A lume spento

José Homero

(Minatitlán, Veracruz, 1965). En 2021, el Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro publicó su poemario más reciente, Función de Mandelbrot.

«Se sabe cómo Beda apresuraba, cariñosamente, a sus calígrafos en el scriptorium: “Escriban, escriban: queda poca luz”», recuerda David Huerta en «La colocación de las palabras», y añade: «Para mí, para algunos contemporáneos preapocalípticos, esa exhortación tiene significados ominosos: debemos escribir, escribir, pues pronto ya no habrá ninguna luz».

Oscuro presagio que acaso impulsó que, en el último lustro, en el arco temporal que va de 2016 a 2021, Huerta espigara en su amplia producción crítica y periodística para compilar los volúmenes El vaso de tiempo (Vaso Roto, 2016), Correo del otro mundo (UACM/UDEG/UANL/Grano de Sal, 2019) y Las hojas (Cataria, 2020). Estos tres se sumaron a los dos títulos que había publicado hasta entonces: Las intimidades colectivas (Cultura/SEP/Martín Casillas, 1982), El correo de los narvales (Ácrono/Libros del Umbral, 2006), para conformar la mano de su bibliografía ensayística.

El vaso del tiempo y Las hojas son facetas complementarias que nos permiten atisbar el pensamiento poético de Huerta. Expresiones vivas, instantáneas, de la reflexión de un poeta sobre otros poemas y poetas, no constituyen una poética; muestran en cambio las nociones del autor sobre la poesía, la literatura, el arte… la realidad misma, y asientan los puntos nodales de su idea de la poesía.

Ciertamente, al acometer un ensayo nos tienta ponderar a partir de un punto de apoyo, recurso que permite anudar cada cabo, sujetando los temas a una jerarquía con base en ese elemento axial que es enteramente lucubración del escritor. Consciente de ese peligro, no obstante, me atrevo a proponer la noción de la poesía, en tanto objeto racional —aunque no lógico—, como el eje de la cosmovisión de Huerta. El propio David razonó la necesidad de los puntales, siempre y cuando no nos dejemos seducir por sus efluvios metafísicos —la inmutabilidad jerárquica—:

Un punto de partida siempre es, en poesía, y en
cualquier actividad artística, un punto provisional —una forma transitoria, inmanente, contingente, del devenir—. El punto de partida, cualquier punto de partida, es un punto de trayecto.

Muchas observaciones suyas defienden la idea de que la poesía, siendo emoción, es asimismo intelecto bajo el principio de que no hay una distinción entre ideas y emociones. Una creación intelectual —y los versos lo son, pese a la superchería tan del gusto popular del poeta como pararrayos daimónico (no demoníaco)— parte de sensaciones. Por ello la imagen del cuerpo como espacio poético, insinuado en un par de ejemplos, ambos dinámicos: uno, la desaparición del puño cuando se abre la mano («El fuego de Cartago»), que relaciona con las desapariciones que dibuja el poema; el otro, «Talleres poéticos», auténtico manifiesto de su visión de la poesía como artesanía, que asocia la imagen de un brazo en el momento en que se extiende con el gesto poético originario.

Para recalar en esas aguas aéreas, en «Un caracol nocturno en un rectángulo de agua», Huerta refiere la fórmula de Lezama Lima según la cual la poesía es «un ente de razón fundado en lo irreal», con lo que disuelve la falaz dicotomía entre razón y poesía, propia de la escolástica. Otros ensayos destilan disquisiciones parecidas, pero hay uno que destaca especialmente: «Inteligibilidad». Rompe aquí el autor sus lanzas en favor de una «poesía difícil», y manifiesta su credo poético y crítico —¿es posible disociar uno del otro en un poeta?—: no hay poesía oscura sino lectores perezosos, todo poema, incluso el aparentemente más refractario, es susceptible de exponer su caudal si se posee la llave áurea que abre el arca. Además de asentar el fundamento de su razón crítica —pues los ensayos compilados en los volúmenes citados configuran una ensayística crítica, más que ser sólo artículos recopilados— al considerar que todo poema, por difícil que sea, admite comprensión, al menos del haz de sentidos que constituyen el discurso poético, Huerta añade el complemento de ese principio: el poema es forma, no únicamente sentido. Por ello, quien pretenda someter el poema al tormento del aparato crítico —ruedas, potros y demás herramientas de descoyuntamiento— parte de un equívoco. Paradojal, el poema contiene sentidos, pero su significancia sólo podrá comprenderse si se analiza su forma, si se vislumbra su tejido. Por tal razón, escapa a las operaciones racionalistas, sean de Aristóteles, el licenciado Francisco Cascales o el lingüista Noam Chomsky, para quienes la monstruosidad de la poesía es que evade la garita de la lógica lingüística sin reparar en cuán otra es la lógica que la ordena.

En poesía, el significado está depositado en la forma, en el confín abierto de cada poema. La significación es, en esta perspectiva, la porción más cerrada e infértil de la composición poética.

La cita anterior se complementa, en la revisión de Las hojas, con este juicio: «Un poema puede explicar perfectamente otro poema; un verso, iluminar otro verso», lo cual nos permite fluir sin asperezas hacia el segundo nodo de las ideas centrales de Huerta, lo que denomino «ecología poética», aunque bien admitiría también la fórmula de «comunidad poética». No es casual que, para intitular los dos libros de reflexión poética, eligiera los nombres de dos significativos ensayos recopilados en cada volumen: «El vaso del tiempo», en el libro homónimo, «Las hojas» en el segundo, igualmente homónimo. En éste, Huerta discurre sobre la configuración de las generaciones humanas como hojas arrebatadas por el viento. Mediante esta comparación —que entraría dentro de las metáforas esenciales que Borges prefiere frente a aquéllas «inventadas»— el poeta nos conduce a otro ámbito: el literario, cuyo objeto metonímico, el libro, comparte la afinidad por el origen metafórico de uno de sus componentes: las hojas. Preclaro ejemplo del género ensayístico, recurriendo a esa libertad que concede el viento, el poeta cede a la asociación libre, a la digresión no exenta de razones que justifican la ilación en apariencia arbitraria, y va indicando semejanzas, tópicos, imágenes comunes: comunidad. De esta manera, Dante se enlaza con Virgilio, con el Antiguo Testamento, con T. S. Eliot, con Percy Bysshe Shelley, con Wallace Stevens…

En cada hoja hay una escritura y la virtualidad fluida de un viento. En cada hoja un árbol gime, mutilado. En cada hoja se escribe un destino, se deletrean minucias de la existencia, momentos de maravilla o de miseria. En cada hoja dan la hora las destrucciones y las regeneraciones del tiempo.

La poesía es un asunto de comunidad, un verso remite a otro, los poemas se corresponden con otros poemas; en suma, la poesía, la literatura, es una red de relaciones. Un tejido.

El poema visto —leído, entendido, memorizado, criticado— como una «red de vínculos»; vínculos dispuestos en series repetidas o repetitivas, reiteradas, duplicadas, multiplicadas paralelísticas a veces, perfectamente simétricas en algunos casos, proporcionales o proporcionadas, correspondientes unas con otras, en sus partes o en la parcial totalidad de cada una de esas series.

«Vasos comunicantes de las escrituras dentro de una obra multiforme, es decir, una y varia», denomina a la armonía que rige los versos de Francisco de Quevedo, los acompasados, rítmicos periodos de Jorge Luis Borges; compás secreto, sin embargo audible para el oído atento. Vasos comunicantes, señales que indican una experiencia inter e intratextual. Pero el poeta no se detiene ahí donde el dómine se detendría, sino que va más allá, hasta insinuar una visión de la poesía, sin que apenas se delate, en estos ensayos, andantes y cantantes, que pretende instaurar una idea poética.

Otro de los principios es la correspondencia, los lazos que unen en el tiempo, entre las lenguas, a las obras. Y si repito este término sin recurrir a otro que suele aplicarse como sinónimo —los autores— es porque sabemos que no hay autores, sólo obras.

Aun cuando sean recordados en soledad, o alejados del organismo al cual pertenecen, los versos, criaturas memoriosas, contienen dentro de sí, virtualmente, los versos anteriores y posteriores a su aparición: todos y cada uno de ellos regresan, pero con otras modulaciones semánticas y con matices diversos de prosodia, acentuación, andadura rítmica —son los mismos y son diferentes: son otros versos, pero son versos.

La reflexión de Huerta precisa correspondencias detectando no sólo la influencia y sus variadas formas de asociación, sino extendiéndola a amplios periodos, con lo que ésta deja de ser una rama visible para convertirse en un nudo temático que está ahí, en la madera del árbol, debajo justo de la corteza, cada vez más espesa. Para Huerta, el poema entraña una dimensión temporal. El conocido verso de Muerte sin fin, de José Gorostiza («es un vaso de tiempo que nos iza / en sus azules botareles de aire / y nos pone su máscara grandiosa»), se convierte, en la apropiación huertiana, en una atinada fórmula, a un caso metáfora y metonimia, para expresar que el poema es un ente vivo, un organismo pleno de tiempo: contiene su propio presente, su carga de época, pero, a su vez, al durar, contiene el tiempo de las lecturas que se van acumulando y la imagen de las por venir. Vaso creado por el tiempo (metáfora); vaso que contiene al tiempo (metonimia); en un primer caso, un producto de la época, en el siguiente un monumento del devenir. Monolito cuyo silencio va asentando el tiempo transcurrido, destila el tiempo del ahora y servirá como pila voltaica para irradiar su potencia. Y en el interior de esa piedra que es la obra reverberan también las lecturas, las miradas de sus lectores. Si Walter Benjamin discernió que el elemento aural de un objeto estético estaba en proporción con su duración y con las interpretaciones que se le sumaban, en una creación de lenguaje el tiempo aparece, en primera instancia, con el significado de las palabras, muchas veces canto de aristas melladas. Ésta es precisamente la tarea que por principio ha de emprender el lector acucioso: ubicar los vocablos, sopesar su condición matérica, interrogar su sentido, para leer mejor, para entender el haz de significados que un gran poema implica.

Leído el ensayo «La colocación de las palabras», en la compilación denominada Las hojas, cuyo título ahora resuena con una significación agorera, apenas si se repara en la acotación confesional que no figuraba en la publicación original, como columna de la Revista de la Universidad de México: «Para mí, para algunos contemporáneos preapocalípticos, esa exhortación tiene significados ominosos: debemos escribir, escribir, pues pronto ya no habrá ninguna luz». Tras la muerte del poeta, esa observación adquiere un matiz lúgubre: esa luz se ha extinguido. Los cirios están apagados.

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