consiguió rehacer su vida en Estados Unidos, criando a dos hijas rubias en California. Ella nunca regresó, no pudo, se convirtió en la madre de sus padres. Stéfanos se quedó con su apartamento en Manhattan y ella con su casa en Nea Erithrea. Al menos aquí, en la casa paterna, habita con los fantasmas de sus padres; con el fantasma de sí misma, lo que queda de ella. Empieza a llover. Es un chaparrón, ya pasará. Queda un sorbo más. Es el último y el más amargo

Traducción del griego de Panagiota Papadopoulou.

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