Cine / Coordenadas básicas del cine de Quebec / Hugo Hernández Valdivia

A lo largo de las cuatro últimas décadas las novedades que nos llegan del cine de Quebec son cortesía de Denys Arcand. La habitual presencia de sus películas en los festivales internacionales más importantes del orbe hicieron posible que el realizador cobrara notoriedad y se convirtiera en un hito. Recientemente este paisaje se ha enriquecido con la irrupción de algunos jóvenes: Denis Villeneuve, Philippe Falardeau, Jean-Marc Vallée y Xavier Dolan. Alrededor de la filmografía de estos cinco realizadores se pueden trazar las coordenadas básicas del cine québécois.
     Desde sus primeras cintas, Denys Arcand mostró un ánimo crítico y un afán de hacer del cine una herramienta política. Lo mismo en el documental que en la ficción, en cortos y largometrajes, no ha dejado de hacer eco, en sus obras, de los debates que sacuden Quebec. Su primer largo documental, Quebec: Duplessis y después… (Québec: Duplessis et après…, 1972), por ejemplo, gira alrededor de la polémica figura del personaje epónimo, conservador y nacionalista, responsable del período conocido como «Gran Oscuridad» (1945-1959). Años después abordó en casi tres horas y en otro documental, On est au coton (1976), las contrariedades de la industria textil. Seis años después, y aún en el ámbito de la no ficción, explora el asunto del referéndum para la independencia de Quebec en Le confort et l’indifférence (1982).
     En los años ochenta, pero ahora desde la ficción, entregó dos de sus mejores películas: La decadencia del imperio americano (Le déclin de l’empire américain, 1986) y Jesús de Montreal (Jésus de Montréal, 1989). En la primera sigue los encuentros y desencuentros de un grupo de amigos —maestros, casi todos— que pasan un fin de semana en una casa en el campo. Unos y otras se dan a la tarea de analizar el género y el cuerpo opuestos, y posteriormente surgen incómodas revelaciones sexuales. La picardía y agudeza de los diálogos, así como una puesta en cámara ágil, ayudaron a que la cinta obtuviera el premio de la crítica (Fipresci) en Cannes y el de mejor película canadiense en Toronto. Jesús de Montreal registra las vicisitudes de un grupo de actores que montan una original puesta en escena de la Pasión. Y mientras encaran la crítica de la Iglesia, comienzan a vivir en carne propia lo que implica su representación. De Cannes salió, en esta ocasión, con los premios del Jurado y del Jurado Ecuménico.
     Acaso su mayor éxito llegaría con la «secuela» de La decadencia…: Mis últimos días (Les invasions barbares, 2003). Diecisiete años después, sigue en particular la debacle del personaje principal de aquélla, quien encara la muerte en un hospital y arregla cuentas con su hijo y su circunstancia. La efervescencia de los diálogos una vez más es impresionante. De ahí que en Cannes obtuviera el premio a mejor guión (el cual es una verdadera delicia, dicho sea de paso: también reserva gozo como pieza literaria). Óscar, por su parte, lo distinguió con el premio a mejor película en lengua extranjera. Su crítica a los tiempos que corren puede apreciarse en La edad de la ignorancia (L’âge des ténèbres, 2007), que, por medio de un hombre gris, da cuenta de la indiferencia ambiente.
     Denis Villeneuve no ha dejado de cosechar aplausos y premios desde su segundo largometraje, Maelström (2000), que recoge los tormentos de una joven mujer y se embolsó el premio de la crítica en la sección Panorama de Cannes. La prensa cinematográfica valoró en particular su «innovadora estructura dramática, su gracia y su sensibilidad contemporánea». Esos atributos están presentes, también, en La mujer que cantaba (Incéndies, 2010), en la que alterna dos tiempos para elucidar el drama de una mujer que nació en el Medio Oriente y emigró a Canadá. La agudeza para iluminar el drama individual que se presenta por la sinrazón ambiente invita a una amplia reflexión sobre asuntos históricos, de género, de filiación. De su madurez como realizador Villeneuve ha dejado constancia en sus dos entregas más recientes, ambas de 2013: Intriga (Prisioners) y Enemy. La primera sigue las pesquisas de un policía que busca a dos niñas desaparecidas. Con brío y un ritmo apacible, el cineasta mantiene la curiosidad y la emoción del espectador a lo largo de las dos horas y media que dura su propuesta. El resultado: una de las mejores películas del año pasado. La segunda se inspira en El hombre duplicado, de José Saramago, y explora, por rutas kafkianas, los meandros de la identidad.
Con Monsieur Lazhar (2011), que recibió premios en abundancia lo mismo en Valladolid que en Locarno, Philippe Falardeau confirmó las virtudes mostradas en C’est pas moi, je le jure ! (2008). En ésta acompaña, en tono de comedia, a un niño que arregla como puede las adversidades que le plantea la indiferencia de su conflictiva familia y la hostilidad de sus vecinos. Monsieur Lazhar se inspira en una obra de teatro de Evelyne de la Chenelière y acompaña al personaje del título, un inmigrante argelino que sustituye en una escuela a una maestra que se suicidó en el salón de clase. El dolor de los alumnos encuentra eco en los padecimientos del profesor, cuyo pasado —en el que también hay pérdidas— se revela poco a poco.
     A lo largo de su filmografía, Jean-Marc Vallée ha mostrado habilidad para transitar con fortuna entre diversos géneros. En C.R.A.Z.Y. (2005) va de la comedia al drama y se asoma con calidez a una familia singular, es decir, como cualquier otra. La reina Victoria (The Young Victoria, 2009) se inscribe en los terrenos del cine biográfico y explora la juventud de la epónima jerarca británica, quien después hizo época. Dallas Buyers Club (2013), su más reciente entrega, relata las hazañas de un electricista y ocasional jinete de rodeo que, en 1985, ayuda a los enfermos de sida. Ahí consigue interpretaciones valiosas de dos de sus actores principales (Matthew McConaughey y Jared Leto), quienes obtuvieron el Globo de Oro por su desempeño.
     Xavier Dolan es el más joven de todos (nació en 1989) y con su incipiente filmografía ha generado dosis de escándalo apreciables. Su obra tiene ecos autobiográficos —y a menudo lleva él mismo uno de los roles principales— y da cuenta de una juventud atormentada e incomprendida por los mayores. Yo maté a mi madre (J’ai tué ma mère, 2009) recoge los encontronazos de un joven homosexual con su madre; Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010) explora la geometría afectiva de tres amigos que configuran un triángulo tórrido; Laurence Anyways (2012) registra la animadversión que vive un profesor que decide cambiar de sexo; Tom à la ferme (2013), su más reciente entrega, sigue a un joven que visita a la familia de su amante, quien recién murió, y descubre que nadie conocía las preferencias sexuales del difunto.
     Como toda cinematografía que se respete, la de Quebec ha sabido dar cuenta de su circunstancia, pero también ha manifestado un aliento sostenido para ocuparse de asuntos ajenos sólo geográficamente y sólo en apariencia. En el seno del cine se han dado lugar, por ejemplo, los debates sobre la nacionalidad y la independencia, las políticas sociales y las preocupaciones cotidianas del ciudadano común y pensante. Pero también, como ilustran La mujer que cantaba y Monsieur Lazhar, ha sabido estar atenta a los dramas que se suscitan al otro lado del mundo. La capacidad de sus cineastas ha permitido, por otra parte, que se involucren en proyectos financiados por los grandes estudios norteamericanos; y no sería extraño que, gracias a ello, cada vez tengamos novedades de sus trayectorias con mayor frecuencia.

 

 

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