Disputa de la memoria y el olvido / Enrique Serna

MÁS ANTIGUA QUE LOS DEBATES medievales del alma y el cuerpo o del agua y el vino, la disputa de la memoria y el olvido se reaviva cada vez que alguien intenta ponerle fin. De San Agustín a Sor Juana, de Aristóteles a Proust, de Plotino a Borges, la coincidentia oppositorum de la memoria con su contrario ha sido una obsesión permanente de filósofos y poetas: los primeros intentan resolver el conflicto, los segundos lo plantean con renovada perplejidad. San Agustín estableció los términos de la disputa en el capítulo XVI de sus Confesiones, intrigado por la contradicción de llevar en el alma un almacén de recuerdos y una máquina encargada de triturarlos que a veces actúan simultáneamente. «¿Qué es el olvido —se preguntaba— sino una falta o privación de la memoria? ¿Y cómo esa privación de memoria está presente para que me acuerde de ella, si no es posible que me acuerde mientras la privación subsista? ¿Qué tengo que decir cuando me consta, con certeza, que yo mismo me acuerdo de mi olvido?».
    El dilema es tan seductor que debió quedar como un misterio sin solución. Sin embargo, San Agustín casi lo estropeó al concluir que Dios había estado presente siempre en su memoria, para recordarle el olvido de la bienaventuranza. De acuerdo con su explicación, los hoyos negros del recuerdo, como las sombras que desfilan en el mito de la caverna, serían mensajes de una memoria superior, la divina memoria del presente, donde se aglutinan las tres dimensiones temporales. Hecho a imagen y semejanza de Dios, el hombre puede entrever un pálido reflejo de la eternidad cuando el olvido presente evoca la silueta o el envés del recuerdo que nunca almacenó en su memoria.
    A los poetas conceptistas del Barroco no les interesó la argumentación teológica con que San Agustín escapó de su laberinto, sino el laberinto mismo. Sor Juana convirtió las arduas deducciones del santo en argumento de un altercado galante:

    Dices que yo te olvido, Celio, y mientes
    en decir que me acuerdo de olvidarte,
    pues no hay en mi memoria alguna parte
    en que, aun como olvidado, te presentes.

    […]

    Si tú fueras capaz de ser querido,
    fueras capaz de olvido; y ya era gloria,
    al menos, la potencia de haber sido.

    Mas tan lejos estás de esa victoria,
    que aqueste no acordarme no es olvido
    sino una negación de la memoria.

    En sus notas a las Obras completas de Sor Juana, Méndez Plancarte pasa por alto la evidente relación de este soneto (y de su mancuerna, en el que Celio responde a Clori) con el capítulo XVI de las Confesiones, tal vez porque, en su doble papel de comentarista y beatificador de la monja, no quiso achacarle la irreverencia de hacer versos frívolos con un tema tan delicado. A fin de cuentas, lo que San Agustín se proponía demostrar en ese capítulo era ni más ni menos que la existencia de Dios. ¿Méndez Plancarte no quiso recordar la travesura de Sor Juana o su olvido fue una verdadera negación de la memoria?
    Si nada tiene de raro que Sor Juana escribiera dos sonetos «de amor y discreción» con las ideas de su teólogo de cabecera, en cambio resulta asombroso (ya no un caso de intertextualidad, sino de iluminación) que Proust describiera el mecanismo de la reminiscencia inconsciente con ideas muy similares a las que Plotino empleó para explicar las causas de la memoria y el olvido. A la idea del tiempo como medida del movimiento, fundamental en la Metafísica de Aristóteles, Plotino opone la idea del tiempo como imagen de la eternidad. En su sistema filosófico, el tiempo no es la medida, sino lo medido por el movimiento: nada transcurre, todo está sucediendo en el mismo instante. La naturaleza móvil del cuerpo es la causa del olvido, porque impide al hombre establecer analogías entre las cosas presentes y pasadas. «Así debería interpretarse la alusión al río del Leteo», escribe en la Enéada IV, «con lo cual esa afección que llamamos la memoria habrá de atribuirse al alma, pues el alma participa de la eternidad inmóvil».
    Cuando Proust identificó el sabor de su famosa magdalena entró a un mundo extratemporal. «El ser que gustaba en mí de aquella impresión», explica en El tiempo recobrado, «la saboreaba en lo que tenía de común en un día antiguo y en el presente. Aquel ser no había venido nunca a mí, no se había manifestado sino fuera de la acción, cuando el milagro de una analogía me había hecho escapar del tiempo». En el universo de Plotino, como en la novela de Proust, la analogía es el basamento que lo sostiene todo. El pasado no se recupera por medio del recuerdo: forma parte de un presente continuo en el que la memoria compara en vez de mirar atrás. La diferencia es que, mientras Plotino adjudica la función de olvidar al cuerpo, Proust necesita de los sentidos para descubrir analogías, pero en ninguno de los dos casos el ser prófugo del tiempo se vale de la reflexión dirigida. La reminiscencia inconsciente de Proust equivale al estado contemplativo del alma en Plotino. Son la expresión antigua y moderna del mismo anhelo: frenar las aguas del Leteo.
    Sin haber pretendido alcanzar la dimensión extratemporal de Proust, Borges quiso dirimir la disputa de la memoria y el olvido alineándose en el bando de los neoplatónicos. «Everness», uno de los sonetos en los que deseaba sobrevivir, es una declaración de fe en la supremacía de la memoria sobre su enconado adversario:

    Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
    Dios, que salva el metal, salva la escoria
    y cifra en su profética memoria
    las lunas que serán y las que han sido.

    Con «Everness», la disputa vuelve a su punto de partida. ¿Dónde habita el olvido sino en esa profética memoria donde todo está cifrado? El primer verso del poema es como una serpiente que se muerde la cola. Si no hay olvido, la palabra que lo nombra se vuelve un signo vacío, una forma hueca y vacía de significado. El espacio en blanco pone de relieve el poder evocador del olvido, que es designar una ausencia presente, una pérdida actualizada. Esa vuelta de tuerca coloca al olvido en el primer plano de un soneto que pretende negarlo y deja sin resolver el dilema de San Agustín. Quizá no exista el olvido, pero mientras alguien lo nombre será un eterno aguafiestas de la memoria.

 

 

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