Ceguera

Carlos Oriel Wynter Melo

(Ciudad de Panamá, 1971). Está por aparecer su nuevo libro, Literatura olvidada (Sudaquia, 2021).

El trópico es para los ojos. El trópico no es lugar para ciegos.

No ver los inviernos grises o las arideces de los desiertos es triste. Perderse el vuelo de las flores o el florecer de las aves lo es más. Se lamenta menos la falta de inacabables y arcillosas planicies que de los colores verdes y rojos más vivos.

Sin embargo, la imaginación puede compensar la vista.

Ana Ramos nació en el seno de una familia pudiente de una ciudad incrustada en el trópico, y nació ciega. Eran los primeros años del siglo xx y la ciencia despojaba de disfraces a la magia. Por eso, el padre de Ana, Custodio Ramos, hombre de intelecto racional, llevó a su hija a los más capaces galenos, porque confiaba en que la ciencia corregiría los errores de Dios. Era común verla andar con pasos cautelosos por la biblioteca de la casona familiar, donde los mejores especialistas del país pasaron a examinarla. Lavaron sus membranas oculares con menjurjes de hojas. Le probaron aparatosos lentes. Le impusieron ejercicios para fortalecer los músculos ópticos. Pero, pese a las atenciones médicas que le fueron dispensadas, la ceguera no cedió.

El horizonte comenzó a achicarse para don Custodio Ramos. La ceguera de su hija se revelaba como un mal incurable. Se dio por vencido en uno de los caminos y comenzó a explorar otro.

Ana. Se dio cuenta de que el nombre de su heredera era un palíndromo: la letra a se miraba en un espejo. Ana. Quizás su hija necesitaba aquello que permanecía dentro de ella, sin entretenerse con lo que estaba alrededor suyo. El mismo Custodio había sido lector de los pensadores franceses, quienes le habían dado solaz cuando tuvo tristezas existenciales. Podían ser los libros, pues, un modo de iluminarla, alegrarla, que era lo que su padre deseaba con ardor. Acercó tomos a la mesilla de noche de la niña. Una de las criadas le leería fábulas y cuentos en las horas que antecedían al mediodía, y él lo haría antes de dormir. Como hombre ilustrado, don Custodio confiaba en que las personas eran capaces de superar cualquier obstáculo, material o espiritual. Y así fue creciendo la flor, con una mirada que nacía de otra parte y miraba hacia otros lados.

Ana ha dejado de ser ciega, se dijo don Custodio, satisfecho.

Cuando llegó a edad casadera, el patriarca se dio a la tarea de desposarla con el hombre adecuado. Justo Almengor, quien pertenecía a una de las familias más renombradas del país, fue el elegido. Además de su buena cuna, los Almengor eran allegados de los Ramos. Acordaron un cortejo que no debía prolongarse por demasiado tiempo. El joven Justo, por supuesto, visitaría a Ana a las horas pertinentes, antes de que anocheciera por completo y las puertas del muro que los separaba del arrabal fueran cerradas. Por la mente de Ana desfilaban ya mil personajes de cuentos y novelas, y habría de ser Justo Almengor uno más.

Como se había acordado, Justito acompañó religiosamente a Ana por una veintena de tardes. Se sentaban en la sala de estar, don Custodio frente a ellos, y la criada de turno los sobrevolaba y se acercaba como una paloma nerviosa. Siempre había una tetera con bebida fresca, y dulces de marañón y coco. El patriarca Ramos solía hablar del clima, de diferentes asuntos de la política criolla y, casi siempre, Justo hacía lo posible para sostener la conversación que el viejo dejaba flotando en el aire. Ana permanecía en silencio, sumergida en sí misma.

Una tarde, sin embargo, harta de los temas de rutina introdujo en la tertulia a los personajes del arrabal; los escritores vanguardistas del país llevaban tiempo retratándolos en sus libros. Su pretendiente, para sorpresa de todos, le siguió el paso porque también leía las novedades libreras, y sabía de estos autores que habían trasplantado corrientes literarias de Europa en los climas nacionales. Don Custodio Ramos no podía ocultar su alegría al ver que los jóvenes coincidían. Creyó entender cómo funcionaban los hilos invisibles del amor, y se congratuló de haber contribuido a que el Destino hiciera de las suyas.

Cada tarde se hizo para Ana un tiempo distinto al real. Aunque los sonidos y su tacto reproducían los sillones de madera y el sofá, la posición de cada pared y de los ventanales, los colores con que se le manifestaba el verano, los tonos de las piezas de ebanistería y las telas que cubrían los respaldares eran de su entera invención. Ella veía sin ver. ¿Y quién podría decir que su mirada era ilegítima? Ana creaba su propio mundo. Como muestra diremos que había unos cuadros en la pared que copiaban las grandes obras de Tiziano y que ella imaginó siempre del Bosco o de Goya, tal como imaginaba los Boscos y Goyas dadas las descripciones de su padre. Su realidad estaba bajo su completo dominio.

Al final de aquellos días, Justo Almengor era el personaje más querido de Ana, lo que resultaba más que halagador. Tal vez eso sea el enamoramiento: no el encuentro con una persona amada sino la invención de una persona a quien amar. El resto del camino fue recorrido con irreal y hermoso mareo, hasta que la pareja fue alcanzada por el Destino.

Se casaron en un mes de mayo, con los miembros de ambas familias finamente vestidos, navegando entre olanes de diáfano blanco y solapas de elegante negro. El sol del trópico se asomaba desde su altura y pulía con su brillo las hojas de las palmeras, los pétalos de los papos, los botones que ya se asomaban en los arbustos. El obispo de la ciudad elevó la señal de la cruz mientras los rayos del día rebotaban en las piedras de la catedral y se hacían círculos amarillos. Y, entre la lluvia de pétalos, recorrió la pareja el pasillo alfombrado del templo católico, ella guiada por él, y en las calles los recibieron puñados de curiosos que encontraron entretenimiento en la boda distinguida.

Los siguientes meses fueron una luna de miel impensable. La ingenuidad de los consortes los sumió en una especie de sueño. A salvo del cerco de las miradas, pacían como corderos libres y a salvo de cualquier lobo. Se querían y no hacía falta nada más. Ambos estuvieron ciegos y, a la vez, eran capaces de mirar lo que otros no. Sus familias, como quien va detrás de quien tiene los ojos vendados, los siguieron vigilantes y procuraron evitarles tropiezos. Hicieron que se acomodaran en una casa de cinco habitaciones y patio interior, ubicada al inicio de calle Quinta, propiedad de la familia Ramos; les procuraron una renta mensual que produjo las tierras cultivadas de la Hacienda Almengor. Además, dos de las criadas que habían servido a Ana desde pequeña se mudaron con los recién casados para mantener su propiedad en permanente buen estado.

¿Quién necesitaba lo que estaba más allá de la piel?, llegó a preguntarse don Custodio en sus momentos de más arrebatado optimismo.

No obstante, lo prolongado del amoroso sonambulismo, como llegó a llamarlo alguna persona, llevó a los parientes a la desconfianza. No estaba bien que se distrajeran tanto de los deberes que toda pareja normal debía asumir. Más temprano que tarde tendrían que entregarse a la tarea de concebir familia. ¿Y cómo cuidarían de hijos pequeños si apenas sabían ocuparse de sí mismos? La insistencia de los rumores acabó por contagiar a don Custodio y se preocupó de la dirección que estaban tomando los acontecimientos.

Habiendo pasado un año desde el matrimonio, el patriarca se enteró del éxito alcanzado en los primeros trasplantes de córneas. Eso era lo que necesitaban. En Europa, los ciegos habían comenzado a ver, hizo notar el hombre saboreando los tintes bíblicos de la frase. Y, casi de inmediato, se impuso el reto de lograr para su hija las bendiciones de tan maravillosa intervención quirúrgica. No sabía cómo lograría ponerla en los primeros lugares de la fila, pero no carecía de medios económicos y de ciertas influencias.

Resultó que un primo lejano había sido enviado a Suiza para hacerse médico, nada menos y nada más. Un hatajo de familiares de Ana Ramos llegó con mucho barullo a la casa vecina, donde estaban los parientes del galeno en formación. Como ellos sabían, porque todos en el barrio estaban al tanto de ello, Ana Ramos había nacido privada de la vista y no merecía tan injusta condición. Pero la luz de los avances científicos ya le ofrecía una esperanza. ¿Sería posible que su hijo, quien estaba en Berna, averiguara lo necesario para que Anita fuera tratada por un médico renombrado? No sabían, pero habrían de enviar un telegrama, lo más raudos posibles, para que el vástago hiciera las diligencias que se requirieran. Después de ello, todo quedaría en las manos de la Virgen y del Padre que estaba en el cielo.

A las pocas semanas, llegó respuesta del Viejo Continente. Fue recibida con la familia Ramos reunida en la sala de estar de la casona y partió el tupido murmullo de las conversaciones de los viejos y el bullicio de los niños. El tiempo se detuvo en cuanto las palabras revelaron su sentido. El joven que permanecía en Suiza había logrado que el doctor Matteo Flugzentrale atendiera a Ana en pocas semanas, con el fin de evaluar la factibilidad de un trasplante de córneas. ¡Sí!, los gritos se elevaron al unísono. Pero Ana aún no sabía lo que se planeaba a sus espaldas.

Su padre se reunió con ella bajo el frondoso árbol que centraba el patio interior de la casa de calle Quinta. Explicó entusiasmado el extraordinario avance médico que le permitiría ver y esperó su reacción. Pero no hubo reacción. Ana fijó sus ojos transparentes en él, como si pudiera verlo.

—No siento alegría por sus palabras. No siento nada. Debería estar feliz, pero no necesito lo que me dice para estarlo.

Poco oyó las palabras de su hija don Custodio. Siguió su retahíla con imparable avance. El viento se las arregló para arremolinarse en el patio y agitar su cabello, y hasta levantar del suelo hojas secas como si, momentáneamente, estuvieran vivas; así era la resolución con que lo acompañaba la naturaleza. Debían preparar el viaje porque faltaba poco tiempo, le advirtió el viejo. Se embarcarían lo más pronto posible.

¿Iría su esposo?, preguntó Ana.

Por supuesto, contestó con seguridad don Custodio.

—Entonces, acepto.

Llegó el día del viaje y el trío integrado por don Custodio y la pareja subió la escalinata inclinada que llevaba al buque mientras una decena de parientes los despedía desde el borde del muelle. Los tres agitaban las manos al aire, como si éstas fueran objetos inanimados y no parte de sus cuerpos. Una vez en la cubierta de la nave, continuaron con aquella despedida emocionada, hasta que quienes les observaban desde la orilla se hicieron pequeñísimos y acabaron sin tener forma de personas, sino siendo simples puntos en la cada vez más distante orilla.

Las semanas en el barco fueron provocando transformaciones en los viajeros. Primero sus cuerpos se incomodaron con los leves bamboleos del barco, pero a los pocos días se acostumbraron a estos mareos. Después, comenzaron a convivir de maneras que nunca creyeron posibles. Don Custodio habló de la vida que deseaba para Ana, para Justo, pero ellos prestaron atención sólo al principio y después pensaron en lo que quisieron pensar. Al no tener al resto de los familiares abrumándolos con cháchara, ni las ocupaciones diarias y mecánicas de sus días normales, convivieron mucho más y se dieron cuenta de cómo eran Ana, Justo y don Custodio realmente. Los dormitorios estaban integrados por camas camarotes y tampoco podían ocultarse de los otros en ese momento, porque compartían el mismo cuarto. Los rodeaba siempre el sonido del mar y los demás pasajeros, pero uno y otros les resultaban tan indiferentes como el ruido que hace la lluvia cuando se está en duermevela. Solían ayudar a Ana a ir de un lado a otro, a bajar las escaleras hasta los camarotes o a subir a la cubierta para tomar algo de sol, pero después de pocos días ella había memorizado la disposición general del barco y era poco lo que necesitaba de ellos. Al final de la travesía, ya se habían entregado a una tranquilidad casi inmóvil y sólo se preparaban para lo que habría de ocurrir en Berna.

El primo lejano los recibió en el mismo puerto. A diferencia de lo que ocurrió al inicio del viaje, las personas que llenaban el muelle eran frías y ordenadas. Ana lo notó de inmediato. No era que se pudieran tener por personas poco amables, más bien era un asunto de tonalidad y temperamento. El primo lejano se esforzó en mostrar que estaba feliz de recibirlos, pero se delataba: no le era fácil.

Un automóvil de marca Ford que se ocupaba como taxi los llevó a lo que creyeron que era el centro de Berna y que resultó ser, sí, la parte central de Berna. Había cierta cadencia en las personas que caminaban por las aceras e, incluso, en los automóviles que pasaban al lado del taxi. Por fin, llegaron al departamento del primo, ubicado en los pisos más bajos de un edificio blanco y de pilastras que se retorcían en una arquitectura barroca. Debían descansar. A la mañana siguiente verían al doctor Matteo Flugzentrale, quien tenía su consultorio muy cerca de ahí.

Esa noche, Ana soñó con su casa, la que estaba al inicio de la calle Quinta y ocupaba con Justo desde que se habían casado. El sueño tenía colores que se esparcían como si fueran líquidos que estallaban y se derramaban a diestra y siniestra.

La mañana siguiente los recibió con noticias espléndidas. Después de un tedioso examen, el doctor Matteo Flugzentrale, entusiasmado de una manera casi infantil, confirmó que Ana era una candidata inmejorable para recibir una donación de córneas. El entusiasmo de Flugzentrale se engrosó hasta convertirse en la euforia de don Custodio. ¡Vaya que sí: Ana podría ver como cualquier persona normal! Después de realizar una llamada, el cirujano agregó que contaba con un par de córneas para la operación. ¿Qué podían perder? Y había mucho que ganar. Debían preparar a la señorita Ramos para ser intervenida. Una clínica en Muelenenstrasse, en la que Flugzentrale gozaba de gran influencia, bien podría hacer espacio para la paciente. Aunque nadie le preguntó, don Custodio se apresuró a decir que el dinero no era problema. Como sea, tanto Ana como Justo se sintieron rebasados por la energía del patriarca Ramos y no contradijeron sus dictámenes. No podían negar que les embargaba una curiosidad que rayaba en la expectativa del niño que sabe que está por recibir una sorpresa. Salieron del consultorio médico dispuestos a descansar y a seguir las indicaciones de los especialistas de modo religioso. Sólo los separaba un par de días de la fecha en que sería internada para la operación.

La intervención fue un éxito y la convalecencia resultó corta. La saludable juventud de Ana ayudó a que la recuperación fuera excelente. Dedicó la decena de días en que estuvo internada a recorrer los blancos pasillos de la clínica, guiada por una enfermera. Las instalaciones tenían un patio central, lleno de tulipanes y arbustos variados que le recordaron vagamente los olores de su casa, sin ser exactamente los mismos. La esperanza de ver lo que había sólo imaginado la iba llenando de un sentimiento que no supo definir.

Pasados dos meses fue posible retirarle las vendas. Ella permanecía recostada en su cama hospitalaria cuando el doctor y la enfermera se aprestaron a cortar las gasas que le cubrieron los ojos por muchas semanas. Don Custodio y Justo estaban frente a ella expectantes, mudos. El doctor sacó, quién sabe de dónde, unas tijeras plateadas e insertó uno de sus lados bajo el borde de la venda. Después de ejercer presión, el vendaje cedió y dos bordes suyos cayeron vencidos. La enfermera comenzó a desenrollar lo que aún quedaba de la blanca tela. Ya estaba. Los párpados comenzaron a abrirse con precaución, un guiño, otro. Se separaron, finalmente, y el rostro de Ana adquirió un rictus que don Custodio no pudo descifrar. ¿Estaba feliz, triste? No era, ciertamente, el gesto que esperaba. No era la escandalosa felicidad que anticipó. Sólo estaba ahí, mirándolos. Pero quizá Justo sí pudo comprenderla. En cualquier caso, cuando al fin esbozó una sonrisa serena, sintieron el alivio de una tensión inaguantable que se liberaba. Ana dijo:

—Ahí están todos. Son ustedes, papá, Justo.

Ésta fue la señal ansiada: don Custodio se apresuró a ceñir un abrazo alrededor del cuerpo tendido, como lo había hecho con su esposa recién parida y después muerta, como si quisiera retenerla por siempre. Justo se acercó por un costado, temeroso de lo que podía pasar, y se inclinó sobre su esposa hasta que sintió el calor que su piel emanaba.

Durante la travesía marinera del regreso, Ana se distanció de su padre y de su marido. Fue como si viajara sola. Compartía las habitaciones con ellos, pero no compartía los mismos intereses. Ellos ya se habían aburrido de la vista del mar encrespado, con sus colinas espumosas, y a ella nada le atraía más que asomarse en los barandales de la cubierta. Justo comenzó a sentirla distante, mientras que don Custodio estaba demasiado sumergido en su propia alegría como para darse cuenta de que ya no era la misma.

Finalmente, llegaron al país y se dirigieron a la casona de los Ramos, donde muchos familiares les esperaban. Ana, otra vez, mostró un raro comportamiento. Aquella noche durmió junto a su marido, Justo, y, a la mañana siguiente, desapareció para no ser encontrada nunca más. Varias mudas de ropa se habían ido con ella, aunque no había carta que formalizara la despedida. Supieron, sin pensarlo mucho, que se había ido a los arrabales, y es que ése era el único lugar en el que habría podido evitar el alcance de su familia. Después de algún tiempo en las periferias del muro, debió emprender un viaje mucho más largo, hacia lo desconocido.

Un año después, Justo caminaba frente a la casona de los Ramos, donde, en el portal, don Custodio se movía hacia adelante y hacia atrás sentado en una silla mecedora. La tarde estaba nublada y el sol apenas se veía, por lo que Justo, a pesar de ir vestido con un traje de tres piezas, no sufría de calores. Un sombrero se le cruzaba en la frente, pero tampoco necesitaba esa protección. El joven se detuvo.

—Buenos días, don Custodio.

—Buenos días —respondió con desgana el viejo.

—¿Puedo? —dijo Justo mientras señalaba una silla desocupada, próxima a la mecedora.

Custodio asintió con la cabeza a la vez que una débil corriente de aire le agitaba un manojo de cabello. Justo se acercó a la silla y se sentó.

—¿Has sabido algo de ella, Justo?

—No.

—¿Qué le faltaba entre nosotros, qué no le dimos?

Justo suspiró fuertemente.

—¿Recuerda cuando le retiraron la venda, en el hospital europeo?

—Sí. Nos miró con indiferencia.

—No, no con indiferencia, sino con decepción. Primero, me pareció indiferencia, que no nos reconocía. Pero, luego, y esto lo digo después de reflexionar largamente, fue decepción. Le decepcionó vernos.

—¡Pero no somos causa de decepción, Justo! ¡Somos buenas familias, somos buenas personas!

—El meollo del asunto, quizás, es que somos menos literarios de lo que ella creía. ¿Me explico? Puede ser que ahora haya ido en busca de quienes ella imaginó. Se le despertó el apetito y, si es así, no creo que pueda saciarlo jamás.

Guardaron un silencio apretado, como si el ruido que atiborraba sus cabezas no les dejara hablar.

—¿La amaste, Justo, la amaste verdaderamente?

Justo sonrió.

—Tal vez no la conocía. Quizá la inventé.

Don Custodio dio un respingo y fijó sus ojos en los de Justo.

—¿También por los libros, por leerlos?

—En parte. Pero también fue el trópico, el trópico que somos y del que huimos.

—El trópico y los libros.

—Los libros y el trópico.

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