A la fecha todavía me preguntan a veces por mi amigo Andreas. Cada vez tengo que responder entonces que Andreas ya no vive. Conozco el efecto de esta frase, sin embargo no sé cómo pronunciarla de manera mesurada, para que no suene patético, pero tampoco incidental. Y siempre se quedan paralizados por un instante, como si en efecto algo les hubiera golpeado la cabeza, a pesar de que casi siempre transcurrieron veinte años o más desde el último encuentro que tuvieron con él, en aquel entonces, en Jena, en la Universidad.
Andreas y yo formábamos parte de los cinco elegidos que cada dos años se inscriben en latín y griego antiguo. Lo puedo ver todavía en la fiesta de apertura del año escolar, en septiembre de 1983. Llevaba traje negro, camisa blanca y unos buenos zapatos anticuados que había heredado. Todos los demás estábamos enfundados en «camisas azules», que en la manga izquierda llevaban bordado el emblema de la «Juventud Alemana Libre». Pero también sin el traje hubiera llamado la atención, con su cara larga y los cabellos rubios. Cuando después del ritual oficial de bienvenida nos sentamos en un prado, él usó sus cuadernos como asiento.
Andreas estudiaba porque no quería ganarse la vida siendo obrero, porque le gustaba leer cuentos y novelas, y porque en la rda existían pocas cosas tan exóticas como nuestra carrera. Por eso mismo Andreas nunca hubiera solicitado un permiso para viajar. En Occidente había estudiantes como nosotros por centenares, si no es que por miles. Él prefería divertirse haciendo bromas sobre la rda, a contradecirse públicamente.
Andreas se había marchado de su hogar muy joven, había terminado la capacitación en un oficio, había probado distintos trabajos, y mientras tanto llegó a estar tan quebrado que robaba pan de la cafetería de la Universidad. Se casó muy joven, era padre de un niño y vivía con su pequeña familia en Weimar.
La época más oscura de su vida fueron los dieciocho meses de servicio militar básico en el nva 1. Nunca habló de ello; por así decir, evitaba que la palabra ejército siquiera tocara sus labios. Durante las cinco semanas de acuartelamiento, al que todos estábamos obligados a acudir en el segundo año de estudios, Andreas se movía como si estuviera en trance. Cuando hablé con él —nos habían metido en compañías distintas—, le costó trabajo reconocerme —tan profundamente se había refugiado en su interior.
A pesar de que teníamos diferentes círculos de amigos, cuyos caminos sólo se cruzaban en la cafetería o el cineclub de la Universidad, a él y a mí nos unía un sentimiento de familia. A menudo pasaba la noche en mi casa, juntos viajamos para el trabajo estudiantil a Minsk, pasando el año nuevo en Praga, y a principios del verano a Hungría.
Nada le venía mejor a Andreas que salir de noche. Su vida verdadera comenzaba cada vez que entraba a un club de estudiantes. Todos le conocían. Para él era como un castigo, incluso casi como un tormento, cuando por la noche todavía nos quedaba algo por traducir o por escribir para el día siguiente, y él no podía salir. Ni siquiera la falta de dinero lo detenía. Sus deudas eran legendarias, a pesar de que lo invitaban mucho, y no nada más mujeres. A menudo trabajaba por la noche en el correo o en la estación de tren, cargando paquetes de camiones postales a vagones, o viceversa.
Su héroe era David Bowie, y algunas mujeres consideraban que se le parecía, «por su tipo». Si una mujer era bella, joven y delgada, y no estaba del todo mal de la cabeza, Andreas se inflamaba de amor por ella. Y después de poco o mucho, sus pretensiones eran atendidas. Por lo mismo se la pasaba siempre huyendo de algún gran amor que justo acababa de expirar, a la puerta de cuya casa él había pasado la noche apenas dos semanas antes para ganarse la entrada por persistencia.
Durante algunas semanas, debe de haber sido a mediados de nuestros estudios, yo también admiré a Andreas. Me había dado a leer una de sus cartas de amor. En una hoja arrancada había garabateada una historia. Algo tan poético a mí nunca me había salido. La historia era más o menos la siguiente: nuestro amado Dios está enojado con sus manos porque dejaron caer los seres de arcilla que había modelado, y ahora ya no sabe cuál es el aspecto de los humanos. «Por lo tanto es absolutamente indispensable que Dios sepa cómo es en realidad el ser humano».
Le pregunté a Andreas si tenía otros relatos similares. En las siguientes semanas me dio a leer más; no tenían copia al carbón, y quedaban exclusivamente al cuidado de la receptora. Por el desapego con el que obsequiaba sus historias lo admiré aún más que por su genio narrativo. Alguna vez, sin embargo, se puso a fantasear en voz alta acerca de las historias de Rilke del amado Dios, y entonces caí en cuenta de algo. Las discrepancias se reducían a algunos nombres y detalles.
Entre nosotros hubo solamente una única confrontación seria: ambos queríamos entrar al teatro como dramaturgos. Mientras que yo había escrito a todos los foros que existían en la rda, Andreas se dirigió exclusivamente a los teatros de Berlín y sus alrededores. Se enfadó porque le hacía yo competencia en Berlín, siendo que él me estaba cediendo todo el resto del país. Yo tomé su tono de voz cortante por ironía —pero para él era algo amargamente serio. Él no podía imaginarse su vida en ninguna otra ciudad que no fuera Berlín. Para él Berlín era un singular e interminable club de estudiantes. Y al final fue aceptado en un foro —no muy lejos de Berlín.
Un año después, en agosto de 1989, recibí una tarjeta postal de Andreas. Se alegraba sobre todo, según escribió, de que el Muro estuviera a punto de caer, y de que pronto podría tomarse sus cervezas también en Berlín Occidental. No era sólo un mal chiste. A las pocas semanas miraba yo fijamente la televisión: Berlín celebraba encima del Muro, y yo esperaba ver a Andreas en cualquier instante, protestando contra mí y contra el universo.
Luego pasaron casi cuatro años sin que supiéramos el uno del otro
—lo que no era fuera de lo común en esa época. En el verano de 1993, yo estaba buscando casa en Berlín, vi de pronto a Andreas en la Alexanderplatz. Hablaba con un mendigo que estaba sentado sobre un grueso trozo de cartón a la entrada de la estación del metro. Mi intento de abrazarlo no pareció del agrado de mi viejo amigo. Tenía buen aspecto, sólo que su rostro se veía un poco gris —había pasado en vela la noche anterior. Andreas me dijo que acababa de llegar de Moscú y que en pocas horas volaba a Barcelona para ver a una compañía de teatro a la que tal vez invitaría a Berlín. Me dio su dirección y su teléfono. Después de llamarle infructuosamente durante semanas, conduje hasta su domicilio
y le dejé un recado en el bloc que para ello había en la puerta de su casa. Medio año después, a principios del verano de 1994, me llamó y me preguntó que cuándo nos podríamos ver por fin, ¿por ejemplo ese mediodía?, él se trasladaría con gusto.
Yo vivía en un ático. Él subió jadeando las escaleras —frente a mí tenía yo a un extraño. Su rostro estaba ensombrecido, tenía el cabello oscuro, los ojos brillosos, excoriaciones en el mentón y en las manos. Cuando tropezó conmigo al entrar por el umbral, pude oler su tufo de alcohol. Se reclinó en la pared y siguió bufando en pos de aire. Su camiseta blanca le colgaba fuera del pantalón. En la cocina caminó en círculos y luego se tumbó extenuado en una silla. Me obligué a no quedármele viendo fijamente todo el tiempo.
Andreas temblaba al servirse en un vaso vino blanco y agua mineral. Su estómago estaba destrozado, manifestó por fin, cáncer, no había nada que hacer.
Andreas quería viajar a Israel, quería ver el desierto y trabajar los últimos meses de su vida en un kibutz. Me preguntó si lo podía llevar al aeropuerto la siguiente semana. Estaba llorando, y me suplicó que le permitiera pasar la noche conmigo. Poco antes de la media noche lo desperté, había vomitado. Llamé a un taxi y senté a Andreas dentro. Me avergoncé de haberlo hecho, pero no quería que él pernoctara en mi casa.
A partir de ahí nos vimos regularmente —una o dos veces al mes. Nos encontrábamos para comer, o en su casa, o hacíamos pequeñas excursiones. Él hallaba pretextos para visitarme —tenía que lavar ropa y no le quedaba dinero para la lavandería, o de pronto estaba ante mi puerta porque había perdido las llaves de su casa.
«Berlín es asquerosamente frío», decía Andreas, «asquerosamente frío». Muchas veces se echaba en mi cama sin preguntar. Se había divorciado. Su esposa y su hijo eran las únicas personas de las cuales se expresaba amorosamente. Él estaba orgulloso de ellos, porque «la habían hecho».
Su departamento de patio trasero en un bloque de edificios no lejos de la Kollwitz-Platz se reconocía desde abajo por el cartón que tapaba un vidrio roto en la ventana del baño. En vez de un tapete para pies había igualmente un trozo de cartón a su puerta. En su vivienda se amontonaban las cajas de cartón en las que traía sus compras.
Andreas solamente se encontraba conmigo si yo estaba solo o si llegaba yo solo. Aunque se alegraba de cada invitación que le hacían, al final nunca acudía, y luego argumentaba que sí efectivamente había estado tocando el timbre —«¡Pero tú nunca me abriste!»
En casa de amigos se robó una botella de whisky y luego volvió el estómago. Tenía hambre y lo invité a comer en un restaurante. Pero cuando llegó la comida, él tomó su porción y trató de obsequiarla a las mesas de al lado, porque justo no podía comer nada.
Empecé a temer cada vez más y más nuestros encuentros. Andreas siempre contaba lo mismo, que el Doctor Faustus era su libro preferido, y que además le fascinaban Klaus Mann, Oscar Wilde y Erich Kästner. Y por las tardes nunca se perdía Bonanza, a pesar de que sus capítulos se repetían por enésima vez. Él trataba de dramatizar relatos, manejaba una bicicleta robada y escuchaba cd prestados. Echaba pestes de las mujeres, de gente que conocía de los bares por las calles Knaack y Sredzki, y de la oficina de empleo. En una fonda le ofrecieron diez mil marcos por casarse con una turca —respondió que lo pensaría.
Ni por él ni por otras personas conseguí enterarme de si primero perdió el empleo y luego comenzó a beber, o si fue al revés. Siempre tuvo mujeres que se preocuparon por él, a las que pronto engañaba o bien huía de ellas. Se quejaba de sentirse solo. Su casa se fue convirtiendo paulatinamente en una pocilga. De pronto había trozos de cartón por toda la alfombra para cubrir rastros de quemaduras y manchas de todo tipo.
En varias ocasiones Andreas comenzó una terapia de desintoxicación —pero después de un par de días salía huyendo, a veces vestido solamente con el camisón de interno.
«Dame una razón», me cuestionaba, «por la cual yo debiera dejar de beber. ¿Crees tú de verdad que habrá alguien todavía que me contrate? Ni siquiera como trabajador en una construcción tienen empleo para alguien como yo… Cuando me corran de mi casa, le pondré fin a esto. “I’m a loser, baby, why don’t you kill me?”. Soy un perdedor, ¿entendido?».
«¡Estás enfermo!», le grité, «¡no eres ningún perdedor!».
Al siguiente momento contrapuso que bebía.
No servía de nada decirle que no debía tener miedo, que podía solicitar una ayuda para pagar el alquiler, que aún gozaba de un seguro, que ni su divorciada esposa ni su mamá habrían de permitir que muriera de hambre. A veces recurría a una especie de sarcasmo triste que le permitía olvidar su enfermedad.
Para su cumpleaños salimos a comer y brindamos con agua de soda. Luego oímos en su casa cd de Callas, hasta que un viejo amigo de un grupo de camaradas tocó a la puerta y apareció con una botella de vermut. Yo traté de quitarle a Andreas la botella, pero él la sostuvo con las dos manos. Yo cedí, él la abrió y bebió. Yo estaba sentado en la única silla que quedaba en su casa, y ellos dos como ajedrecistas en flor de loto sobre unos cartones. Diez minutos después, Andreas no podía ya hablar coherentemente, ni tampoco levantarse. A la mañana siguiente tuvo que ir al hospital.
En las semanas que siguieron, Andreas hablaba de lo bien que se sentía sin alcohol, y de lo mucho que disfrutaba de que la gente ya no lo mirara con desprecio.
La última vez que nos vimos fue en junio de 1996, un día antes de que me marchara yo de Berlín por medio año. Yo le había propuesto a Andreas que buscara para mí algún material en la biblioteca, a cambio de una paga. Teníamos pensado hablar acerca de su obra. Sin embargo a él le costaba trabajo mantenerse en la silla. A los cinco minutos dijo que sentía que me estaba estorbando con lo que yo tenía que empacar, y se levantó. Ni siquiera mi propuesta de que mejor se echara a descansar en mi casa lo detuvo.
El edificio en el que vivía estaba siendo rehabilitado. Él se cayó a través de un agujero en el piso de su baño al departamento desocupado del piso inferior; tuvo lesiones graves y quedó ahí tendido. Entre el 13 y el 15 de diciembre de 1996, Andreas murió congelado.
He intentado distintas formas de escribir sobre Andreas. Algunas figuras de mis libros se le parecen vagamente. Pero escribir un cuento sobre Andreas es algo que no he conseguido. Sólo sé que en él Berlín tendría que tener un papel importante, Berlín y Jena, y que los lectores deberían sentir afecto hacia el protagonista. Pero el relato también debería hablar sobre mí, sobre mí y sobre otros, y debería hablar de muchas cosas, sobre todo de esos malditos cartones. Sólo el amado Dios seguro que no aparecería.
1. Ejército Nacional Popular, fuerzas armadas de la rda (N.del T.).