Atrapado
Un día, un hombre descubrió que estaba atrapado en su propio cuerpo. Durante años luchó por escapar «de ahí» sin conseguirlo. Cada tarde la ocupaba en formular teorías y en acudir a toda clase de prácticas animistas. Se dice que, por lo menos en dos ocasiones, tras largas sesiones de autoexclusión extrema, estuvo a punto de abandonar su cuerpo. Cuando yo lo vi tenía los labios resecos y tiritaba con las mejillas enrojecidas por el frío. Actualmente vive recluido en un hospital pisquiátrico, a las afueras de una ciudad opulenta.
Mosca pura
Anoche había una mosca en el garrafón del agua. Parecía tan pura, tan fresca. Solitaria en medio del transparente líquido, ella tan infecta, tan devota siempre de minúsculos parásitos, ¿cómo habría de sentirse? Acaso algún pérfido sabio quiso darle una lección. Ahogar su pequeña inmundicia en un océano sin mácula de mugre. No es justo, señores, eso no puede ser. Yo metí mi mano también infecta de pecados, la salvé y la puse a buen recaudo sobre un periódico lleno de historias plagadas de justicia y derechos humanos ¿Acaso me equivoqué?
Imaginación desenfrenada
Un hombre, sentado a la puerta de su casa, decidió entregarse a una empresa titánica: se propuso imaginar, de una sola vez, toda la serie infinita de representaciones posibles que pueden derivarse del signo «casa». Primero imaginó casas afines a su ámbito personal. Casas rústicas, de campo, blanqueadas, con sus pórticos azules y sus ventanales roídos. Después pasó a un ámbito más lejano. Veía las casas de la ciudad como un montón de cuerpos extraños. Miles de losetas rosadas, tejados envejecidos, patios rebosantes de macetas, pozos enlamados, fuentes construidas al viejo estilo mozárabe, hornos humeantes. Ya por la noche pasó a mirar casas de otros países, otros continentes. La madrugada lo sorprendió imaginando casas en el desierto. Sudaba frío. No podía más. En cuanto lograba imaginar una casita de ladrillos colorados, inmediatamente la veía desmoronarse. Dios mío, pensó, ¿acaso las casas en el desierto son imposibles? El hombre lloró. Cuando salió el sol, una mujer de rebozo gris se detuvo a mirar. No sabía si el hombre estaba vivo o muerto. Nadie lo sabía.
Final de cola
Era una cola enorme, tan larga como doce calles seguidas. De lejos parecía un gusano retorcido con sus colores predominantemente azules, marrones y violetas. Ya de cerca me intrigó una cosa. En la fila sólo había gentes mayores, ancianos de toda condición, lustrosos, verdes, algunos todavía con la corbata recién desempacada. Me acerqué despacio, como hacen los intrusos. Entonces descubrí algo más intrigante. Ningún anciano hablaba, mantenían sus bocas cerradas a cal y canto. ¿Qué será?, me dije, ¿por qué apenas se tocan con la punta de los dedos para avanzar? Traté de averiguar, traté de llegar hasta el principio a fin de saber, pero algunos viejos de la fila me tomaron por las manos y, jadeantes, me indicaron a señas que hiciera cola como todos. Mas yo no iba a dejarme intimidar por unos señores tan pasados de tiempo, así que caminé hasta llegar adonde se encontraban los primeros, quienes se introducían por una puerta oscura. En la entrada había un guardia joven vestido de rojo, inmediatamente tuve la certeza de que este señor seguramente sí me respondería:
—Disculpe, señor. ¿a dónde van estos ancianos? ¿Qué hay detrás de la puerta?
—El abismo.
Mi musa
Recuerdo que hace años me desvelaba imaginando toda clase de ardides convenientes para ser un escritor. Entonces sucedió lo inevitable. Cierta noche de verano, cálida y apacible como muchas otras, me había sentado en la silla de mi escritorio con una taza de café a escribir apaciblemente los últimos fragmentos de mi última novela. De pronto empecé a sentir un malestar en el pecho; sudores que me corrían por todo el bajo vientre; dolor de cabeza, mareos, languidez en las comisuras, en fin, debí haberme quedado dormido en el escritorio, encima de mis papeles. Cuando desperté, la mano de una mujer acariciaba mi cabello. Era muy blanca y estaba desnuda. Soy tu musa, me dijo, he venido a inspirar tu escritura. Se inclinó sobre mi hombro y me besó. Después me desvistió, me hizo el amor y me absorbió para siempre. Desde entonces nunca más he vuelto a escribir una línea erótica.
Felicidad
Había un hombre que desde hacía veinte años salía, cada tarde, a la puerta de su casa únicamente a reflexionar sobre la felicidad. Durante los primeros años sus cuestionamientos eran esquemáticos. Repetía las mismas preguntas, imaginaba los mismos silogismos, cada tarde, suponiendo que a fuerza de repeticiones un buen día le sería revelada la verdad. Pero los años fueron pasando y, lejos de esclarecer sus dudas, el rigor de las intrigas fue aumentando. Ahora cada pregunta se ramificaba en docenas o tal vez cientos de otras mismas preguntas derivadas de la primera, de tal manera que las tardes se convirtieron en juegos de laberintos mentales muy difíciles. Eso, desde luego, lo hacía feliz.
De fatalidad
Una mujer llega feliz a su casa, como tantos otros días. En su biblioteca, despreocupada, abre un libro (se siente decaída, absolutamente sin ganas de trabajo). Quiere matar el rato. Al ver su nombre se detiene de pronto en una de tantas páginas. Aquella biografía misteriosamente va transformándose en su propia vida. Está indecisa, no sabe si continuar leyendo. Al fin lo hace. Se entera de todo, hasta de su muerte. Desesperada cierra el libro. Abre el cajón del armario y se pega un tiro.
Estreno
Era el estreno de la Novena Sinfonía. La sala del Kärntnerthor Theater de Viena estaba repleta. Un estudiante conduce a Beethoven del brazo. Todo transcurre según lo previsto. Sin embargo, antes de subir al estrado el maestro se detiene a contemplar los senos de una hermosa muchacha.
—Maestro ¿por qué no camina?
—Espera un poco, hijo. Deja que me deleite. Estoy sordo, no ciego.
Gula
Después de la boda, y fiel a su costumbre, el párroco se dejó invitar a la fiesta. Una vez instalado en la mesa principal empezó a comer. Primero devoró un platón de ensalada, siguió con veintiocho canapés, nueve hamburguesas para los niños, un plato hondo rebosante de lentejas y por último pidió un plato bien servido con lomo ahumado, sopa de codito y ensalada de manzana. ¡A qué hora sirven el pastel! exclamó. El novio, sorprendido, le preguntó:
—Padre, ¿todos los días come así?
—No, hijo, hoy empecé. Hace un rato, antes de venir aquí, hablé con Dios y me dijo que recientemente un comité de notables en el cielo había decidido abolir el pecado de la gula.
Incidente en clase
Dos horas después, el profesor no dejaba de hablar. Había bostezos en el salón; movimientos cortados, uñas mordidas, cuchicheos. De pronto, un cocodrilo se deslizó por la puerta entreabierta. Se hizo un silencio pasmoso. El hocico se abrió como escuadra salvadora. Primero fueron las piernas hasta la cintura, después una voltereta, como sintiéndose en los ríos del Serengueti. Claro, hubo manoteos, gritos; un diálogo de resistencia inútil. Pero el cocodrilo maniobró de manera quirúrgica. En cosa de segundos el profesor desapareció y el cocodrilo salió por donde había entrado. Poco a poco el salón fue quedándose vacío. Una compañera tuvo la deferencia de pegar con cinta Diurex un moño negro al centro del pizarrón.