(Emmen, Países Bajos, 1964). Éste es un adelanto de su nuevo libro «Cómo el Principito cayó del cielo otra vez — en Róterdam» (Abada, 2023).
Tardé un tiempo en comprender de dónde venía el Principito.
No paraba de hacerme preguntas, pero no parecía oír las que yo le hacía. Poco a poco, me fui enterando, aprehendiendo palabras articuladas al azar. Así, nada más apercibirse de mi avión (no lo dibujo aquí porque resulta muy complicado), me preguntó:
—¿Qué clase de objeto es ése?
—No es un objeto. Puede volar. Es un avión. Mi avión.
Me sentí orgulloso de poder comentarle que yo sabía volar.
A lo que él exclamó:
—¡No me digas! ¿O sea que te has caído del cielo?
—En efecto —contesté con humildad.
—Me hace gracia…
Y el Principito estalló en risas. Para mi desagrado.
Pues aprecio que mis desventuras se tomen en serio.
—¡O sea que tú también vienes del cielo! —prosiguió—.
¿De qué planeta eres?
Antoine de Saint-Exupéry, El Principito
El Lunes de Pentecostés de 2012, el Cessna Skyhawk, de un solo motor y con distintivo de cola PH-SJK, inicia el descenso sobre el pueblo neerlandés de Ouddorp. Durante un minuto, el piloto se deja caer por debajo de las nubes en un intento por abarcar con la vista la línea de costa y la ruta que él mismo ha planificado.
En la lejanía se atisban unas brumas que emergen del mar. Se deslizan sobre la playa con un movimiento fluido —como en su día debieron de arrastrarse hasta la orilla las primeras criaturas marinas.
Esa misma mañana, a las 10:22 horas, en el boletín destinado al sector de la aviación, el Real Instituto de Meteorología de los Países Bajos había advertido de la llegada de aire húmedo a través de la corriente del Noroeste, anunciando un día de sol, aunque con «posibilidad de neblina y en algunos puntos incluso niebla».
La clase de niebla que se va formando ante los ojos del piloto se produce por término medio una vez cada dos años y se conoce como «humo marino». El fenómeno debe su nombre a la ilusión óptica del oleaje humeante: las olas no sólo salpican, sino que humean cual hervidores de agua. A las 11:19 horas, la avioneta alcanza la cota más baja de su vuelo en picado, es decir, 450 pies. Un pie tiene el tamaño de un zapato grande, número 31. Basta caminar 450 pasos tocando talón con punta para hacerse una idea de la altitud de vuelo. Si después se coloca esa distancia en sentido vertical, a modo de escalera ficticia apoyada en el cielo, hasta es posible subir. No se tarda nada.
Una vez registrado el paisaje, el piloto vuelve a levantar el morro del Skyhawk. En medio de unos estruendosos ronquidos efectúa un giro hacia mar abierto, con el fin de sortear la niebla cada vez más densa. Son las 11:20 horas —ha transcurrido un minuto desde el vuelo en picado por debajo de las nubes— cuando la radio de a bordo del PH-SJK establece contacto con la torre de control del aeropuerto de Róterdam. El piloto solicita autorización para aterrizar por la ruta de acercamiento HOTEL. Es decir: trazando una curva sobre la desembocadura del Mosa y del Rin para luego seguir el canal Nieuwe Waterweg en dirección este —al igual que los petroleros y los portacontenedores, sólo que a mayor altura.
La torre de control se conoce por su nombre en clave, PAPA. Allí abajo la pista de aterrizaje se extiende como una alfombra que brilla al sol; no hay nubes en el horizonte, literalmente.
«This is Rotterdam information PAPA», contesta el controlador de turno. Ordena al piloto que suba a 1500 pies y que vuelva a establecer contacto en cuanto se sitúe sobre la localidad de Hoek van Holland. Teniendo en cuenta el rumbo, la velocidad de crucero y la posición en el radar, el PH-SJK habría de alcanzar el lugar acordado en menos de cinco minutos. Sin embargo, el PH-SJK no volverá a establecer contacto. Nunca jamás, con nadie.
El último en avistar el Cessna rojiblanco es un vecino de Ouddorp: observa cómo la cola del cuatro plazas se disuelve en el aire justo encima del límite de las dunas.
Simultáneamente, a unos minutos de vuelo, al norte de Ouddorp, varias familias se reúnen para dar un paseo en el Futureland Express, un robusto tren compuesto por un tractor agrícola que tira de dos carros convertidos en vagones.
Entre los pasajeros reina una gran expectación: serán de los primeros en pisar tierra virgen. Maasvlakte II es un terreno portuario recién ganado al mar y, por tanto, apenas explorado. Aunque saltar del estribo a la nueva tierra-en-el-mar supone un paso pequeño desde un punto de vista físico, se percibe como un hecho importante que concierne a todos.
Está previsto que el Futureland Express parta a las 12:00 horas en punto de una plataforma de placas de hormigón en la antigua linde de las instalaciones portuarias. Por la mañana, el cielo está despejado, pero hacia el mediodía empieza a nublarse. Se levanta una brisa, la temperatura va bajando. Los aerogeneradores de tres aspas de GREENCHOICE se revuelven, ensimismados, en la niebla cada vez más espesa, mezclando el aire salado del mar con los efluvios de las fábricas del puerto.
Maasvlakte II había sido inaugurado unos días antes, con fuegos artificiales de humo azul. Y tras un brindis con champán —el martes 22 de mayo de 2012—, también se abrió al público la playa circundante. Esta nueva playa incluye una hilera de dunas de catorce metros de altura a cuyas espaldas se expanden los cuerpos de arena de los futuros muelles. A falta de hierba barrón, por ahora el área de Maasvlakte II se asemeja al Sáhara.
En este Lunes de Pentecostés, la fría niebla manda a los bañistas de vuelta a casa antes de tiempo. El paseo en el Futureland Express sigue adelante, a pesar de que, poco antes de la salida, la visibilidad queda reducida a cincuenta o como mucho cien metros. A posteriori, tanto el maquinista del tractor como los pasajeros declaran no haber oído el zumbido de un avión de hélice. Sólo los graznidos de las gaviotas.
Que desaparezca un avión en uno de los países más poblados del mundo es algo insólito. El hecho de volar, en cambio, ha dejado de serlo: navegar por el aire se ha convertido poco menos que en una segunda naturaleza.
Al año siguiente, el Consejo de Investigación en Seguridad de los Países Bajos publica un informe de 151 páginas sobre el avión desaparecido. A diferencia de lo que sucede con los barcos en el triángulo de las Bermudas, el Cessna Skyhawk no se esfumó para siempre. Fueron sólo 301 minutos. A las cinco horas del último contacto con Rotterdam PAPA, los restos del PH-SJK aparecen a ochocientos metros de la parada más lejana del Futureland Express, en el muelle en construcción entre los dos puertos con nombre de princesa —Amalia y Alexia—. La avioneta, resquebrajada y alicorta, yace atravesada junto a su propio cráter de impacto. Como un ave tras chocar contra el cristal de una ventana. La manecilla del taquímetro indica 118 nudos —219 kilómetros por hora.
En la cabina de mando, el cuerpo del piloto, de 50 años, ha salido catapultado hacia delante. El hombre caído del cielo no tiene ánimo para hablar, pero sí respira. No volverá a recobrar el conocimiento; al cabo de dos semanas fallece en el hospital. La pantalla de su teléfono muestra una lista de llamadas perdidas. En su bolsa de vuelo hay un Visual Approach Chart con instrucciones para la aproximación al aeropuerto de Róterdam. En este mapa de navegación aérea —de 2008—, la línea de costa se sitúa tierra adentro, a tres kilómetros y medio de la línea nueva.
El equipo de salvamento también trabaja con mapas superados por el avance de la realidad. De no haberse movido la línea de costa, el Cessna se habría estrellado en el agua. Pero el agua se ha secado. Sin embargo, una vez introducidas las últimas coordenadas del PH-SJK en los ordenadores del aeropuerto —treinta y seis segundos antes del impacto—, las pantallas devuelven una posición sobre el mar. Por mucho que esta posición se etiquete como BEING RECLAIMED en señal de que se halla en proceso de recuperación, aparece en azul celeste —el color del agua.
«We have seen, what we believe [ininteligible] crash into the sea…», informa un controlador aéreo a la guardia costera. Acto seguido, cinco barcos se hacen a la mar.
Maasvlakte II es un castillo de arena nacional, con los puertos principescos como fosos. La arena se extrajo de una cantera submarina ubicada a seis millas de la costa, con ayuda de los tubos de aspiración de un batallón de dragas. Durante las edades de hielo, el banco de arena no estaba cubierto de agua. En la ventosa llanura que separaba lo que hoy se conoce como Inglaterra y Países Bajos abundaban los hipopótamos y las hienas, los mamuts y los rinocerontes, los leones de las cavernas y los elefantes del bosque.
Al excavar el fondo del mar del Norte, los seres humanos cometemos sin querer un acto demencial: volvemos a sacar a la superficie la prehistoria. Aunque las dragas se conforman con la arena y la grava, relucientes arcoíris de barro transportados hacia las tierras en construcción, en no pocas ocasiones captan por accidente dientes de mamut, astas de alce o excrementos de hiena fosilizados —vestigios de la fauna prehistórica.
En principio, a los pasajeros del Futureland Express les basta con dos metros de visibilidad, los justos para poder ver la arena bajo sus pies. Son cazadores de tesoros, pero no les interesan las cajas de whisky de los buques naufragados, ni tampoco las conchas. Buscan fósiles.
El primer premio sería dar con el cráneo de un homínido. De hecho, más al sur, en la costa de la provincia de Zelanda, se había encontrado un fragmento de un humano prehistórico. Lo recogió un caminante de entre los restos arrojados en la orilla por una draga de succión. Resultó ser un fragmento de cráneo; llamaba la atención la protuberancia encima de la cuenca del ojo, ausente en el humano moderno. Los estudios demostraron que se trataba del primer neandertal de los Países Bajos. En 2009 fue presentado en sociedad bajo el nombre de Krijn. Durante su vida debió de ser uno de los cazadores que erraron por la estepa del mamut en el delta del Támesis, el Rin y el Mosa —entre 100 000 y 40 000 años atrás—.
Después, las capas de hielo se derritieron, el nivel del mar fue en aumento, los neandertales se extinguieron y el áptero Homo sapiens se enseñó a sí mismo a alzar el vuelo. Además, aprendió a separar la tierra del agua.
Con la nueva tierra todavía sin estrenar, se aproxima un Cessna Skyhawk. Aunque la torre de control da órdenes de subir, el piloto vuelve a asomarse por debajo de las nubes para comprobar posición y rumbo. Como un delfín, sólo que reflejado en el aire. Hay una diferencia importante con respecto a la vez anterior: abajo todo se halla envuelto en una densa niebla. El piloto sigue empujando la palanca de mando. Su avión se sumerge en un sombrío mundo de vapor de agua que llega hasta la nueva superficie terrestre infestada de fósiles.
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En el año 2000, hacia el mediodía del 23 de mayo, un buzo francés con aspecto de hombre rana desciende despacio al fondo del Mediterráneo. Sabe cuál es su posición exacta en el reino de los peces en el que se sumerge. Se encuentra a varias millas marítimas de la costa al sur de Marsella, a la altura de un conjunto de islas rocosas deshabitadas conocido como archipiélago de Riou.
En el punto en el que se sitúa el buzo, el mar Mediterráneo tiene 230 pies de profundidad. Así que la distancia entre la superficie del agua y el fondo arenoso equivale a 230 suelas de zapato, número 47. Convertida al sistema métrico: setenta metros.
El hombre no sólo sabe dónde está, sino que tiene muy claro cuál es el objetivo de su inmersión: busca los restos de un avión de hélice de la Segunda Guerra Mundial. Un Lockheed Lightning F5, un avión bimotor de reconocimiento, sin armas. El aparato despegó de la base de Bogo, en Córcega, el 31 de julio de 1944, y nunca regresó.
El buzo se guía por las indicaciones de un pescador que dos años antes, en ese mismo lugar, había encontrado en sus redes de arrastre una pulsera. La joya de plata llevaba grabado un nombre en mayúsculas:
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
El submarinista profesional peina el lecho marino, de un lado a otro, sin cesar. Después de una hora más o menos pasa junto a un trozo de metal que sobresale por entre las algas. A través de sus gafas de buceo reconoce en aquel artefacto herrumbroso el tren de aterrizaje del Lockheed Lightning F5.
Antoine de Saint-Exupéry tenía cuarenta y cuatro años cuando despegó y desapareció. El descubrimiento de su tumba submarina se produce un mes antes de que hubiera cumplido cien años.
Por encargo del Ministerio de Cultura francés, los restos del avión están siendo rescatados por un equipo de buzos. Con sus pulmones de hierro y sus aletas de goma se desbandan como animales de mar. Los restos que recogen se encuentran desperdigados a lo largo y ancho de una franja de 400 x 1000 metros.
Gracias a una tira de aluminio en la que aparece perforado el número de serie 2734 L, se confirma con total certeza que el avión corresponde al del piloto escritor más célebre del planeta. La reconstrucción de los hechos apunta a que aquel fatídico 31 de julio cayó del cielo «casi en picado» para ir a chocar contra la superficie del agua a una velocidad de unos 800 kilómetros por hora.
No se encuentran orificios de bala. Ni tampoco restos mortales. Es imposible averiguar si Antoine de Saint-Exupéry salió despedido de la cabina por el impacto o si el mar ablandó las correas de sujeción hasta el punto de que el cuerpo se soltó y acabó arrastrado por la corriente
Traducción del neerlandés de Goedele De Sterck.