—Parece que viene una tormenta.
Estaba parada en la galería de la casa con los pies descalzos. El cabello le flotaba salvaje sobre los hombros. En sus pupilas se impregnaba el cielo rasgado de jirones de nubes que se arremolinaban furiosas y las ramas de los árboles que se doblaban bajo los nudillos del viento. No había quedado un solo trino de la algazara que duraba todo el día y los perros se habían metido a la cocina.
Sobre el alambrado que rodeaba la casa vio la ropa que había lavado en la mañana y corrió a buscarla bajando la cabeza para proteger los ojos de la tierra que se levantaba. La piel curtida de sus manos no sentía los rasguños de los alambres que maliciosamente enganchaban las púas a las telas tratando de aprisionarlas. Cuando terminó de arrancarlas de las garras del cercado, formó un gran burujón entre sus brazos y apretó la nariz aspirando el olor a jabón de coco.
Era el olor que la traía de vuelta cuando estaba allá. Soñando.
O tal vez siempre estuvo soñando acá y allá despertó. Quién sabe.
El tiempo es una cosa extraña. Le encanta torcer rutas, dar vueltas, desteñir cabellos, dar razones, quitarlas y mostrar verdades. Como si en ese circunloquio inagotable desplegara su ejército de sádicos segundos para asegurar la majestad de su imperio.
Huyendo de las primeras gotas gordas que caían, entró a la pieza y depositó sobre la cama su carga, para cerrar las puertas y dirigirse a la cocina.
Prendió el brasero y llenó la pava con agua del cántaro que estaba en el rincón. Iba a durar bastante la lluvia, lo sabía porque los perros se habían enroscado como para dormir una eternidad. De un clavo mal puesto en la pared descolgó una tira de cáscara de naranja seca y un poco de hojas de burrito de la rama que entraba por la ventana —proveniente de la mata del patio—, y los puso sobre la mesa. Mientras dejaba la pava sobre el fuego fue hasta la alacena enclenque y buscó la lata en donde guardaba la yerba. El mate de palo santo estaba al lado. Lo tomó y fue hasta la mesa.
Sentándose con un suspiro se dispuso a continuar el ritual.
Allá no había hojas de burrito, ni cáscaras de naranja. De hecho, no existía ese limbo temporal en donde todo se acompasa para acompañar el tiempo ancestral del silencio.
Había ido de buena gana, seducida por las fantasías gloriosas de quienes volvían. Las manos curtidas y la espalda encorvada de su madre, por tantos años de lavar ropa de otros, la habían decidido.
Con algo parecido a la ternura, partió en pedazos la tira de naranja y colocó los trozos dentro del mate junto con las hojas de burrito que frotó entre los dedos antes de depositarlas en el fondo.
Se había despedido de su madre —sumida en un violento zollipo— y, saliendo a la madrugada de sapos y grillos que se acababa en el hilo rojo del horizonte que empezaba a clarear, caminó hasta la parada donde pasaba el removido que la llevaría hasta Asunción y se sentó con su valija nueva y los sueños, miedos y ansiedades anudándole las tripas.
Sobre el preparado de cascaritas y hojas vertió la yerba, se levantó y acercó la silla al brasero. Sacó la pava del fuego y mojó la yerba con un poco de agua tibia para colocar la bombilla. Cebó el primer mate y dejó que Santo Tomás le diera su aprobación, perdiendo la mirada en la cortina de aguas lustrales que hacía del paisaje un aguafuerte enmarcado por la puerta.
El viaje en el removido la adormeció. Soñó que estaba en una cama que la quemaba. La despertó el grito del guarda:
—¡Terminal de Asunción!
Con el corazón golpeándole el esternón por lo vívido del sueño y el susto de haberse dormido, se levantó del asiento, buscó su valija y se metió de lleno en la marabunta de la estación para continuar su periplo.
Había llegado temprano al aeropuerto, adónde más podía ir. El papelito con las instrucciones que le dieron decía muy claro que, luego de llegar a la terminal, tenía que tomar otro colectivo que la dejaría en el aeropuerto. Se sentó en uno de los asientos del área de espera, atrincherada tras su valija, hasta que oyó los altavoces llamando al embarque.
Se cebó el segundo mate y solazó su alma en el vaho botánico que se desprendía. Era ese acto, tan íntimo y silencioso, el áncora de sus días. La que no era igual era ella.
El océano era el gran punto y aparte. Es una cualidad del agua marcar inicios o finales. Mirando desde la ventanilla del avión esa inmensidad negra, supo que no habría forma de volver a lo que dejó atrás.
Siempre la vida es un saltar de letra en letra, saber colocar comas y dos puntos y reconocer cuando es necesario el punto final que nos tirará de bruces contra el papel en blanco, donde andaremos perdidos hasta visualizar la cola de alguna mayúscula que nos catapulte al siguiente capítulo.
Paredes desteñidas y una puerta. Un colchón en el piso con las sábanas revueltas, calientes. El olor acre de mil sudores la asfixia mientras llora con la discreción del que está solo en compañía. Esas lágrimas circunspectas que saben deslizarse en el silencio que quisiera ser un grito desgarrado y se retuerce en las costillas.
Fue hasta la mesa y prendió el radio que estaba encima. Un rumor monótono de cigarras daba las noticias. Volvió a su sitio junto al brasero para continuar con aquel protocolo verde de agua y yerba.
Liberados de la opresión. Dignidad.
Las palabras salían de los parlantes, se metían en sus oídos y quedaban dando vueltas en su cabeza sin saber adónde ir. Uno de los perros se removió en sueños gimiendo, tal vez algún recuerdo que revivía en la alucinación del letargo.
Caminar con la cabeza gacha y esconderse. Eso había aprendido. También a soportar las befas sin replicar y a tener miedo. Ese miedo que se va pegando en la piel como una lámina hasta hacerse carne y contaminar todos los pensamientos.
Habían rebañado su espíritu desde que puso los pies en aquella inmensa catedral de aviones. Uno tras otro los golpes.
—Muéstreme su pasaje de regreso.
—¿Para qué vino?
—¿Dónde piensa quedarse?
—¿Durante cuánto tiempo?
Y luego la calle, el frío y encontrar la dirección del lugar adonde va. Un edificio sucio, de pasillos mal iluminados, en un barrio de la periferia. La puerta, con el número que lleva anotado en su papel, se abre dejando escapar el hedor de los cuerpos hacinados.
En la cocina caldeada por el brasero entibiaba las manos envolviendo el cáliz de palo santo, en tanto el murmullo del locutor seguía zumbando desde la mesa un fárrago que le llegaba inconexo. Festejos. Emancipados. Doscientos años. Afuera, la lluvia seguía lavando los verdes. En la alacena guardaba una chipa que le había comprado a don Pascacio unos días atrás. Con una mueca se incorporó de su asiento. Seguramente fue esa cantidad que vino de la casa de doña Adela, que había recibido a la familia de Asunción, la misma que recogió del cercado. Avanzó friccionándose la cintura y rebuscó en la repisa. Volvió a su lugar y colocó sobre el brasero la rosca endurecida para calentarla.
No hubo bienvenidas. La que le abrió la puerta le mostró el colchón y se marchó. Miró el reloj que se había comprado y pensó que del otro lado del mundo estaría incendiándose el cielo en el carmín del atardecer y su madre estaría regando los jazmines y madreselvas del jardín.
La maleta quedó en un rincón y se acostó. Un recuerdo del futuro viboreaba en sus entrañas, conspirando con los estertores que salían de los bultos a su lado y no la dejaban dormir. La que se había marchado había dejado las sábanas calientes.
Partió la chipa y se llevó un pedazo a la boca; dejó que la mezcla del queso y el almidón funcionara. Tomó otro mate más mirando la lluvia que no acababa. Hoy no tendría que regar, pensó, recordando que ya no estaba. No pudo despedirse. Había tomado su lugar y ahora era lo mismo que no había querido ser. La lágrima se desplomó de los diques de sus pestañas y resbaló en su rostro hasta mojar sus manos. Manos callosas, endurecidas de trabajo y de intemperie. Iguales a las de ella.
Cerró los ojos para aprisionar el agua salobre que empujaba desde el dolor. Buscó el pañuelo que tenía en su bolsillo y secó el surco que la gota había trazado. El olor a jabón de coco inundó su nariz. En la radio seguía la algarabía. Bicentenario de la Independencia.
Abrió los ojos.
Desapareció la tarde, la lluvia regando los jazmines, los perros, la alquimia de la yerba y el agua perfumada de bosque, el tiempo en silencio, el aroma de coco secado al sol y el locutor que festejaba doscientos años de libertad.
Libertad.
La realidad era el yugo de esa cama febril en donde los fantasmas se turnaban para soñar con sus vidas mientras morían encadenados.
No tenían papeles.
Todos tenían el mismo nombre.
Inmigrante illegal.