Apariciones davidianas en un diario sin fechas

Carlos Ulises Mata

(León, Guanajuato, 1970). En 2020 coordinó el libro A la salud del incurable: homenaje a David Huerta (Universidad de Guanajuato).

In quella parte del libro della mia memoria,

dinanzi alla quale poco si potrebbe leggere,

si trova una rubrica la quale dice…

Dante Alighieri, Vita nuova, i, 1

Octubre de 2003

Como celebramos nuestros respectivos cumpleaños con un día de diferencia (el 7 y el 8 de octubre) y como en la coincidencia nos acompañan otros amigos queridos (el 4 cumple el poeta Chico Magaña, el 6 Luis Vicente de Aguinaga y el 9 John Lennon, lo cual ya dio pie al chiste de que formamos el nuevo «Cuarteto de Liverpool»), de nuevo cumplo hoy con David el ritual de intercambiar mensajes escritos y una rápida llamada telefónica. Como es habitual en él, primero celebra por todo lo alto mi llegada a «la edad del Cristo azul» y enseguida enlista, como si se las dijera al viento y no a mí, las responsabilidades inherentes a la cifra ya fausta u ominosa, y en cualquier caso velardiana: «Lo de escribir un libro y sembrar un árbol ya lo hiciste, y en lo del hijo vas un poco atrasado. Ahora, o te crucifican o salvas el mundo; pero como estás lleno de astucias por tu nombre griego, inventarás una tercera posibilidad, que no se nos ocurre a los demás. A propósito, bien harías en prepararte a leer o releer la Commedia dentro de dos añitos, cuando cumplas los treinta y cinco, que son el mezzo del cammin, según las Escrituras, que el florentino seguía ceñidamente en cada porción importante de su poema».

Enero de 2007

A propósito del nombre compuesto que consta en su acta de nacimiento, formado por dos nombres propios y dos apellidos (David Telémaco Huerta Bravo), del cual sólo acostumbra usar los primeros elementos de ambas categorías, le hago un chiste tonto a David: «Vaya broma del destino tener un amigo como tú, llamado Telémaco, y llamarme yo Ulises, y no poder decir homéricamente que soy tu padre y que tú eres mi hijo». Sin salir del tono socarrón que venimos gastando desde minutos antes, me dice primero: «¿Serás mi padre resucitado? Pero tú eres más cosmopolita que los de Silao, que son unos pelones muy atravesados». Enseguida, sospecho que, ya en serio, me da una respuesta conmovedora: «Ser hijo puede ser tan difícil como ser padre. Efraín fue mi padre, imposible contradecir a la biología, lo triste hubiera sido quedarnos en eso. Por suerte no fue así: fue mi maestro, un tiempo fue mi tutor literario, y sobre todo fue uno de mis mejores amigos».

Octubre de 2010

En el tiempo que tengo de tratarlo, nunca me había tocado encontrar a David tan afligido y desencantado de todo como en los días finales de este mes sombrío. «Todos andamos muy tristes, ¿no? Alí, Antonio. Es demasiado».

La circunstancia se acentúa por la lectura de un comentario avieso sobre el legado de Alatorre, a cuya casa de Espigones 13 nunca olvidaré que él me introdujo. El caso es que ahora todo parece favorecer la aparición de un pesimismo que, según he llegado a notar, él mismo cultiva ciertas temporadas, como medida paradójicamente salutífera. Sea como sea, se despide cariñosamente, no sin antes redactar este párrafo: «Lee el final de “Tlön, Uqbar…” para que veas cuál es mi ánimo. Leer a solas, dialogar con quien se puede (cada vez menos) y seguir adelante en medio de este mundillo desastroso».

Mayo de 2013

Tras remitirme un mensaje en el que me pregunta si puede llamarme «ahora mismo», al que respondo diciendo: «Claro, viene de ahí», sostengo una larga conversación telefónica con David.

Mientras habla, voy entendiendo la urgencia: me da cuenta de los preparativos para la conmemoración del centenario de Efraín Huerta el año entrante, me da detalles sobre los homenajes de todo tipo que se van perfilando (congresos, exposiciones, jornadas de lectura, inscripción de los nombres de Paz, Huerta y Revueltas con letras de oro aquí y allá), y al fin se centra en el capítulo editorial. «Entre lo que ya existe, el Fondo de Cultura va a reimprimir la antología de Montemayor y va a hacer una edición revisada de la Poesía completa, cuidada por Martí Soler, quien va a coordinar todo, y eso me da una gran alegría y una gran tranquilidad. Entre lo nuevo, se va a hacer algo muy bonito con los poemínimos, Emiliano va a hacer la Iconografía y va a preparar la facsimilar de Los hombres del alba, aunque no para el Fondo. Y quiero que tú te encargues de la antología del centenario. ¿Cómo ves, le entras?». No sin titubeos le digo «Sí, adelante» y él suelta su siempre contagioso entusiasmo: «¡Fabuloso, manito!». Luego expresa una seguridad que me anima: «Confío en que esto saldrá muy bien, tirando a requetebién. Martí es un editor de primera y un buen amigo».

Ahora que anoto esto, no puedo no recordar que, si bien lo conocí en 1993 en uno de sus célebres Cursos de Literatura Contemporánea, el dedicado a Borges, nuestra amistad se selló bajo la advocación de su padre, dos años después, cuando volvió a Guanajuato a presentar Efraín Huerta para universitarios (sep/cnca/Universidad de Guanajuato, 1994) y conversamos aquí largo y tendido sobre esa antología, sobre la portada de Germán Montalvo, sobre lo mucho que nos gustaba la serie de los «Responsos». Justo antes de despedirse en aquella ocasión, me anotó la primera dedicatoria suya que conservo: «Para Carlos Ulises, con el enorme deseo de haberle dado un pedacito más de lo que es Efraín Huerta. David Huerta, 3/02/95».

Diciembre de 2013

Luego de mucho darle vueltas y antes de contárselo a nadie en el Fondo de Cultura, le llamo a David para decirle que no haré la antología del centenario de Efraín tal como me la pidieron y acordé con él («tan amplia como decidas; sin límite de extensión; bien anotada y comentada») y le doy tres argumentos, según yo incontrovertibles: 1) la mejor antología de Efraín ya la hizo el tiempo y no tiene caso que me ponga yo a llevarle la contra a la posteridad, por ejemplo, dejando fuera los poemas medianos que se recitan en las plazas, reduciendo al mínimo los poemínimos, o soñando que fue mi sagacidad la que descubrió la gran categoría de «Avenida Juárez»; 2) visto de otro modo, la antología idónea es su obra completa: porque no es voluminosa, porque nunca en Efraín lo mediano llega a ser malo, porque Efraín pide ser leído «desde fuera de la literatura» y porque las repetidas excelencias brillan más en medio del conjunto; y, al fin, 3) porque hacerla implicaría sumarnos a la inercia de celebrar al extraordinario poeta y olvidar al también extraordinario prosista.

«Ponme por escrito en mi correo esto que me acabas de decir. Estoy contigo, manito. Así lo vamos a hacer». Y fue así que se hizo El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta (2014) [(añadido de 2020): primera de la media docena de compilaciones similares editadas a partir del centenario].

Agosto de 2016

Hace un rato me llamó David y, como ocurre siempre que conversamos por teléfono, me quedé con la impresión de no haber agotado los temas pendientes. Demasiadas minucias (el futbol; el libro más recientemente leído de Stephen Greenblatt; cierto pasaje de «Estétique du Mal», de Wallace Stevens) se colaron en la charla y no logramos dejar concluida la definición de la forma posible de «nuestro» librito sobre Gorostiza, al cual, de un tiempo para acá, ha dado en llamar así, bajo el argumento de que él es uno de los cuatro gatos que querrán leerlo cuando aparezca, sin jamás mencionar que también es «suyo» porque hace un par de semanas me anunció que quiere poner dinero para imprimirlo.

Octubre de 2017

Estampa peregrina la de David Huerta mientras se pasea por las calles de Guanajuato: viste un pantalón de mezclilla negra, una camisa a cuadros y un saco de pana con coderas de gamuza; trae amarrado al cuello un paliacate rojo y de su hombro derecho cuelga una bolsa de libros con el estampado de «City Lights Books»; anda sobre unos zapatotes negros bien boleados y de la bolsa derecha del pantalón asoma la cadena en que lleva atadas sus llaves y un fetiche tejido, quizá guatemalteco.

Pero el rasgo peregrino no reside en nada de eso, sino en la triada de pares de lentes (lo digo bien: una triada de pares) que se carga: un par «para ver de cerca» colgado del cuello con un cordón azul, danzando sobre su pecho; un par más de espejuelos oscuros para atajar la luz algo ofensiva que en octubre se eleva de las losas citadinas, fijado con un clip al panamá que lo protege del sol frío; y al fin un tercer par, «para ver de lejos», puesto donde se debe: apoyado el puente de unión sobre la nariz que sacó de Efraín y enganchadas las patas a sus largas orejas de óvalo trazado con limpieza.

Por la tarde, al participar en el patio de la Alhóndiga de Granaditas en una conversación pública sobre la Revolución rusa, este año centenaria, la presencia de la triada de pares de anteojos se hace más notoria, aunque por vía paradójica: justo en el momento de comenzar a leer una cita de El caso Tuláyev (Ediciones del Equilibrista, 1993), de Victor Serge, David hace a un lado en la mesa los lentes oscuros y los lentes para ver de lejos, y encima se quita los lentes para ver de cerca. Lee, pues, David, sin lentes, aunque trae tres pares, un pasaje de las páginas 114 y 115:

Rublev se sirvió un gran trago de vodka y se lo bebió de un tirón.

—Y tú, Dora, tú que vives conmigo desde hace dieciséis años, ¿tú crees, sí o no, que soy un opositor?

Dora prefirió no responder. Él se hablaba a sí mismo a veces, interrogándola a ella, con una suerte de aspereza.

—Dora, mañana me gustaría emborracharme, me parece que luego de eso verá más claro… Nuestro partido no puede tener oposición: es monolítico porque nosotros reconciliamos el pensamiento y la acción por una eficacia superior. Más bien que tener razón los unos contra los otros, preferimos equivocarnos unidos, porque así somos más poderosos para el proletariado. Ya ha sido un viejo error del individualismo burgués el de buscar la verdad para una conciencia, mi conciencia, la mía. yo. Al demonio el yo, me importa un bledo el yo, me importa un bledo la verdad, con tal de que el partido sea fuerte.

—¿Qué partido?

Las dos palabras pronunciadas por Dora con una voz baja y helada lo alcanzaron en el momento en que, dentro de él, un equilibrio interior recomenzaba su curso en sentido inverso.

—…Evidentemente, si el partido es traicionado, si ya no es el partido de la revolución, que estemos ahí es una ridiculez y una locura. Es todo lo contrario de lo que habría que hacer: en ese caso cada conciencia debe recobrarse para sí misma […] ¿Qué fue lo que dijiste?

No se estaba quieto en la vasta habitación. Su silueta angulosa se movía a través de ella oblicuamente. Parecía una gran ave de rapiña, desencarnada, encerrada en una jaula muy vasta, pero aun así demasiado pequeña. Esta imagen apareció ante los ojos de Dora, que respondió:

—No sé.

Aunque no se detenga a decirlo y reanude después de la lectura su exposición, la escena recién transcurrida está llena de significados personales, incluso íntimos, para él. La edición de El caso Tuláyev que trae en sus manos, primera realizada en español (la original en francés es de 1948) es una traducción de David y lleva un prólogo suyo elogiosísimo, en el que cataloga a la de Serge como «una novela clásica moderna» y como «una de las contribuciones más enérgicas y valerosas a la conciencia de nuestro tiempo» (poniéndola por encima de Darkness at Noon, de Arthur Koestler), al tiempo que ejecuta un subterráneo desnudamiento moral por persona y por novela interpuestas…

Mejor será ser claro, para luego entenderme. David puede leer el libro de Serge sin anteojos, pues al hacerlo se asoma por partida doble hacia sí mismo: porque lee las palabras suyas dadas a la traducción, cuyo ejercicio adquiere aquí la resonancia de la autobiografía; y porque el pasaje leído retrata con exactitud su propia experiencia de la duda y la decepción política.

Septiembre de 2019

Mientras cenamos en un restaurante de Guanajuato y nos hallamos entregados a la tarea deliciosa de señalar cuál de los versos de «Muerte sin fin» nos gusta más, aunque nos gusten todos, David recibe una llamada y la cara que pone luego de decir «Bueno» y quedarse unos segundos eternos en silencio me indica que alguien del otro lado de la línea le está transmitiendo unas pésimas noticias. «No me digas eso» y «¿Quién te avisó?» son las únicas frases que llega a intercalar durante tres largos minutos. «Ni hablar, manita; te quiero mucho», enuncia a manera de despedida. Cuelga y sigue sumido en un firme silencio, interrumpido apenas por un balbuceo al percatarse de que estoy ahí. Se anima entonces a mirarme y me dice: «Es Andrea. Acaba de morir Francisco Toledo». Reacciono sin hablar, nada más viéndolo a los ojos. Enseguida me dice algo así como esto: «Discúlpame, manito, y que nos disculpe don José Gorostiza… Estoy aturdido, literalmente boqueando con la noticia. Ahora sé de qué hablaba Vallejo cuando escribió sobre esos golpes durísimos de la vida. ¿Cómo este hombre se ha podido morir, desaparecer de un momento al otro, dejarnos esta laceración, esta pesadumbre? Creímos que era inmortal, lo digo en serio. Era, es, un chamán, un artista portentoso».

Septiembre de 2019, una semana después

Tremenda conmoción al leer hoy por la mañana el artículo de David de los jueves en El Universal, publicado con el título escueto «Francisco Toledo (1940-2019)». Una tras otra está escrito con las palabras que —en un orden ligeramente distinto y coloreadas por alguna anécdota— me dijo en la mesa del restaurante hace una semana, cuando estuvimos hablando del oaxaqueño las horas siguientes a enterarnos de su muerte. «También mi amigo es un chamán y, aunque por razones distintas, también le cuadra a la perfección lo otro: un artista portentoso», me digo al concluir la lectura del artículo.

Querétaro, diciembre de 2021

Redondo les salió a los amigos queretanos (Federico de la Vega y Diana Rodríguez, Jordi Boldó y Esmeralda Torres) el plan ranchero de armar una reunión de hacedores literarios y plásticos con el pretexto de «cerrar» el año de homenajes a Ramón López Velarde, en su centenario luctuoso.

Todo cupo en el fin de semana largo: la exposición «Alegorías a La suave Patria» con cuadros (los hay buenísimos) de Azucena Germán, Paulina Jaimes, la propia Esmeralda, Alberto Castro Leñero, Antonio Luquín, Gabriel Macotela y Gustavo Monroy; una muestra de primeras ediciones ramonianas tomadas de la Biblioteca Bernardina (así llamada pues la formó Bernardino Aguilar, padre del poeta Miguel de ese apellido); dos mesas de lectura de poemas (María Baranda, Kenia Cano, Ernesto Lumbreras, Chico Magaña, Jorge Esquinca, Chema Espinasa, Armando González Torres, Mario Heredia) y una de «crítica» con los miembros de la «Estación Fuensanta», un chat de WhatsApp en el que se cocinaron los dos mejores libros velardianos del año, y del que David es presidente honorario. Como Luis Vicente de Aguinaga no pudo llegar, nos sentamos a la mesa Fernando Fernández, David y yo.

Pasaron muchas cosas memorables en estos días, pero en sitio de honor pongo el recuerdo de la exposición de David, que en veinte minutos —como conversando, sin apenas apuntes— resumió su tesis sobre el significado, más que del verso, de la escena final de «La suave Patria», expuesta por lo largo en una conferencia poco divulgada de hace meses. Al escucharlo entonces por medio de una pantalla y al estar ahora sentado junto a él, reafirmo mi idea de que —al igual que poemas, novelas y cuadros— también hay ensayos perfectos y argumentaciones iluminadas. Con la suya, el final misterio de «la carreta alegórica de paja», del que muchos no parecen siquiera percatarse, queda a partir de ahora descifrado, atados en tejido perdurable cada uno de sus hilos de sentido, traídos por David de los ovillos de Petrarca, la pintura y la emblemática renacentista, el romancero y la estrofa décima octava del «Polifemo» gongorino.

Llegado el domingo, nos despedimos en la Plaza de Armas, él y Fernando al tomar rumbo a cdmx y yo a Guanajuato. Cuando calcula que voy llegando a mi casa (y acierta), me pone un mensaje con una frase que, ahora sé, también les dirigió a otros amigos y fue su lema sobre las jornadas en la ciudad que él llama siempre por su nombre completo (Santiago de Querétaro):

—Hermanito, ¡qué cuatro días, los mejores de mucho tiempo!

—De veras que sí, camarada. Y como tú aún no llegas a Dakota, pues que guíe tu regreso a casa la mano tornasolada de nuestro padre Góngora —le respondo, colando en mi mensaje una cita oculta con la que busco sorprenderlo.

Su reacción es inmediata:

—¿De quién es eso de la mano tornasolada de nuestro padre Góngora?

Cuando le cuento que me topé con la frase en una carta de Rafael López, me dirige una petición en la que vuelvo a reconocer la curiosidad infantil que nunca lo habrá de abandonar. Escribe:

—Te pido que me hagas el inmenso favor de mandarme la cita de Rafael López sobre Góngora, con toda clase de pormenores y datos. Dónde apareció, fechas, contextos… Ojalá te des un tiempito. Me gustaría leer el texto completo donde aparece. Podría utilizarla como epígrafe de una ponencia o guardarla; quiero tenerla conmigo.

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