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En la puerta de una casa de barrio había reunidas ocho o nueve personas. Eran las cuatro de la tarde de un típico domingo de otoño. La escena de vecinos vestidos de entre casa, en ojotas, dirimiendo qué hacer, me hizo gracia: pensé que eran personas solas, faltas de entretenimiento, que habían encontrado la excusa para organizar una reunión espontánea de consorcio. No estaban reunidas para denunciar a algún vecino que sacaba la basura temprano, ni a alguien que había podado un árbol en la temporada equivocada, ni para fomentar el altruismo. El único joven del grupo parecía envejecido por la caspa, por la postura encorvada y un saco a cuadros. Llevaba una cámara digital al cuello y se obstinaba en mostrarles las evidencias a dos policías apáticos. Una de las vecinas afirmaba que había pruebas fundadas: en el primer piso había un criadero de perros y los mataban. Otra proponía organizar escraches y empapelar las paredes del barrio con una denuncia si la policía no les daba bola.
El testimonio de la vecina me resultó absurdo. A los policías, al parecer, también. Me tomé la libertad de intervenir. Nadie iba a criar perros para matarlos. La mayoría los cría para venderlos. Algunos para presentarlos a competencias o a exposiciones. Hasta donde indicaría la lógica, si un sádico precisa matar perros, no se va a tomar el trabajo de criarlos; más efectivo en ese caso es adoptarlos o comprarlos.
Preferí no opinar y observé cómo los demás vecinos asentían de manera automática. Al observar mis reservas, alguien se apartó del grupo y como si intentara convencerme de algo me dijo que todo había ocurrido al mediodía: durante veinte minutos, aullidos desgarradores que venían de la terraza de esa casa de dos plantas. «Como los de un perro cuando lo atropellan». Largos aullidos que habían alertado a la gente de la cuadra sobre lo que ocurría. El fotógrafo se sumó en ese momento y, haciendo zoom, en la pantalla de su cámara mostró fotos que documentaban los charcos de sangre en la terraza y una serie de jaulas, en una especie de quincho, con pitbulls de caras aterradas y tristes. Luego una empleada limpiando en la terraza un charco de sangre. En esas fotos, sin embargo, no podía apreciarse la cantidad de perros que había en el criadero, ni la escena sanguinaria que en el fondo había convocado a todos esos vecinos.
Me pregunté si el aullido podía haber venido de otro lugar, o si ocho o nueve mentes sugestionadas podían a la vez alucinar un sonido común. Una tercera persona se incorporó y me aseguró, como si yo fuera la autoridad y no los policías, que antes de los aullidos había visto a dos hombres de pelo blanco y a tres patovicas tatuados, hablando de dinero en la terraza. Después de los aullidos, había visto salir a los cinco presentes en la terraza y subir a un auto de alta gama negro con una jaula. No podía decir qué había ocurrido entre los dos momentos, porque se había estado bañando, pero con lo poco que había visto podía defender una hipótesis que los vecinos, partidarios de la idea de que mataban perros en el criadero, no habían barajado: en esa terraza se había apostado y un pitbull había rematado a otro. La cuestión ahora era encontrar las pruebas. El cadáver del perdedor. Por alguna razón, estaba seguro de que el vencedor estaba en la jaula y el cadáver del derrotado en algún lugar de esa casa.
La vehemencia de ese hombre me saturó. Por más verosímil que me resultara su hipótesis, el énfasis y la mirada insistente que me dirigía al hablar, como si no fuera a soltarme nunca, me expulsaban. Algo de su aliento pastoso y de sus labios secos, además, transmitía la huella de una enfermedad avanzada y cuidadosamente encubierta. Pensé que a fin de cuentas yo no tenía nada que hacer ahí y me fui.
Durante los siguientes días no hubo vecinos reunidos, ni paredes empapeladas para escrachar a la gente del criadero. Crucé al hombre de aliento pastoso cuando volvía del almacén y no pareció reconocerme. Me pregunté cómo todos, después del escándalo que habían armado frente a esa casa, habían olvidado el asunto, y eso de algún modo me aterró. Ahora el único testigo de lo que había ocurrido aquella tarde era yo. Sin haber escuchado el aullido, era portador y heredero de un hecho sobrenatural que podía pasar a la historia, o a la historia del olvido, bajo la categoría de suceso inexplicable y vacío. Quizás por la sensación de que sin quererlo me había quedado con un secreto, al día siguiente no pude resistir la curiosidad. No es que me propusiera vigilar o investigar el caso. Simplemente, camino al almacén, pasé frente al lugar de los hechos, y en el mismo instante en que dirigí la mirada hacia la casa, con los ojos impertérritos de quien trata de recuperar un lugar en el que vivió algo bello mucho tiempo atrás, una mujer abrió la puerta y en un segundo le entregó a un hombre que llegaba un pitbull atado a una soga. La puerta se cerró y el hombre, observando una y otra vez a los costados, empezó a arrastrar a duras penas a una bestia que, se me hizo evidente, nunca había pisado la calle. Las características del hombre se correspondían, a grandes rasgos, con la descripción que había esbozado el hombre de los labios secos. Tatuajes en los brazos, una musculatura de gimnasio que lo hacía parecer más bajo de lo que realmente era. Avanzó con una urgencia inversamente proporcional a la del perro, que cada dos metros paraba y levantaba una pata para marcar territorio con pis. Cada tanto lo tomaba de las axilas y lo cargaba unos metros, hasta que la bestia se ponía en marcha de nuevo. Parecía tan abochornado por su inexperiencia y por lo que podía representar para los transeúntes un animal de esa musculatura atado apenas por una soga, que había dejado de mirar a los costados. Sólo le preocupaba avanzar. Cursaba una carrera imposible contra el instinto de una bestia. Para cruzar las calles, tomaba al animal por debajo de las axilas y avanzaba inclinado, como si sostuviera un niño y tratara de enseñarle a caminar. Se me ocurrió que tal vez ésa fuera la única manera de alzar a un pitbull de pelea sin perder el dominio.
Observé la sorpresa de los caminantes. Algunos se detenían y se daban vuelta, como si necesitaran corroborar lo que acababan de ver. Tal vez alguno llegara a la conclusión de que lo llamativo de la escena no era tanto el animal, sino la ausencia de amo, o algo que excepcionalmente se percibe entre un hombre y una mascota que van juntos por la calle: la falta de propiedad. Sin embargo esa falta de propiedad y la inexperiencia que el hombre exudaba, en realidad se desprendían de un hecho más sutil, implícito en la manera de desplazarse: trasladaba al perro como si lo hubiera robado.
La disimulada persecución se prolongó varias cuadras, sólo una vez los tuve a menos de un metro y la bestia, en ese momento, me clavó los ojos con perseverancia humana. Se fueron alejando más. Temí que, pese a las dificultades del hombre, caminaran varias cuadras. Estaba por interrumpir esa inocente persecución, cuando el hombre se escurrió por una puerta. Alguien lo esperaba adentro. Esa sincronización me resultó sospechosa, y volviéndome cómplice de la histeria vecinal, me dije que sucedía algo raro, o mejor dicho, algo más raro que una riña de perros en un criadero.
Identifiqué la puerta de la casa y esperé un rato. Tenía ladrillos a la vista, un garaje con vidrios esmerilados y rejas, y a un lado una puerta del mismo estilo que daba a un pasillo descubierto. Al pasillo daban varias puertas de departamentos; al fondo, había una escalera. Ni rastros de mis perseguidos. La maniobra, salvando la impericia del hombre para trasladar al animal, había resultado perfecta. Junto a esta casa había una gomería. Le pregunté a un peón que descansaba contra una pared si conocía a la persona que acababa de entrar con un perro. Me miró fijo unos segundos, se llevó a la boca un cigarrillo que sostenía entre los dedos, aspiró y me contestó que no sabía de qué hablaba. Miré a un costado. A unos metros había un quiosco abierto. Le repetí la pregunta al empleado de turno y la respuesta fue más o menos la misma.
Emprendí la vuelta desconcertado, por el mismo camino de ida, como si buscara un rastro. Pasé frente al criadero y observé que un auto que coincidía con la descripción que había dado el fotógrafo el día anterior trataba de estacionarse en un espacio aproximado de tres metros. Después de dos intentos, numerosas maniobras y algunos topetazos con el coche de atrás, el conductor logró estacionarse cerca del cordón. Me pareció evidente que el hombre manejaba ese auto por primera vez o estaba borracho. El conductor salió del auto. Por el traje, la corbata y el modo gris de caminar, podía decirse que era un chofer. Empezó a lustrar el techo de un modo sospechoso: pasaba la franela rápido, en un mismo sector. Como si hiciera tiempo. Me resguardé detrás de un árbol y esperé a que la relación de ese chofer con el criadero se manifestara. Estaba por rendirme a la evidencia de que se trataba de una casualidad, cuando una moto subió a la vereda y se detuvo en la puerta del criadero. El chofer dejó la franela. El motociclista extrajo un paquete de un bolso. En ese mismo momento se entreabrió la puerta del criadero y asomó un brazo femenino que recibió el paquete. El motociclista arrancó, el chofer subió al auto y salió detrás. Memoricé la patente mientras observaba la escena y me preguntaba cuánto tardaría otro auto en ocupar ese espacio vacante.
En los siguientes diez minutos no ocurrió nada, de modo que decidí retirarme con el número de la patente en la cabeza. Tuve la premonición de que todo lo que podía desarrollarse ese día frente al criadero ya había sucedido. Quedarme habría sido una pérdida de tiempo.
Una vez en casa, subí a mi oficina y entré a la página web del registro nacional automotor e introduje la patente. El auto estaba radicado en Capital Federal y figuraba a nombre de un tal Osvaldo Salaberry. Osvaldo Salaberry, en Google, me apareció como representante de eventos deportivos y boxeadores menores. En un breve artículo de un diario, La Nueva Provincia, se refería la asunción del Intendente de Tres Arroyos y entre las personalidades de la zona que habían asistido estaba Salaberry. Busqué en imágenes y sólo en una foto pequeña y en baja resolución identifiqué al hombre que en mi cabeza se correspondía con la imagen de un representante de boxeadores de segunda línea. Pómulos anchos, pelo canoso, mirada torva, barriga prominente debajo de una camisa de manga corta. La vinculación con el criadero de pitbulls me pareció factible. Entré a la página de la Municipalidad de Tres Arroyos, buscando algún tipo de nexo político o cargo público que le permitiera a Salaberry acceder a un auto de alta gama con chofer. Pero no encontré rastros. Consideré la hipótesis de que se dedicara al tráfico de drogas o fuera testaferro de algún diputado provincial, pero ni siquiera en internet, donde las difamaciones están a la orden del día, encontré datos relacionados.
Apagué la computadora, sin un hilo del cuál tirar. Me dije que en verdad no tenía razones reales, ni un interés personal que motivara tanta obsesión por resolver esa trama misteriosa que rodeaba al criadero de pitbulls. Quizás no hubiera detrás del chofer, del mensajero y del paseador, más que una confluencia casual de tres hechos distintos. Esa casualidad podía darse una vez en cien, cuando una mirada indiscreta asocia y ve efectos donde hay simplemente causas. Supuse que habría sido más lógico emprender este tipo de asociaciones con la historia de mi hermana Irene y no con algo tan ajeno y caprichoso. Experimenté un poco de culpa. Nunca le había prestado atención a mi hermana mayor. Era inexplicable que hubiera dejado en la nada eso que me había referido para explicar por qué había vivido tantos años aterrorizada. Había atribuido toda su fragilidad a un accidente —haber estado en el momento y en el lugar equivocados— del cual la familia no quiso hablar. O mejor dicho, nunca le había prestado atención a la versión de ese hecho que con los años fue encarnándose en secuencias de dolor y de aislamiento. Irene nunca se casó, ni siquiera sé si tuvo un novio. Vivió con mis padres hasta que éstos se separaron. Luego se quedó en casa con mi madre Carmen y murió a su lado, a los cuarenta años, arrasada por un cáncer de páncreas que en mi memoria tiene la forma de un suicidio.
De pronto «ese hecho» se plantó con toda su gravedad. Era la piedra angular de una vida a la que no le había dado crédito. No quiero decir que en su momento yo hubiera pensado que Irene mentía, pero los recuerdos mutan y toman formas adversas, dominan al individuo cuando en cierto momento de la vida llega la hora de saldar cuentas con el pasado. Ni mi padre ni mi madre, cuando indagué sobre lo sucedido, dijeron recordar algo. Por eso, creo, nunca más pregunté: si ellos no recordaban, el hecho debía haber sido insignificante.