David Huerta

Ángel Ortuño

(Guadalajara, 1969-2021). Uno de sus últimos libros es Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Universidad de Guanajuato, 2018).

Apenas un año transcurrió entre la muerte de Ángel Ortuño, acontecida el 24 de septiembre de 2021, y la de David Huerta, el 3 de octubre de 2022. Ángel y David, para mí, están ligados por anécdotas, lecturas y encuentros que hoy rememoro con una mezcla de tristeza e incredulidad. Sin ir más lejos, con Ángel viajé a Hermosillo para conocer a David en 1992, y tiempo después, cuando llegué a pasear con David por el centro de Guadalajara, ya bien entrado este siglo, invariablemente quiso visitar la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz para ver si Ángel andaba por ahí. Al menos dos veces escribió David sobre Ángel: una, en la Revista de la Universidad de México del mes de febrero de 2015, cuando Huerta reseñó la edición de Jardines de Francia de González Martínez que preparamos Ortuño y quien esto escribe; otra, cuando el 28 de agosto de 2019 (fecha extraña, hoy me parece, por lo cercana y lo distante) David publicó la nota «Ortuño y la poesía» en El Universal. Ocurre ahora que acabo de localizar en un librero esta presentación de David escrita por Ángel. No tengo claro en qué fecha o circunstancia tuvo lugar la mesa redonda en la que Ortuño debía leer esas cuartillas, aunque intuitivamente (por detalles que sería farragoso describir) la sitúo alrededor de 2008. Ángel —esto lo recuerdo con claridad— me la dio a leer por si tenía sugerencias o comentarios que hacerle. Yo confiaba en haberla guardado en alguna parte, y así fue: plegada por mitad, entre las páginas de un libro de David, la encontré como ahora la transcribo. Me parece que no se había publicado antes. Es un texto muy ilustrativo de las costumbres críticas de Ortuño, que aparentaba desentenderse de los aspectos más elementales de los temas que atraían su atención y se concentraba, en cambio, en pequeñas elecciones estilísticas que, a su juicio, expresaban como por descuido el verdadero carácter de un escritor, un libro, una época. Ignoro, debo decirlo, por qué Ángel, al referirse al prologuista de la segunda edición de Cuaderno de noviembre, no menciona su nombre: Jaime Moreno Villarreal. Conjeturo que Ortuño pudo haber tomado algunas notas en las que omitió el nombre del prologuista y, cuando le fue preciso averiguarlo, no volvió a dar con la edición donde había leído sus palabras. Valgan estas líneas no sólo para rendir homenaje a Huerta y Ortuño, éste por la vía de aquél o viceversa, sino también para restituir el nombre de Moreno Villarreal en aquellos párrafos que contienen frases de su autoría.

Luis Vicente de Aguinaga


«El lirismo de los poemas de nuestra antología […] consiste en la expresión individualizada de la imaginación verbal de cada poeta: obras personales, selladas por una emoción única», escribe David Huerta en el prólogo a La fuente, los destellos y la sombra: antología poética de los Siglos de Oro. El plural para referirse a quien enuncia no es, por supuesto, mayestático. ¿Quién podría suponer una semejante posición retórica —aquí el término es crucial— en David Huerta, autor que lejos de encastillarse en torre de marfil alguna sale tan de civil por los vericuetos de la vida cultural nacional o, mejor, de la vida así solamente?
Pero vayamos por partes.

El mencionado plural («nuestra antología») alude a Pablo Lombó, con quien Huerta comparte créditos de selección, prólogo y notas. Líneas atrás me referí al modo en que David Huerta ha fomentado entre nosotros la sana costumbre de verlo intervenir en diversos asuntos públicos: usé el adjetivo «civil». Es un afortunado ejemplo de superación, por síntesis, del falso dilema entre el artepurista y el creador comprometido. A un diamante no lo empobrece ninguna de sus múltiples facetas.

Esto vuelve a traer a cuento la antología citada como uno de los numerosos ejemplos del compromiso estético y vital asumido plenamente: quien enseña, quien participa en la transmisión del conocimiento lo hace, ciertamente, al servicio de una tradición; quien indaga y cuestiona enriquece esa tradición por la vía de apropiársela; y el círculo se cierra: una vez apropiada, participa en el cauce y se vuelca hacia los demás. Me parece recordar que Huerta ha afirmado, en más de una ocasión, ser un «poeta tradicional». Y lo es, por supuesto, en el mejor de todos los sentidos: su reinterpretación del canon nos lo presenta vivo y renovado. Innovar es la vida de la tradición.

Nadie aquí ignora la tarea que desde hace ya varias décadas David Huerta ha desempeñado como maestro itinerante, a lo largo y ancho de toda la república (como solía decir la propaganda con esas frases que en la poesía de Huerta merecen a menudo unas risueñas comillas). Esa experiencia en la enseñanza es también una forma de coautoría. David Huerta trabaja en sus cursos con una energía y una determinación que nunca procuran imponer su innegable autoridad por una mera situación jerárquica, sino que apunta a horizontes más amplios.

«Me temo que si hoy la poesía es algo que hay que acercar a los lectores, estas palabras preliminares sólo sirvan para advertir sobre la dificultad de acercarse a la poesía de Huerta», comienza por decir el prologuista de la reedición que Lecturas Mexicanas hizo de Cuaderno de noviembre en 1992, dieciséis años después de la primera edición de este que es el segundo poemario de David Huerta. En el prólogo a La fuente, los destellos y la sombra, Huerta tampoco evade este asunto de la dificultad, particularmente en la empresa de acercar a los lectores jóvenes la poesía de los Siglos de Oro: «Nunca antes ni después los poetas de nuestro idioma escribieron con tanta y tan afinada deliberación intelectual, con tales perfecciones formales y con semejante esplendor imaginativo». Dicho esto, procede —tal cual— a acercar la poesía a los lectores.

Guillermo Sheridan ha escrito que la poesía de David Huerta es «difícil: la de un poeta que no olvida al lector que acecha sobre su hombro, pero también la de un poeta que, al exigirse tanto, alienta a ese lector, lo predispone y lo impulsa a ese luminoso laberinto». Sheridan, pues, concuerda con el prologuista de Cuaderno de noviembre: la poesía de David Huerta es difícil; pero matiza: se trata de una dificultad incitante, cómplice («sólo lo difícil es estimulante», dijo alguna vez José Lezama Lima, autor admirado, conocido y transmitido por David Huerta).

A esta dificultad cómplice invita, enérgicamente, Huerta, lo mismo como poeta que como maestro. «Huerta sabe —dice también Sheridan— que la total significación de su trabajo dependerá no pocas veces de la capacidad recreativa de su lector». Capacidad recreativa que parte de esa imaginación verbal que Huerta resalta en los autores de los siglos áureos, y que describe también con precisión una de las principales características de su estilo: la proliferación de imágenes que se enlazan en el transcurrir de un discurso que, sobre todo en sus primeros libros, requiere del amplio territorio del versículo. «Mientras dura el poema, río de lava, se configura en su distendido seno, arrebatada por el ojo y el peso de la imagen, la energía voraz de lo disquisitivo», afirma Sheridan.

No pretendo, en tan poco tiempo —y dentro de una ya de por sí abigarrada presentación—, abordar en extenso la obra poética de David Huerta. Sin embargo, esta última imagen del «río de lava» lleva inexorablemente de Cuaderno de noviembre, poemario que la suscita, a Incurable, definido por el propio Huerta como «un libro más de poetización que de poesía», a lo que se podría agregar que está escrito, parafraseando al propio autor, con «tanta y tan afinada deliberación intelectual, con tales perfecciones formales y con semejante esplendor imaginativo» como difícilmente podremos encontrar algún otro ejemplo entre la poesía mexicana contemporánea.

El mundo es una mancha en el espejo. Todo cabe en la bolsa del día, incluso cuando gotas de azogue se vuelcan en la boca, hacen enmudecer, aplastan con finas patas de insecto las palabras del alma humana.

Así comienza Incurable. Así, la poetización, la formulación de un arte poética que viene desde antes y, para fortuna de nosotros sus lectores, continúa desenvolviéndose y girando con la proteica potencialidad de un código genético. Quisiera resaltar una parte del último verso de la estrofa citada: «las palabras del alma humana». Es un ejemplo mínimo pero representativo —fractal, diría, si mis conocimientos de física cuántica no fueran menos que rudimentarios— de la amplitud semántica que suelen desplegar los versos de David Huerta: las palabras son del alma humana, le pertenecen; pero también son sus poseedoras, son el alma humana; y, finalmente, las palabras «alma humana» no son sino eso, palabras; nada más, pero tampoco nada menos.

«Tendré que decir lo que tenga que decir —o callarme»: es el último verso de Incurable, pero en ese mismo momento se convierte en su primer verso. «Tradición no es lo que repite sino lo que deja atrás y se abre a lo que no se ha venido diciendo. Es insistir en escribir. Retroceder para volver», afirma el ya mencionado prologuista de Cuaderno de noviembre.

La imagen trabajada minuciosamente, a la manera de los conceptistas-culteranistas de los Siglos de Oro, la amplia respiración versicular son, pues, señaladas por la crítica como características fundamentales de la poesía de David Huerta. De Cuaderno de noviembre, pasando por Versión, hasta Incurable hay ciertamente la posibilidad de trazar una descripción sobre esas dos líneas. De hecho, como lo afirma Ignacio Solares, sería probable postular a Versión como «el libro en que el poeta ha conformado un universo lírico propio, una voz irremediablemente personal». Incurable, si he de mencionar otro caso paradigmático, es gozosamente inclasificable.

No ocurre así completamente en libros posteriores. La sombra de los perros (1996), La música de lo que pasa (1997), El azul en la flama (2002), Hacia la superficie (2002) y La calle blanca (2006) continúan la vertiginosa sucesión de imágenes, así como el riguroso entramado disquisitivo, pero el versículo se descompone en versos mucho más breves. «La fruta desciende / cual un capítulo de rayo»: ésta es, por mencionar un ejemplo, la imagen con que abre «Fruta», poema incluido en La sombra de los perros. No obstante, al igual que en los larguísimos versículos de Cuaderno de noviembre, Versión e Incurable se ofrecen al lector disimulados —emboscados, tal vez— y perfectos endecasílabos, podemos anticipar en la primera poesía de David Huerta esta formulación de su reciente escritura:

Así el nombre: rubor de la cosa: así el poema: respiración y mirada de la cosa en el nombre que la funda, mar de frágiles olas bajo la serie construida,

tal como leemos en los versos de Cuaderno de noviembre. Y disfrutamos estos altísimos propósitos logrados en toda la obra poética de David Huerta. De hecho, recientemente celebramos —tampoco acudo al plural mayestático; estoy cierto de que somos muchos los lectores que así lo hicimos— la publicación de La calle blanca, muestra contundente de la cabal salud y regocijante virulencia de la poesía de Huerta.

Quisiera concluir con unas palabras de David Huerta, dichas en una entrevista reciente: «La inconformidad, la insatisfacción con la vida que podría ser mejor, con el lenguaje que podría ser más bello, más comunicativo, es lo que lo impulsa a uno a escribir. Esa disidencia no creo que sea un rasgo nada más. Es algo que le da sentido, dirección y significado a la vocación artística».

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