(Estado de México, 1964). Su libro más reciente es El último río (Ediciones La Maquinucha / IAGO, 2019).
Fue por ahí de 1944. Un hombre llamado Bruno lo llevaba a contemplar el cielo. Sucedía de vez en cuando, en las ocasiones que el hombre regresaba a la casa después de muchos días de andar buscando a los alemanes y japoneses de la guerra. Volvía cansado de indagar si acaso se encontraban en ranchos o haciendas, en la ciudad o en los suburbios, tal vez en las costas. De esa tarea se reponía, es de suponerse, llevándolo al campo, a la tierra de montículos rojos y surcos con magueyes donde habían vivido por centurias sus ancestros.
Mira, le dijo la primera vez, señalando hacia arriba, y vieron las constelaciones: la Osa Mayor, la Osa Menor, la de Orión. En invierno observaron muchas estrellas. Él era un niño de nueve años. Aquellos fulgores lo hacían sentir inmenso. No importaban el frío ni el silencio. Tampoco si el hombre y Él apenas conversaban durante esas incursiones nocturnas. Había una paz llena de pequeños ruidos de insectos, de rumor de camaleones y alguna serpiente, a veces de viento. Los sostenía el abrazo de la noche y la lejanía de los astros. Su padre dormía bajo el gabán de lana luego de tocar la armónica; Él se colocaba a su lado, pero no cerraba los ojos:
¿Alguien vive en las estrellas?
¿Habrá animales en sus terrenos?
¿Por qué brillan?
Y seguía mirando.
Por esa misma época, Charles Simic tenía seis años y vivía en Belgrado, Yugoslavia. Desde ese lugar, donde nació y creció antes de trasladarse a los Estados Unidos, seguramente no imaginaba que un idioma distinto al materno lo haría célebre: el inglés. Había vivido una niñez difícil durante la segunda guerra mundial. Llegó a su nuevo país en 1954 para alcanzar, de la mano de su madre y hermano, al papá, y siendo un inmigrante, con todas las desventajas que tal condición supone, logró estudiar pagando sus estudios con trabajos nocturnos hasta llegar a ser, en la actualidad, profesor emérito de la Universidad de New Hampshire. En 2007 fue nombrado poeta laureado de los Estados Unidos. Antes de eso ya se encaminaba a contar con más de sesenta libros publicados, entre los propios de poesía y ensayo, así como antologías y traducciones del serbio, el croata, el macedonio, el esloveno y el francés. En el año 1992, Simic publicó el libro Dime Store-Alchemy, en el cual rinde homenaje al artista neoyorquino Joseph Cornell (1903-1972) quien, como el propio Simic en sus periodos de desempleo, solía frecuentar la Biblioteca Pública de la calle 42, en Manhattan.
Simic intenta con este libro aproximarse al método de creación de Cornell, autor de una obra reconocida en el mundo del arte por original y enigmática, lograda a partir de la construcción de cajas donde colocaba objetos disímiles, encontrados sobre todo en librerías y tiendas de baratijas. El artista coleccionaba fotografías, grabados, recuerdos de teatro, discos, libros y fotos fijas de viejas películas. Además de su obra bidimensional, iniciada en los años treinta del siglo xx, consistente en sus famosas cajas collage y en películas que armaba con antiguos fotogramas de películas de Hollywood, Cornell dejó una serie de escritos, entre ellos un diario del que el poeta Simic abrevó para confirmar que el arte de Cornell, tal como lo dijo éste, se trata de «ese intento desesperado por dar forma a las obsesiones».
Una tarde de 1959 lo llamaron. Debía recoger a un hombre que había sufrido un accidente en la carretera. Cuando llegó al lugar, Bruno se encontraba inconsciente, había vomitado sobre su traje, y ya no despertaría. Le dijeron que se había cruzado al otro lado de la vía porque estaba ebrio, pero Bruno no probaba una copa. Al momento del suceso iba en su Ford 57 camino a la ciudad del altiplano donde vivía una mujer con la que, según se supo después, iniciaba una relación amorosa. En los bolsillos de su camisa se encontró un par de boletos de avión con destino a Cuba. Nadie sabía de ese viaje.
Al no llegar ninguna ambulancia a recogerlo, optó por llevarse a Bruno en su carro destartalado hasta su casa. Atravesó de noche un tramo de bosque; había luna llena. A su lado, Bruno parecía dormir, pero su rostro se azulaba. Al llegar ya los esperaba el médico de la familia. Lo instalaron en la recámara y a los pocos minutos se presentó un compañero de trabajo. El policía investigador habló durante un buen rato con el médico. Bruno murió a las pocas horas, con el rostro azulado por completo. El dictamen forense, sin autopsia de por medio, estableció un infarto al miocardio. Las cenizas fueron entregadas días después. Durante el velorio, una mujer desconocida se le había acercado con el grupo que daba el pésame, le entregó un sobre y se fue sin decir más. Adentro, en un fragmento de papel, la letra de su padre era clara. Decía, antes de la firma con su nombre: «Por eso, querida, no debe asustarnos la muerte. Cuando sientas miedo, sal y mira la noche, verás que somos polvo de infinito».
Durante mucho tiempo Charles Simic quiso entender la obra de Cornell, aproximarse a su método, y poco a poco llegó a la conclusión de que era un artista a quien valía la pena imitar. Como resultado, el libro que escribió acerca de su obra se compone de textos cortos y fragmentarios a la manera de los materiales con los que trabajó Cornell. Conociendo sus inclinaciones, intentó seguir el tono de sus poetas preferidos: Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Gérard de Nerval, Guillaume Apollinaire. Tal deseo se expresa en pequeños ensayos donde Simic especula sobre la manera en que Cornell construyó sus obras; se traduce en poemas en prosa que iluminan el sentido de su manera de ver y sentir, se recoge en escuetas y bien escogidas citas de su diario. En ellas se puede ver a Cornell pasear por la ciudad de Nueva York, admirando lo que sucede en su entorno, entusiasmado por sus hallazgos y por las revelaciones aparecidas en los lugares más insólitos de la ciudad.
A Simic el quehacer de Cornell lo seduce por su capacidad de convocar a la poesía de la imaginación, de «construir un vehículo para el ensueño». En su trabajo, dominado por el azar, pero contemplativo, observa la libertad que el modernismo dio al arte y a la literatura para que las personas pudieran inventar mundos a partir del existente. Simic reconoce la apertura que significó valorar las experiencias cotidianas de la vida, la unión de estilos y la abolición de las «jerarquías de belleza» en lo creativo. No en balde considera al collage, la técnica practicada por Cornell, como «la innovación más importante del arte de este siglo». En las varias referencias que hace al juguete y al juego dentro de la obra de Cornell, subyace la idea de que algo sagrado ocurre cuando se les convoca. Algo que tiene que ver con la niñez, la memoria y la capacidad de renombrar las cosas.
Aquella mañana de 2015, cerca de cumplir ochenta años, a Él le llegó un mensaje por vía electrónica en el que lo saludaban desde Queens, Nueva York. El hombre que le escribía, llamado Bruno, había conseguido por fin dar con su identidad al hurgar entre los papeles y cartas de su madre, recientemente fallecida. Ella no había querido revelársela antes, pero resultaba que Bruno y Él eran hermanos. Desde joven Bruno supo que tenía un hermano mexicano. Durante toda la vida su madre había trabajado como agente de su país y el servicio la obligó a dejar atrás los nexos que hiciera en distintos lugares. A partir del nacimiento de Bruno, sin embargo, no se movió más y vivieron en adelante en Estados Unidos. Ahora a Bruno le gustaría encontrarse con Él, alguna vez, de ser posible. Por lo pronto, le pedía una dirección postal para enviarle un obsequio. Él se la dio y, al abrir el paquete enviado, encontró una caja de madera que contenía una estrella de cristal y esferas del mismo material en su interior, de distintos tamaños y colores. La tapa también era de cristal. En una postal que acompañaba el objeto estaba escrito: «Hermano, nuestro padre acostumbraba mirar el cielo, como sabes. Yo admiro a un artista que tuvo su casa por aquí, cerca de donde vivo. Hacía cajas como la que podrás ver al reverso. Ésa la hizo en el año en que nací. La estrella la armé para ti».
«Cassiopeia 1, 1960, Joseph Cornell», se leía al margen de la imagen en la postal.
Él encontró en 2016, en una librería de viejo de la calle de Donceles, en la Ciudad de México, el libro traducido al español como Alquimia de tendajón (unam, 1996, traducción de Elisa Ramírez Castañeda), de Charles Simic. Ese verano, después de haberlo planeado bien, finalmente se vería con Bruno y no se guardaría de manifestar su acuerdo con las palabras del poeta:
Los cuerpos celestiales son las pompas de jabón. Flotan en la empírea, acunando al soñador. La burbuja efímera se eleva al frío invernal y el silencio del cielo. Es el alma del mundo elevándose. Las cosmogonías son burbujas de jabón. El padre de nuestra soledad es un niño. La burbuja no halla reposo. Tras reventar, no queda nada.