Poemas / Óscar Cruz

La Maestranza

como su nombre lo indica, Dayana
es una puta; pero no una puta cualquiera.
domina como nadie el saxo y cuida
con esmero de las niñas.
en las tardes de barrio la escuchaba soplar
para los hombres que costeaban sus encantos.

una noche, cerca de mi casa, y plena
del alcohol que bebía los domingos,
Dayana me llamó: «oye, muchacho,
tienes la sonrisa y el descaro de tu padre.
tienes el horror de ese gran hijo de puta».
no le respondí.

rato después caímos en la cama.
sentada ante mis ojos, ponía las piernas en V
y frotaba con clase la ranura.
su sexo velludo se abría para mí como una iglesia
que empezaba a ser mi fundamento y mi envoltura:
«tuyo es el reino, decía, préndelo».
a pesar de sus cincuenta, Dayana retenía
grandes restos de belleza, conservaba
entre las piernas el encanto de las ruinas.
sus tetas y sus nalgas eran duras
como duras son las nalgas y las tetas
de muñecas.

penetré en un Buque Escuela
que había licenciado a muchos hombres.
una Armada que años atrás
hacía las delicias de mi padre. «pónmela
en el troli, decía, pónmela rápido, maldito».
mi cara de primera comunión la desataba.
la hacía detonar en ese cuarto, más
ruidoso y frecuentado que una sucia
terminal terrestre de provincia.

comencé a vivir de sus lecciones.
me enseñó ese sol del mundo inmoral,
un sol oscuro y destrozado.
en sus nalgas yo aprendí el camino recto.
me compraba ropas y zapatos
y me hablaba como a un jefe.
las niñas me decían tío y yo era un no sé qué
de quince años, que apenas sabía masturbarse.
su tío, el iniciado, las cuidaba
para que la madre fuera olorosa
hacia el trabajo.

pronto me cansé de todo eso.
«el cuerpo de una puta está bien para una noche,
y si sale ok, también para la otra,
pero no la acostumbres. vete lejos»,
dijo mi padre.

han pasado muchos años. nada queda
de sus días. apenas una mueca cada vez
que la saludo: «buenas noches, belleza»,
y me pasa para el cuarto
la más joven de las hijas.

 

Jabones

dice la vecina de enfrente
que yo soy un comemierda, que pierdo
mi tiempo encerrado leyendo libritos
y haciendo poemas.
quizás en el fondo tenga razón.
ella mide mi valor por el trabajo que realiza
su marido, un grande y conocido jabonero,
que pasa las horas doblado
frente a grandes bullones con aceite.
su rey, el potentado, trueca los jabones
en billetes que pone ciento a ciento a su merced.
le engancha dientes y zapatos y la hace creer
que resplandece.

ella sabe cuánto vale en su país un jabonero.
ella sabe cuánto vale en su país un comemierda.
hijos bobos de Catana, cumple cada uno
su función.

creo que no es mala la vecina de enfrente.
a veces me ha pasado hasta su cuarto
y tumbados sobre la cama, hacemos
y deshacemos el amor. luego nos bañamos.
su rostro es suave y tranquilo.
ella me lava primero.
desliza muy despacio el jabón bajo los huevos,
los levanta, los aprieta, sonríe.
después toca su turno. primero el pussy,
luego detrás, vuelve y sonríe
mientras paso la pastilla entre sus nalgas.
vuelvo a enjabonarle los rizos, las tetas,
el cuello, la línea de la espalda y pienso
en la función de los jabones mientras
la penetro y ella empieza a comparar
con Dios a su vecino.
ella empieza a balbucearle cosas que no
alcanza a comprender, cosas vinculadas
al sostén de las parejas, a la corta duración
de los días y las noches.
entonces le dejo en la boca, en el pussy,
también en el cerebro, sabor a mí.

 

rato después estoy en mi casa, sentado
frente a la mesa, tratando de escribir algún
poema que tenga la forma del mundo,
una forma reducida y descompuesta.
los jabones vienen y van. yo sigo realizando
mi trabajo. dice la vecina de enfrente que yo
soy un comemierda. quizás en el fondo
tenga la razón. hace más de cuatro meses
no me baño con ella.

Comparte este texto: