(Riga, Letonia, 1969). Éste es un fragmento de su novela más reciente, «Destellos sobre el agua» (Vaso Roto, 2023).
dedicado a S. y V.
El Ojo se había elevado hasta muy por encima de las nubes. El extraordinario resplandor del sol iluminaba una enorme extensión de agua. Jirones de nubes flotaban dispersos sobre el prodigio de los destellos sobre el agua.
Así es el paisaje visto desde las alturas. Cuando uno se eleva o es elevado. Cuando se alcanza esa libertad con la que tanto cuesta convivir. Cuando no hay nada que perder y todo que ganar. Imaginaciones absurdas. Impresiones sobre nuestra propia existencia. Que perdemos para ganar y ganamos para perder. Que a un trazo blanco siempre le sigue uno negro. Que todo se encuentra en equilibrio. Que es posible saber de antemano. Que nuestro destino depende de nosotros mismos. Pero no es así. Todo sucede al azar, por casualidad. Como los destellos sobre el agua. Nunca se sabe en qué momento la luz descenderá sobre la superficie del agua, provocando esos destellos. No puede saberse, es impredecible. Apenas un instante y el destello desaparece. A veces, los instantes se suceden y los destellos perduran. Sin importar que haya o no quien los contemple. Al Ojo le parece que, de repente, todo lo ve. El orden del mundo, su regularidad. Que es capaz de distinguir entre lo esencial y lo prescindible, separar el trigo de la paja.
Ve que somos criaturas insignificantes, habitantes de este mundo que nos parece tan enorme, un mundo que flota en un universo que desconocemos, como un diminuto adorno colgado de un enorme abeto cósmico. Un precioso y singular adorno, atesorado durante muchísimo tiempo.
Llegará el día en que se rompa el equilibrio y el adorno caiga, haciéndose añicos. Y nosotros, o nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos, todos nos disolveremos en el substrato cósmico. Pero por ahora estamos vivos. Vivimos. Y nuestros ojos ven cosas atroces, prodigiosas, sublimes, retorcidas, dolorosas, apasionadas, inimaginables. Cosas sobre las que no se escriben libros. Porque lo imaginario es ficción. Y la vida es más grande que la literatura.
Isla de Phuket
La barca oscila sobre el agua azul turquesa. Se acerca a la bahía de los Monos. El cielo es de un azul penetrante. Un pescador nativo ayuda a Marija a pasar de esta barca a otra más pequeña. Es la única forma de atracar en la bahía. El pescador le promete que allí podrá bañarse en aguas completamente transparentes porque en el islote sólo viven monos y los monos no nadan. Pero debe tener cuidado, la isla les pertenece a ellos, no a las personas. Los humanos son meros invitados y deben aceptar las leyes de los monos. Si quieren robar algo, están en su derecho. Sería mejor considerarlo como un donativo. Es lo que suele hacer la gente, dice el pescador a través de su sonrisa desdentada. Es un pescador de perlas que vive en un palafito cerca de la isla de Phuket. Le cuenta a Marija que en algún lugar lejano sus perlas se venden a precios muy altos. Pero él está bien aquí, tiene pescado fresco para las comidas, sol y su cama de madera de caucho.
Marija desciende de la barquita y camina por el agua hasta la orilla. ¿Cómo es posible crear algo tan hermoso?, se pregunta. Los colores son tan nítidos que es posible ver otros a través de ellos: la blanca arena de la orilla punteada por el dorso de rocas grises. Marija siente entre las piernas el roce de una nube multicolor de pececillos.
No hay mucha gente en la bahía de los Monos. Dispersos, sentados en la arena o metidos en el agua, todos contemplan el maravilloso paisaje.
Marija se quita la camisola y la deja hecha un ovillo en la arena, bajo una piedra. El agua está templada y el sol es agradable. La luz satura el paisaje. No hay ni una brizna de oscuridad y, por tanto, no puede haber destellos. Marija recuerda el consejo del pescador: no debe despistarse ni adentrarse demasiado en el agua. La calma de este lugar es engañosa. En cualquier instante, el cielo puede transfigurarse, convertirse en torbellino y oscuridad, y arrastrarla a las profundidades. Pero la luz es diferente vista desde la profundidad. Marija, con los pies firmes sobre la arena blanca, no se aleja demasiado de la orilla. De repente, se le ocurre algo: ¿habrá pagado ya por este baño o es algo por lo que aún tendrá que pagar? Sabe que en esta vida todo tiene un precio.
Al volver a la orilla, no encuentra su camisola. Un mono enorme descansa sobre una roca, a la sombra de un arbusto de vivos colores. A Marija le parece, por un momento, que es una persona. Pero no, es un animal. En una mano sostiene un fruto a medio comer y, en la otra, su camisola. El mono contempla a Marija y lanza un grito triunfal. Deja caer el fruto y se golpea el pecho. Marija, en una de las muchas lenguas humanas, le pide al amo de la isla que le devuelva su camisola. No conoce ninguna lengua animal con la que comunicarse. El mono despliega la camisola y la enarbola como una bandera de la victoria. Ésta es su isla.
Marija se acuclilla en la arena frente al vencedor. Intuye que no recuperará su camisola. Temerosa de los instintos del animal, se mantiene alejada de él. Mientras medie entre ellos cierta distancia y cada uno respete las normas del otro, todo irá bien. ¿Debería intentar entenderse con él? ¿Rogarle? ¿Convencerle de que lo mío es mío y lo tuyo es tuyo, que no se debe robar? ¿O quizá mentirle, engañarle, ser más astuta que él?
Marija coloca unas conchas de mar alrededor de sí. Dispuestas sobre la arena blanca, las conchas no tientan al vencedor: son las monedas de su isla y las hay a espuertas. Entonces Marija encuentra algo entre la arena. Es un trozo bastante grande de papel de aluminio, arrugado, dejado atrás por otro visitante. Marija deshace con parsimonia la bola metálica. Bajo el sol resplandeciente, el aluminio relumbra como plata bruñida.
El mono se pone alerta sobre la piedra. Fascinado, su mirada sigue cada movimiento de la mujer, que va rasgando el papel de aluminio en trocitos y lanzándolos al aire. El vencedor abandona la camisola y corretea por toda la orilla persiguiendo esos destellos, insólitos hasta ahora en su isla. Marija se apresura a recoger su camisola, se la pone y vuelve a sentarse junto a la orilla. El pescador le ha prometido traerle una perla. Así, sin más, sin que le vaya a costar nada.
Marija contempla aún cómo el mono, antes vencedor, recoge pedacitos del resplandeciente papel de aluminio. El animal vuelve a sentirse vencedor y a chillar ufano. La luz del día comienza a declinar. Un delgado reflejo horizontal asoma sobre el agua. Marija ya ve la barca del pescador. Se acerca.
El Ojo observa las olas a orillas de la bahía, apenas perceptibles, engañosas. Las olas obedecen a su propio ser: en un momento dado todo está en calma, y acto seguido alzan su cresta y rompen, provocando una enorme turbulencia. Quedar atrapado en la cresta de la ola. Verse arrastrado al seno de la turbulencia, junto al agua y la arena. Hasta que los ojos ven sólo oscuridad. Salir a rastras de entre la arena. Alcanzar la orilla. Hay quienes no serán arrastrados mar adentro, y quienes sí lo serán. Porque cada uno tiene su propio Ojo. Sin embargo, en la orilla todo seguirá igual: el vendedor de mangos ganará sus monedas diarias cortando la fruta en pequeños dados, los visitantes se abandonarán al sol y al letargo, pasando con desgana las páginas de un libro, se amarán a la sombra tenue de los arbustos en flor, comerán calamares fritos, nadarán entre el tibio oleaje, que tan inofensivo parece desde la orilla. El Ojo puede leer sus pensamientos: Sí, sé lo que puede pasar, pero a mí no me pasará nada. Por eso nadan entre las olas y después regresan a la orilla.
Isla de Phuket, Bangla Road
Ensartada en un sedal, Marija viste la perla que el pescador le ha regalado. Le servirá como adorno. Ahora debe regresar de la isla de los Monos a la isla de las personas.
Allí todo es diferente. Luces deslumbrantes y chillonas iluminan en la oscuridad al gentío atolondrado por el júbilo del carnaval. Lo que se oye no es una algarabía triunfal, sino el berreo absurdo de los humanos.
Haciendo gala de sus impulsos más bajos, con sus almas embutidas en el trasero, una muchedumbre hipócrita deambula por las calles. Son los prósperos padres de familia y educados santurrones que gobiernan el mundo. Aquí son sus propios miembros quienes los gobiernan a ellos. Qué transgresores.
En los bares aguardan los travestis, auténticas obras de arte. Sus cuerpos transformados para ganarse la vida. Para que el cliente pueda disfrutar de un hombre y una mujer al mismo tiempo. Sus cuerpos bien moldeados y sus pieles suaves son en sí mismos una perfección que puede comprarse con dinero.
Callejeando, Marija encuentra una sala de espectáculos y entra en ella. Los sillones, tapizados de terciopelo púrpura, hieden a alcohol, a marihuana y a colillas. En cuanto se abre el telón, una burda multitud rompe a chillar, a emitir silbidos y cacareos. Suena una música. El suntuoso espectáculo da comienzo. Las katoey, con sus adornos de plumas y lentejuelas, resplandecen sobre el escenario. Las ladyboys bailan como diosas para deleite del rebaño humano. Su baile transmite belleza y un sublime desapego. Conocen bien la situación y mantienen sus distancias; el rebaño humano no alcanzará a probar sus cuerpos. Pero podrá saciar su sed en muchísimos otros: a la vuelta de la esquina, en cualquier parte, tras un biombo o una cortina, en una habitación de hotel, donde más le convenga. Y encontrará para todos los gustos: jovencitas y jovencitos, putitas y putitos bien entrenados, de todas las edades y de todo tipo, hasta que la muerte les separe.
El rebaño tomará asiento junto a la barra, beberá y rugirá, excitado por el espectáculo del pimpón. Jóvenes tailandesas subirán al escenario y extraerán de sus partes pudendas objetos varios: pelotas de pimpón, barras de labios, llaves y cuchillas. Todo para deleite y regocijo de la manada. Porque disfrutan haciendo eso: viviendo en el primer mundo y enseñándoles a quienes viven en el tercer mundo, como ellos lo llaman, cómo vivir su vida. Volverán a sus hogares, junto a sus esposas e hijos, y se llamarán los unos a los otros a hurtadillas para intercambiar chistes picantes y contarse cómo les ha ido en su viaje de negocios. Las chicas del pimpón regresarán a sus casuchas, junto a sus hijos. No necesitan mucho: un poco de arroz, mangos y una cama. Hace buen clima y no se está mal. Al menos no hay guerra. Y siempre pueden conseguir comida: sus partes íntimas no son como una pastilla de jabón, no se gastan.
Marija sale de la sala completamente aturdida. Deambula por la calle, atestada de gente, en dirección al océano. Nadie le presta atención. Si acaso, la miran con lástima, como si se encontrara en el lugar equivocado.
La playa está desierta y en calma. Todo el mundo se agolpa en las calles y junto a los puestos de carne. Corre una suave brisa cálida y el cielo está cubierto de estrellas. La luna brilla como una diminuta pelota de pimpón sobre la superficie del océano, extraordinariamente sereno, trazando un estrecho sendero resplandeciente a través de las aguas oscuras. Sí, en estos momentos, el océano se encuentra en calma, pero en ocasiones, también él se enoja y se rebela. Entonces lo arrastra todo a su paso: árboles, casas, personas y animales. Los humanos lo llamarán «tragedia». Pero para el océano es simplemente su movimiento vital. Quizá sólo está dándose la vuelta mientras duerme o enderezando su espinazo insondable. O quizá simplemente bosteza.
Todos estamos aquí y todos tenemos los mismos derechos.
Marija, no juzgues lo que acabas de presenciar. Todos vemos de forma diferente. Es diferente la mirada de la luz y la mirada de la oscuridad. Son diferentes las miradas del amanecer, la mañana, la tarde y la noche. Es diferente la mirada de la experiencia de la mirada de la fe. Lo que para ti significa amor y Dios, para otros significa sumisión y hostilidad. Lo que para otros es Dios, para ti es un asesino. Lo que para ti es perdón, para otros es cobardía. Lo que para otros es perdón, para ti es crueldad. Lo que para ti es muerte, para otro es vida. Lo que para ti es vida, para otro es muerte.
Marija siente que hay alguien de pie a sus espaldas. Al girarse, ve a la katoey, engalanada aún como durante el espectáculo. Un olor a marihuana flota en el aire templado. Es una criatura tan hermosa. Casi la perfección misma. Algo que es verdadero en su más profunda esencia se revela como un error inadmisible. ¿Dos mitades de una manzana? ¿Mi otra mitad?
La bola de pimpón que es la luna brilla más intensamente todavía. Será una noche serena. Marija aún no sabe dónde la encontrará el amanecer.
El Ojo está empañado. Todo se ve de forma diferente. No hay contornos nítidos ni posibilidad de entrever el porvenir. Sólo presentimientos, premoniciones. Lo deseado deviene realidad. La realidad se desvanece.
Su clarividencia está envuelta en bruma. El Ojo observa lo hermosa que es la niebla, sus muchos matices, colores y formas. Lo fácil que es perderse en ella, extraviarse. El Ojo ve cómo la niebla se arremolina en torno a una carretera de montaña, ocultándola casi por completo. Las luces tenues de los coches apenas la rasgan. Sólo los mugidos de las vacas que deambulan por la carretera revelan que hay un mundo más allá de este mundo de niebla: el mundo real. Los viajeros están paralizados por el miedo: un movimiento en falso podría terminar en accidente. No saben qué hacer: ¿resignarse y esperar envueltos en la niebla o escapar de su abrazo?
El Ojo es un mero testigo, son los viajeros quienes deben decidir. El Ojo sabe que tarde o temprano la niebla se disolverá, como es costumbre en las montañas. Apenas un instante y desaparece.
La luz del sol disipa la niebla. A lo largo de la carretera aparecen varios coches abollados por vacas despeñadas. Amanece soleado en las majestuosas montañas. Deslumbrado, el Ojo contempla el claro resplandor que desciende sobre el valle. Qué fragantes se alzan hacia el cielo las huertas por la mañana. Hay sólo luz, ninguna sombra. Deslumbrado, el Ojo contempla la belleza infinita de la vida.
Monasterio de Kozipa
El sendero hasta el monasterio es como el lecho seco de un río. En los tramos más accidentados hay rimeros de piedras por los que es difícil andar. Hay que trepar por ellos.
Marija camina lentamente, sin prisa. Hace calor y debe ahorrar fuerzas. Le han prometido una bendición. Las dificultades del camino son un obstáculo insignificante. Y, sin embargo, resulta difícil avanzar. La tibia mañana de otoño va caldeándose. Los árboles lucen aún verdes, aunque marchitos tras el caluroso verano. Los arroyos de montaña fluyen serenos.
Marija se sienta a mitad del trayecto para recuperar el aliento. Desenvuelve el pan que ha traído. Se refresca la cara y el cuello con agua del arroyo. Saber que recibirá una bendición en el monasterio le hace sentir un cierto privilegio. Es algo que no ocurre a menudo. Por el camino, ya ha entrevisto las cuevas de los monjes, a las que no está permitido acercarse. Los monjes se refugian del mundo en el silencio de las montañas salvajes para poder llevar una vida diferente. Marija no querría vivir esa vida, pero siente que la bendición le será de ayuda en su viaje, siempre impredecible.
¿Es posible esconderse del pecado en una cueva si se ha nacido con él? ¿Es posible abandonarse a una misma si una abandona el mundo? ¿Acaso comer pan seco y beber agua de manantial le acercan a una a la verdad más que sentarse a una mesa ricamente dispuesta?
La mañana de otoño es benigna y agradable en este paraje montañoso. No necesita agobiarse. No necesita hacerse preguntas y, menos aún, encontrarles respuesta.
Tras un descanso, Marija siente sus fuerzas renovadas. Ya no le queda mucho y el camino es ahora más llano. Las piernas se le enredan en el pañolón que viste sobre los pantalones. Se acerca a un territorio de hombres creyentes y exiliados del mundo donde hay ciertas normas que debe respetar. Ya que es ella quien entrará en sus casas, tendrá que acatar sus preceptos. Serán ellos quienes impongan las reglas, y no ella.
Marija queda sobrecogida por la vista que descubre al final del sendero: una iglesia humilde, algunas cabañas y un enorme árbol de la vida que apunta al cielo. Silencio y luz. Quizá no necesite otra bendición que ésta. Quizá el camino, el árbol de la vida y el cielo ya se la han otorgado.
Un monje sale de una de las cabañas y se acerca a Marija. Tiene el rostro picado de viruela, pero sonríe e invita a Marija a acercarse. Junto a la cabaña, sobre una mesa, hay unas manzanas, un poco de pan y agua. El Padre llegará pronto para dar comienzo a la bendición.
Marija contempla el árbol de la vida: le parece que debe de ser milenario. Existió sin duda mucho antes que ella y existirá mucho después. Ella apenas es más que una invitada pasajera en la existencia del árbol de la vida. Pero será una invitada honesta y humilde. Tiene intención de fregar sus propios platos y no abusar de la amabilidad de sus anfitriones. Se esforzará por no ofender ni causar mala impresión. Aunque lo intenta, no siempre lo consigue. Le ocurre a menudo en el mundo de abajo. Así que ha emprendido este viaje para estar en el mundo de arriba durante un tiempo.
El Padre sale de la iglesia y se acerca a Marija. Todo está preparado. Marija se disculpa y responde que irá enseguida, que, después de la caminata, necesita orinar. El Padre palidece a ojos vista. Balbuciendo, intenta explicarle a Marija que las mujeres no pueden hacer eso en este lugar.
Marija le pregunta si quiere que se orine durante la bendición. Con expresión desencajada, el Padre no sabe qué responder. Marija se pone en pie, sube por un sendero pedregoso y hace lo que debe hacer en el interior de una casetilla de madera con un corazón en la puerta.
Al regresar, ve al Padre santiguándose junto a la iglesia. Le pregunta a Marija si desea la bendición, si la acepta sin dudas ni reservas. Marija responde que sí, que la desea y la acepta, pero que seguirá dudando toda su vida.
Sólo Marija, el Padre y el monje del rostro picado de viruela están presentes durante el rito de la bendición. Este último sostiene unas velas encendidas, cuyas llamas se agitan en la brisa que entra por la ventana abierta de la iglesia. Las manos del monje, grandes y ásperas, están salpicadas de cera perfumada. Insiste en volver a encender las velas cuando éstas se apagan.
Descalza, Marija se encuentra de pie frente al Padre, que entona la bendición y vierte agua sobre su cabeza. Marija contempla sus propios pies descalzos y ve a una abeja trepando por su pulgar. No está pensando en Dios, sino en la abeja. ¿Cómo ha llegado hasta aquí esta criatura tan viva, receptáculo diminuto de cera y miel? Le ha traído a Marija la bendición de las flores.
Justo después de la breve bendición, el Padre se marcha sin despedirse. Marija cree que el Padre se arrepiente de haberse dejado convencer. Pero el monje invita alegremente a Marija a sentarse a la mesa. De su mochila, Marija saca una cantimplora con vino y una pieza de carne ahumada. La alegría del monje es indescriptible.
Sirven el vino, cortan el pan y la carne en finas lonchas y ambos comienzan el festín. ¿Acaso no es esto otra bendición más? Están vivos, el vino y la comida son deliciosos, el cielo esplende de azul y el árbol de la vida vela por ellos. Quedan, además, la bendición y la abeja.
El Ojo ve desde las alturas el paisaje a sus pies, el sendero pedregoso por el que Marija va hasta la casetilla del corazón para cometer su pecado. Así, como un pecado, es como la consideran los hombres refugiados en este retiro diminuto. Igual que una mujer con el pelo descubierto o vistiendo pantalones. Pero el Ojo ve que en realidad tienen miedo del pecado en ellos mismos. Proscriben el mundo de las mujeres para no sentir la tentación de reconocer cómo llegaron a este mundo, para poder confesar sus propios pecados y exiliarse de él. Salieron del cuerpo de una mujer entre dolor, sangre, orina y lágrimas de gozo. Después vivieron su vida y se embarcaron en una búsqueda a través del espíritu y la devoción, hasta alcanzar este lugar remoto entre montañas, pensando que habían encontrado la verdad a la sombra del árbol de la vida. Apartados de las tentaciones de este mundo: los placeres del tacto, el amor y el éxtasis.
El Ojo ve al Padre, quien, tras bendecir a Marija, se flagela en señal de penitencia. Lo había hecho a pesar de que ella, desobediente, había afirmado que seguiría dudando. Sólo tres personas en ese lugar remoto y, aun así, el mundo vaciló un instante. El Ojo sabe que así es como suceden las cosas, en pequeños lugares recónditos habitados por las personas. En ellos se suceden las grandes revoluciones, las guerras, los cataclismos y el rodar de cabezas. De todo ello debe rendirse cuentas en esta vida y no en la siguiente. En esos lugares caben todas las alturas y todas las bajezas, a la sombra del árbol de la vida.
Valencia
A primera hora de la mañana, Marija camina junto al mar hasta el mercado de Ruzafa para comprar naranjas. La costa está despertándose todavía. El ojo de un faro parpadea al final de un pequeño espigón rocoso. Todo está aún desierto y en silencio. Las gentes de aquí se animan al llegar la tarde y, sobre todo, por la noche.
Todo será diferente a partir del mediodía. Es época de Fallas y, a mediodía, tronará la mascletà. El ruido de los petardos surcará la ciudad y los oídos. Hace ya días que Marija intenta superar su miedo. Miedo al ruido y a pisar alguno de los petardos desperdigados sobre el pavimento de mármol de las calles.
El silencio de su paseo matinal por la orilla del mar la reconforta. Cerca del mercado, Marija se detiene frente a una figura enorme. Es una de las muchas que se erigen por la ciudad con el único fin de ser quemadas en la celebración con la que culminan las Fallas. Este ninot representa a la Madre Miedo rodeada de personajillos con muecas ridículas: aterrados, intimidados o indecisos entre el desasosiego y la risa que su propio miedo les produce. Y la Madre Miedo es, en sí misma, una figura más cómica que trágica. Fingiendo tener miedo de esta fantasía, todos aprenden a escapar del miedo a lo real.
El mercado ya ha cobrado vida. Es época de naranjas. Las fragantes pirámides de fruta se elevan como murallones de vida. Han absorbido la luz y la fuerza del sol. Marija sólo siente la alegría de existir, ajena a temores y presentimientos. Se entiende bien con los tenderos del mercado sin necesidad de muchas palabras: basta con un «¡hola!» y una sonrisa. La cosecha ha sido abundante y la vida es hermosa. Los festejos continuarán durante al menos una semana más. Los alegres vendedores casi regalan las naranjas. Grandes, dulces y jugosas unas, pequeñas y rojizas otras, con gajos del color de la sangre. Quien las coma vivirá mucho y vivirá feliz.
La bolsa de naranjas que lleva es pesada. Marija se sienta al sol en un jardincito frente a una iglesia. Una chica de pelo oscuro le trae un zumo de naranja y un cenicero. Algunos sintecho y una pareja de enamorados descansan sobre los escalones de la iglesia, exhaustos de celebraciones. Deben recuperar fuerzas para los festejos de esa misma tarde y noche.
Cuando las campanas de la iglesia anuncien el mediodía, comenzará la primera mascletà. El estruendo de una guerra jubilosa retumbará en el cielo. Marija se prepara para ese momento. Tiene costumbre de expresar su alegría en silencio, a escondidas, temiendo que tras la alegría llegue la tristeza. Pero la alegría en este lugar es tan enorme y omnipresente, tan ruidosa, que no hay momento para pensar en lo que pasará mañana o al día siguiente. Sólo existe el hoy y el ahora: la luz del sol, los pinos piñoneros, el mar, la majestuosa ciudad de mármol con sus iglesias y edificios desde donde el ojo perspicaz de la humanidad contempla al viajero. Tardes cálidas con calles abarrotadas de gente que celebra la vida, come montañas de paella y bebe ríos de vino.
Marija estará aquí sólo unos días, un breve instante, pero un instante que es extraordinario. Con su bolsa de naranjas a cuestas, pasea de regreso junto a la orilla del mar.
Los jóvenes lugareños pululan por las calles. Adivinando que Marija es extranjera, lanzan petardos a sus pies. Marija da pequeños saltos entre los petardos, como un conejo asustado. Los jóvenes chillan y ríen. Menos mal que esto no es un campo de batalla, piensa Marija. Menos mal que es sólo ruido, ruido que en realidad no puede destruir nada. Menos mal que la única víctima es su propio miedo ridículo a pisar un petardo y que éste estalle bajo sus pies. Menos mal que el estruendo sobre el mármol blanco es un estruendo alegre, no de terror. Y menos mal que, en lugar de gritos, lamentos y sufrimiento, sólo se oye la risa sonora de los chicos.
A mediodía, tras la primera mascletà, comienza el desfile de Fallas. Muchachas extraordinariamente bellas, vestidas de seda y encaje, avanzan por las calles como un río fecundo y brillante a través de la ciudad. Las siguen las miradas de la gente y de los ninots. Rodeada por la multitud, Marija intenta grabar toda esta belleza en su mente. Le gustaría tocar a las falleras para cerciorarse de que es real lo que ve, no sólo apariencia. Las jóvenes llevan claveles rojos en las manos para adornar con ellos el manto de la Virgen María, la Virgen de los Desamparados, cuando lleguen a la Plaza Mayor. María es su tocaya. Ella misma, Marija, es sólo una persona, pero la Virgen María es mucho más que eso. Es una advocación, la imagen de alguien que seguramente fue persona alguna vez.
Frente al enorme manto de claveles de la Virgen, Marija se siente diminuta. Sin embargo, atesora en sí una inmensa fuerza vital, algo inefable, una fuerza que en ese momento quizá sea mayor que la de la esplendorosa imagen. La fuerza vital de este instante. La fuerza para superar el miedo al ruido y el miedo a vivir. Sin saber si el petardo a la vuelta de la próxima esquina será sólo un susto y unas risas o si será algo diferente.
Al atardecer, las fallas comienzan a arder. Toda la ciudad es una gran hoguera. Marija se encuentra en la Plaza del Mercado, frente a la Madre Miedo en llamas. El fuego le susurra que todo dura sólo un instante. La vida es breve y el arte no es eterno. Un instante lo transforma todo. El miedo se convierte en cenizas. Y éstas se mezclan con la tierra que abonará los naranjales, donde los frutos del sol brotan, florecen y toman cuerpo, absorbiendo en sí la luz del sol y de la vida.
Abierto de par en par, el Ojo del Miedo miró a los ojos que deseaban, más que nada, vivir sin miedo. Despertarse con alegría por la mañana y dormir tranquilos por la noche. Pero el Ojo sabe que no siempre será así. Habrá también mañanas tristes y noches de insomnio. Habrá temor al día que llega y al rescoldo del temor del día que ya fue. El miedo a ver, a abrir los ojos. Y también el miedo a no ver y a cerrarlos.
El Ojo sabe que el miedo irá desapareciendo y que sólo entonces será posible volver a ver. Diminutos destellos sobre las aguas tranquilas, que no hace mucho fueron torbellino, cuando tierra y cielo giraban a la par. Desaparecerá el miedo y aparecerán los destellos sobre el agua. Apenas un instante. Será difícil recordarlo y describirlo. Pero será fácil vivirlo.
Ostsee
La viajera se detiene un momento a orillas del Ostsee, el mar Báltico. Aquí todo es diferente: la luz es opaca y el sol es un visitante poco frecuente. Los charranes corretean quedamente por la playa, donde la gente se protege del viento arenoso en casetas de madera.
Todo es tan extraño que Marija saca su cuaderno e intenta dibujar, porque pensar acerca de este lugar le resulta difícil. El mundo parece estar patas arriba: ahora son los cuerpos de los europeos los que están tatuados de pies a cabeza. Hay algo escalofriante en ellos, una especie de culpa reprimida que se exterioriza de forma agresiva en situaciones inusitadas. En este mismo instante, en plena playa, dos chicas jóvenes tatuadas y de carnes abundantes increpan a una mendiga de tez oscura. Un escalofrío recorre el cuerpo de Marija.
En la calle principal, donde se reúnen los turistas de los cruceros que recalan constantemente en el puerto, Marija encuentra a un retratista. El artista se ofrece a dibujarla. Marija rehúsa su oferta, pero al día siguiente una fuerza invisible la arrastra poco a poco hacia el mismo lugar. Al acercarse, se parapeta tras unos árboles y observa al retratista desde una cierta distancia. Es atractivo. El sombrero blanco que lleva contrasta con su pelo oscuro, entrecano, y una piel morena curtida por el sol.
Marija sigue la mano del retratista según éste traza a lápiz, sobre una hoja en blanco, los rasgos de un modelo. Tras un momento de indecisión, Marija se incorpora a la multitud de personas reunidas a espaldas del retratista para observar cómo va componiendo el retrato. Dibuja a una chica con su perrito, sentado apaciblemente sobre el regazo de su dueña.
A Marija le fascina la precisión con la que el artista capta los rasgos del rostro de la chica. No parece la obra de un artista callejero cualquiera, es algo diferente.
Marija permanece entre la multitud de curiosos hasta bien entrada la tarde. Los modelos van llegando al azar: el retratista invita él mismo a algunos, mientras que otros toman asiento en su banquillo por iniciativa propia. Hay un poco de todo: parejas enamoradas, familias con hijos y jóvenes solitarias que, sin duda, esperan obtener del artista algo más que un retrato. El hombre apenas habla mientras dibuja. Aunque reservado, su gesto resulta amable. Marija contempla, como hechizada, cada línea que el hombre traza. Y se alegra junto a los demás espectadores cuando, uno tras otro, los retratos van quedando terminados, siempre a gusto de cada modelo.
Al caer la tarde, Marija vuelve a su hogar pasajero. Hojea su cuaderno de dibujo y repasa los bocetos: el muelle, el faro, las embarcaciones en el muelle, los charranes, los cuerpos tatuados en la playa, las flores. Todo lo que ve en su cuaderno le resulta banal en comparación a los retratos en blanco y negro del artista. ¿Está pensando sólo en la forma en que el hombre dibuja o tal vez en el hombre mismo?
La noche de agosto promete ser cálida; una brisa leve sopla desde mar adentro. Marija abre la puerta de la terraza y se sirve un poco de vino. El suave efecto de la bebida la va ganando lentamente y la adormece.
El sueño que tiene es algo inusual. Marija se encuentra en un lugar desconocido, un campamento de niños abandonados por sus padres. Intenta animar a los niños contándoles historias y dibujando, pero ellos chillan y corretean sin prestarle atención. Finalmente, harta de este barullo, sale de la ruidosa habitación al exterior.
Es pleno verano y el olor de los prados flota en el aire. No es el olor de los alrededores del mar Báltico. Es un olor diferente, a prados verdaderos, salvajes y en flor, sin segar aún. No lejos de allí, advierte un antiguo granero. Marija avanza hacia él. En el prado, junto al granero, avista a una cigüeña aturdida, que se tiene en pie sobre una sola pata. Tiene rota la otra pata; dos segmentos apenas unidos por un delgado ligamento. El cuerpo de Marija se contrae de dolor, como si se tratase de su propia pierna. Es consciente de su impotencia. No puede ayudar a la cigüeña, pero tampoco se ve capaz de abandonarla.
De vez en cuando, la cigüeña cae por tierra, quedando tendida con las alas plegadas. Con mucho esfuerzo, consigue volver a incorporarse, pero es obvio que le fallan las fuerzas. Es una espeluznante lucha por vivir, aun a sabiendas de cuál será el desenlace.
De repente, Marija oye un batir de alas en el aire. Una pareja de cigüeñas vuela en círculos sobre ella y la pobre ave. La pareja decide posarse junto a su hermana malherida.
Marija alza la vista y descubre un nido sobre el granero. En su interior dormitan los cigoñinos. Marija observa a la pareja de cigüeñas que ha llegado para intentar socorrer a su desdichada hermana. Y entonces ocurre algo increíble.
Las cigüeñas se abalanzan sobre el ave malherida con sus picos afilados, picoteándola sin piedad. Por un instante, Marija considera la posibilidad de interponerse entre ellas, pero la cigüeña macho le muestra a las claras que no debe acercarse. Llorando, Marija observa impotente cómo la pareja de cigüeñas ataca a la extraña que, desamparada, se ha acercado a su territorio, a su nido y a sus polluelos.
La intrusa, ajusticiada a picotazos, se retuerce agonizante aún unos segundos, hasta que termina por desplomarse. La pareja de cigüeñas permanece un momento en el lugar y después parte de nuevo a cazar para poder alimentar a sus cigoñinos hambrientos.
Marija se acerca hasta la víctima. Sí, ya no respira.
El Ojo contempla a Marija en su sueño. El Ojo ama a esta intrépida viajera. Pero tú, Marija, no debes amar a quien ya ama a otra persona. O sí, ama y conviértete en una cigüeña intrusa y ajusticiada. Aunque así sea, puede que después las cigüeñas se vayan cada una volando en su propia dirección. Es algo que ocurre a menudo. Todos sufrirán los picotazos.
El Ojo sabe que el amor es multiforme. Tan frágil y poderoso a la vez. Capaz de mejorar el mundo, pero también de destruirlo. Cada ojo ve el amor de forma diferente: sacrificio, deber, egoísmo, fidelidad, infidelidad, adicción, pasión, dependencia. Y no hay hoja de ruta, sólo un mirar, una contemplación desinhibida que puede conducir tanto al paraíso como a un infierno en la tierra. En ocasiones puede ser simplemente el nido de la vida, habitado y custodiado a veces, vacío otras. Seguro y tranquilo en las ramas altas de un árbol a veces y destruido sobre el musgo del bosque otras.
El Ojo contempla a Marija en su sueño: duerme, caminante, trotamundos, sueña, porque pronto despertarás y continuarás tu camino
Traducción del letón de Rafael Martín Calvo.