Contra el amanecer

Héctor Hernández Montecinos

(Santiago de Chile, 1979). Autor de Los nombres propios (ril Editores, 2018).


Me interesó el planteamiento de Emanuele Coccia que leí en una entrevista hoy. Ciertamente todo lo que está vivo en el planeta desciende de una sola especie, de unos pocos corpúsculos que en cierto momento hicieron un pliegue y comenzaron a mutar. La vida a la vez lucha por ser la misma siempre, por conservarse, pero también por expandirse. Un imperio y el capitalismo actúan de la misma manera. Y aquí ya hay algo que nos inquieta. Una flor y una galaxia, un banco y el fascismo nacen, se desarrollan, se expresan, se expanden, se transforman y mutan, ya sea como una forma de muerte o de resurrección distinta. ¿Por qué? ¿Es la vida imperialista? Lo más probable es que sea neutra, ni buena ni mala: sólo quiere sobrevivir como sistema y replicarse, que es lo que hemos hecho todas las especies vivas a lo largo de millones de años. La historia de la humanidad y de los virus en estos términos es prácticamente la misma. La transformación es la forma de sobrevivir, por más que se quiera pensar la evolución como competencia de las especies, y no. No compiten, colaboran. El asunto es bien sencillo, se evoluciona o se desaparece. La vida no escatimará recursos en abrirse paso por su propia subsistencia. El virus va de cuerpo en cuerpo transformando el espacio donde decide habitar sin que perezca y que le sea útil hasta el último momento. Sí, tal como el capitalismo. La paradoja con el coronavirus es que muere con jabón y aún no hay una vacuna que lo mate. Ese límite de su sobrevivencia es lo que tiene en vilo al planeta. ¿Qué quiere de nosotros? Nada más que un poco de material genético. ¿Falló la ciencia? Es probable, pero más bien falló el espíritu que le dio a la ciencia todo el poder que hoy tiene desde fines del siglo xviii. Desde los estudios de los seres vivos se pasó a la biología, de las gramáticas generales se pasó a la filología y del estudio de las riquezas se pasó a la economía política, señala Foucault. Lo viviente está bajo revisión con el capitalismo como mentalidad que no es otra cosa que una economía de guerra. Lo vemos en las deudas millonarias que deben pagar quienes pueden salir con sus dos pies de los hospitales. La deuda como la cara del capital y el hambre como el sello. Por eso esa sola palabra proyectada en el corazón de la ciudad caló tanto: es la esencia del mercado. El que tiene hambre será siempre un consumidor, hambre de lo que sea, consumidor de lo que sea. El problema detrás de todo esto es el lugar que le hemos dado a lo humano, al hecho de medir todo con la medida de ese hombre universal e infinito como si su vida fuera también universal e infinita. La mirada antropocéntrica resume el mundo al lenguaje con que podemos enunciarlo y ése es el límite contra el cual quiere definir su sobrevivencia. La naturaleza y la vida no son entidades sublimes ni bienintencionadas, sino que es justamente una red de fuerzas en constante entropía. No hay equilibrio sino pura sobrevivencia. La muerte para los humanos es el fin de su lenguaje, de poder recordar e imaginar, y de allí que toda la literatura sea el intento de que esa voz perdure un poco más que el cuerpo que la encarnó. Toda la poesía es un eco. Todos los muertos resuenan allí. Todas las especies, las que recordamos y las que podemos imaginar. La gran crisis es que nunca nos pensamos como especie, y cuando aparece un problema a su continuidad justamente lo que nos une es lo que siempre nos separó: el miedo. Coccia en la entrevista lo dice mejor y expone sin eufemismos nuestro gran error de creer que somos un cuerpo, una unidad, un sujeto. Dice: «Todos somos cuerpos que transportan una increíble cantidad de bacterias, virus, hongos y no humanos. Cien mil millones de bacterias de quinientas a mil especies se instalan en nosotros. Esto es diez veces más que la cantidad de células que componen nuestro cuerpo. En resumen, no somos un solo ser vivo sino una población, una especie de zoológico itinerante, una casa de fieras. Aun más profundamente, múltiples no humanos, comenzando con virus, han ayudado a dar forma al organismo humano, su forma, su estructura». Vuelvo a la poesía. ¿Qué podemos escribir cuando somos millones de cuerpos, subcuerpos, infracuerpos? Nuestras vidas personales y como homínidos son sólo segundos del planeta. Si desaparecemos ya vimos que todo mejora, pero nuestra lucha será por no morir porque es lo que harían las estrellas de mar y los ríos. Sabemos que todo terminará concentrado en un solo punto al término del Universo. Que finalmente todo eso que fue el Big Bang terminará sobre sí otra vez. Los aviones y las migas de pan serán lo mismo en ese momento terminal. Ya no habrá palabras y ni siquiera átomos. Ése es ciertamente el objetivo de la vida, que todo muera, para luego volver a empezar. En un microscopio o un telescopio la imagen que vemos acá no sabemos si es un nuevo virus o una nueva galaxia. Y de verdad no importa mucho saberlo porque son y serán lo mismo.


Siempre hubo un algo en la ecología que no me sonaba bien. Creo que es ese tono paternalista en vías de «protección», «conservación», etc. De hecho, las especies del reino vegetal y animal existen millones y millones de años antes que los humanos. Más bien, nosotros llegamos al último a depredar el macroecosistema, Gaia, pues de algún modo no somos «naturales» aquí. Nuestra aparición es forzada en la lógica natural de la evolución. La Naturaleza no es nuestro patrimonio, no es nuestra, no nos pertenece. Nosotros más bien somos parte de ella, una especie que fue acogida en su seno, adoptada. Incluso es probable que seamos el patrimonio de las bacterias, que ellas nos hayan creado para reproducirse y transportarse en serie, como señalan algunas teorías. O seamos un suplemento del reino fungi (hongos), al cual tanto le debemos, o del reino mineral. El ser humano es una interrupción en la evolución del planeta, de allí que la ecología no puede adscribirse a su rescate, pues los procesos y flujos vitales son mayores que los alcances humanos. Lo que son los virus y bacterias al cuerpo humano, somos nosotros a la Tierra. Quizá sea necesaria tanta devastación, quizá le estemos haciendo el trabajo a otra especie de vida que desconocemos. De más está decir que muchos de los intereses de la ecología están al servicio de las grandes empresas que hoy son las contaminantes. Vemos que el cambio de combustibles fósiles a electricidad, agua o luz está en manos de las mismas compañías. Lo mismo que los dispositivos que consumen menos luz o la comida light. El hecho de que McDonald’s venda ensaladas nos muestra el interés económico del «negocio verde». La ecología es rara, gris, tiene un algo que no termina de convencerme. Y más ahora pensando en que quizá el gran invento humano haya sido el «efecto invernadero», digo el mayor logro como especie, nuestro éxito como civilización. Pues si llegara a haber un colapso en la Tierra tendríamos que ir y huir a Marte que está congelado, pero con el efecto invernadero de manera controlada ya podríamos calentar un planeta en menos de cincuenta años y sería nuestra salvación. La ecología aún es moral, ve lo bueno y lo malo en una perspectiva muy a corto plazo.


Mi amigo Nicolás López-Pérez en su blog tradujo «El hábitat del lenguaje: un manifiesto ecopoético», de James Engelhardt, y me interesó leerlo. Llevo casi dos décadas, desde que conocí a Guattari en la universidad, pensando en la ecología, la ecosofía: imaginando una ecopolítica. No obstante, el texto mismo me provoca varias distancias. De partida hay una suerte de enredo entre sus nociones de naturaleza y cultura. Ese empate moral de que una es buena y otra es mala es justamente la mirada del siglo xix que funda las ciencias humanas teniendo como lo bueno lo bueno para el hombre. Ése es el contexto de todo lo que nos rodea como cultura escrita. Además hay una apología de la noción de «familia» que se corresponde con eso mismo sobre lo bueno, lo benéfico, lo beneficioso. Ese paso del consumo de una moral a una economía de producción es justamente uno de los puntos que incomodan. Lo utilitario de la naturaleza, de lo vivo sólo mediable a través de una lógica que el texto exige sin plantearlo de ese modo. La relación vida-lenguaje-trabajo es lo que cuestiona Foucault en Las palabras y las cosas, es decir, cómo el saber científico disciplinó esos conocimientos previos sobre lo existente, lo enunciable y lo vivible, respectivamente. Mi reparo general con el concepto de ecocrítica o ecopoesía pasa por ahí. No deja de ser una disciplina que se mide desde el lugar de lo humano, del hombre, que es lo que uno ve cuando el autor les llama «primos» a los animales, hermanos lejanos. No se deja de mirar desde afuera, desde otro lugar, desde donde justamente su capacidad de enunciar lo separa del resto de las formas-de-vida. Ése es el límite, creo yo, en que estos conceptos aplicados me hacen ruido, en esa fijación occidental con la escritura, en lo que debe ser el ecopoema. Lo eco es mucho más que lenguaje. De hecho, lo más interesante e importante de la relación con la naturaleza es, en efecto, lo que no es lenguaje. Hay una larguísima tradición de milenios de experiencias no escritas. En ese lugar previo al logocentrismo es que hay una potencia de imaginación interesante que un saber disciplinado por el logos no podrá entender o no querrá. El límite de nuestro mundo son las palabras. Ése pareciera ser el borde infranqueable del que no queremos salir, y creo que las experiencias eco son, en efecto, ese volver a habitarse en nuevos lenguajes que no son necesariamente escritura, un retorno de la oralidad que nunca se fue. Entiendo habitar como la no contradicción entre pensar y sentir. Uno habita una casa como habita en el lenguaje que es pensando y como habita en el Cosmos que es sintiéndose parte de él. En su sentido de oiko, que es la unidad de medida que podemos justamente habitar: habitarse y sentirse/pensarse habitado como proceso de vida entre todas las demás. Quiero insistir con la figura de la casa como lo he hecho en mis libros, que son también una forma de casa, como la unidad de medida en que es posible el cuerpo y el cielo. Y de eso se trata todo esto. El mundo oriental lo tiene más que claro. Separar es el modo como Occidente entendió el conocimiento y vemos que es el origen y la lógica de toda violencia. Los griegos tenían el pensar como parte de un concepto mayor que era el preocuparse, cuidar, atender. Es lo que dice Pierre Hadot y luego lo repite el Foucault de las hermenéuticas del sujeto. No era conócete a ti mismo sino ocúpate de ti, de tu entorno y del mundo. Dicho en palabras desde la poesía, sería un «habítate» en los poemas y vive en ellos como ellos viven en ti. Esta mirada se fue perdiendo y nos quedamos con un logos criminal porque era más fácil culparlo a él que aceptar que el mal también puede acceder a la verdad. Lo eco recupera ese pensar no escindido porque es pensarse dentro de algo que sentimos. E, insisto, habitar es el verbo que da para ejercer una relación con los espacios, los lenguajes y el propio cuerpo como si fuera el de los demás. Desde Heidegger y antes incluso que la idea de habitar, funciona como metáfora para el ser. No obstante, creo que en ese límite de ininteligibilidad es que por fin suspendemos un rato el antropocentrismo de configurar lo que nos rodea a la medida del discurso humano. El lenguaje es una tecnología y la ecocrítica pareciera haber descubierto un yacimiento de silencio al que habría que darle forma. De hecho, la idea de lo animal ya es cuestionable si pensamos en «lo viviente» como ese algo donde somos todas las formas-de-vida. No el bíos, que es humanizado, racional y enunciable, sino el zoe, que tenemos tan abandonado. Por eso me ponen nervioso estos conceptos de ecopoesía o ecocrítica. Me da la impresión de que quieren hacer del mundo un lugar enunciable y siento que la experiencia de la poesía es todo lo contrario. Hay que imaginar todo de nuevo. Estamos en el momento oportuno

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